La fama nos persigue allá donde vayamos: los españoles cojeamos a la hora de hablar inglés. Y no será porque no queramos dominar el idioma: uno de cada cuatro españoles renunciaría a un año de sexo si con eso se asegurase un inglés perfecto y el 64% pagaría hasta 10.000 euros por una píldora del bilingüismo, según un estudio que Cambridge University Press publicó el año pasado.
Poco a poco, sin embargo, vamos abandonando las esperanzas de aprender inglés por arte de magia y nos vamos poniendo manos a la obra. Varias academias consultadas por El Huffington Post reconocen que en los últimos meses han tenido una “avalancha” de inscripciones y el aprendizaje de inglés es en muchos casos uno de los propósitos de año nuevo más repetidos. Un estudio de ABA English apunta a que enero es el mes preferido para ponerse manos a la obra.
Descartada, de momento, la píldora del bilingüismo y aceptando que renunciar al sexo no va a mejorar nuestro nivel de inglés… ¿Hay algún truco para dominar ese idioma? Los expertos sienten decirte que no hay fórmulas mágicas. Para hablar inglés o cualquier otro idioma se necesita tiempo, paciencia y, sobre todo, mucha constancia.
Lo que sí hay, subrayan, son trucos para que ese proceso no sea tedioso y poco fructífero. Aquí tienes siete de ellos.
1. Fíjate unos objetivos
Los expertos recomiendan que, antes de lanzarte a la aventura del inglés, dibujes muy claramente a dónde quieres llegar: no es lo mismo necesitar el idioma sólo para viajar como turista que para trabajar en un entorno multinacional o para hacer presentaciones profesionales.
“Hay ciertos trucos o caminos para prepararse para un objetivo concreto u otro”, destaca Julio Redondas, director de comunicación de Cambridge University Press.
En este sentido, afirma, si tu reto no es aprender inglés para algo concreto y sí dominar el idioma “con todas las letras, con fluidez y con todo lo que eso significa” sólo hay tres trucos: constancia, esfuerzo y tiempo. “Los atajos existen, pero que eso te vaya a hacer tener un mejor nivel de inglés… es complicado”, subraya.
2. Elige bien una academia (y aprovéchalo)
Vale, ya has pensado para qué necesitas el inglés y a dónde quieres llegar. El siguiente paso importante sería ahorrar y apuntarte a una academia que se adapte a tus necesidades.
Hay que tener muchas cosas en cuenta a la hora de inscribirse. «Primero tienes que analizar cuál es tu perfil. Preguntarte: ¿Yo para qué quiero aprender inglés? No es lo mismo querer sacarse un título, como el First, porque para eso hay un sistema que no es el mismo que para hacer presentaciones corporativas ni para irte a trabajar en el extranjero”, explica Redondas.
Es difícil, asegura, que todas las academias y todos los libros cubran todas las necesidades porque cada una suele estar especializada en un ámbito. Y eso tienes que tenerlo muy en cuenta.
La aventura del inglés, insisten los expertos, no acaba cuando te apuntas a una academia. A partir de ahí, tu actitud y tu constancia jugarán un papel clave. “Las academias, como los gimnasios, se nutren mucho del abandono, de gente que se matricula y luego no va”, destaca Redondas.
Además, e independientemente de cuál sea tu objetivo, tienes que fijarte en que la academia donde te apuntes tenga grupos reducidos y de que las clases sean interactivas, para que puedas poner en práctica tus conocimientos.
Julio Redondas insiste en que escuchar música en inglés es una de las actividades más útiles que puedes encontrar para familiarizarte con el idioma.
“Siempre hay unos cantantes o unos grupos que te gustan. Teniendo eso en cuenta, es fácil que te enganches porque el soniquete, el estilo, lo que hay alrededor del inglés, te gusta”, destaca. Además, afirma, la sonoridad hace que recuerdes las letras de las canciones y las palabras que las forman de una manera más natural.
“Pero eso no significa que te vaya a entrar solo. Vas a tener que leer la letras y, en función de tu nivel, tirar del diccionario si quieres saber lo que se dice”, advierte Redondas, quien admite que no es fácil pero es “menos exigente que ver una serie de una hora en la que quizá te pierdes en el minuto dos.”
4. Aficiónate a las películas y series en VO, pero sin pasarte
Pese a todo, los expertos aseguran que ver series y películas en inglés ayuda mucho a perder el miedo al idioma. Pero siempre teniendo en cuenta tu nivel y el nivel de lo que te dispones a ver. “Si partes de un nivel básico y te pones a ver series sin subtítulos lo más probable es que te frustres y que al cabo de diez minutos lo dejes. Es una actividad buena, pero no vale todo”, indica Redondas.
Pone el ejemplo de la serie The Wire, donde se utiliza mucho vocabulario relacionado con la calle y el crimen. Si tienes un nivel medio y quieres ver esa serie sin subtítulos… Quizá acabes de los nervios.
A la hora de ver películas y series hay cuatro niveles de exigencia:
A-. Verlas dobladas al español. Así te enterarás de todo, pero no aprenderás nada.
B-. Verlas en inglés con subtítulos en español. Los expertos recomiendan esta opción para niveles bajos porque, para otros más elevados, es poco útil. “Te dedicas más a leer y no atiendes tanto a lo que dicen, así que no asocias sonidos con palabras, no te fijas en cómo se pronuncia cada palabra”, explica Virginia Vinuesa.
C-. Verlas en inglés con subtítulos en inglés. Vinuesa recomienda esta opción para niveles intermedios porque así vinculas palabras con sonidos. Lo que comúnmente se conoce como ‘hacer oído’.
D-. Verlas en inglés sin subtítulos. En general, los expertos recomiendan esta opción para niveles avanzados porque, de lo contrario, puede que no entiendas nada y te frustres.
5. Lee libros en inglés (pero con cabeza)
Los expertos coinciden unánimemente en que leer libros en inglés es uno de los mejores métodos para aprender vocabulario de forma entretenida y acostumbrarte al modo en que se construyen las frases en el otro idioma.
Pero, al igual que en el caso de las películas y las series, tienes que tener muy en cuenta cuál es tu nivel y la dificultad del libro que quieres leer porque “todo lo que no está al alcance de nuestras posibilidades causa frustración”, explica Isabel Aráez, profesora de Educación Secundaria en el Instituto Felipe de Borbón de Murcia y colaboradora experta en educación para la Comisión Europea.
“Un aprendiz de español no comienza leyendo el Quijote. Tampoco podemos nosotros adentrarnos en el Ulysses de James Joyce así por las buenas”, insiste. En este sentido, Aráez indica que existen gran variedad de recursos de lectura adaptados a cada nivel de comprensión lectora, desde el inicial al avanzado o la versión original.
Los expertos no se ponen de acuerdo, sin embargo, en el mejor método a la hora de leer. Unos insisten en que es importante usar el diccionario para las palabras que se desconocen, pero otros insisten en que es mejor ir deduciendo el significado por el contexto.
6. Lee periódicos extranjeros
Los expertos también recomiendan leer periódicos en inglés, algo mucho más sencillo ahora gracias a las ediciones digitales de los diarios. “Exponerse a un vocabulario, giros lingüísticos y expresiones idiosincrásicas del ámbito periodístico es algo que puede resultar muy enriquecedor para el alumno a partir del nivel intermedio”, explica Aráez.
Si no llegas a ese nivel de competencia, es mejor que recurras a lecturas adaptadas.
7. Búscate amigos nativos y habla
Después de todo esto, acéptalo: para llegar a dominar el idioma tendrás que hablarlo, aunque te dé vergüenza. Virginia Vinuesa explica que ahora es mucho más sencillo practicarlo gracias a la tecnología.
“Con las redes sociales es más fácil. Puedes hacer amigos nativos y montar grupos de conversaciones por Skype. Hay muchos bares y pubs que hacen sesiones para hablar inglés con nativos”, asegura. Es el paso más importante, y quizá el más complicado, de la aventura del inglés.
7 reglas de oro para aprender inglés de forma efectiva
1. Aprende frases en inglés, no sólo palabras individuales
¿Para qué memorizar una hoja llena de palabras sueltas si nunca las vas a utilizar individualmente? Nadie habla a base de palabras, sino de frases.
Por ello, cada vez que encuentres una palabra nueva y desconocida, no la apuntes individualmente, regístrala en una frase. De esta forma, no solo aprenderás su significado sino también su estructura y contexto.
Llegado el momento, cuando te veas en la tesitura de tener que dar una explicación, no solo llegará a tu mente esa palabra, sino que también lo hará un montón de información conveniente.
2. No estudies gramática
Según Hoge, cuando hablamos, no tenemos tiempo para pensar en las estructuras gramaticales, borrar y corregir errores. Esto es porque, aunque la gramática es muy importante para escribir correctamente, no es la base fundamental para hablar.
Tú no aprendiste gramática antes que a hablar tu lengua materna, sino que la interiorizaste después de mucho escuchar. Cuando tuviste una base sólida, fue cuando te enseñaron la gramática, las estructuras y los tiempos verbales. Esta es la propuesta del método Hoge.
3. Aprende con los oídos, no con los ojos
Cuando hablas inglés, las palabras y las frases se escuchan, no se ven. Sin embargo, la mayoría de las escuelas se empeñan en enseñar por los ojos a través de libros de texto.
Por su parte, Hoge cree que escuchar es la regla más importante si quieres aprender idiomas, no solo inglés. Gracias a la escucha activa y frecuente de material audiovisual aprenderás un montón de vocabulario, gramática, fórmulas y expresiones.
Ciertamente, hay que comenzar escuchando un inglés fácil que puedas comprender en un 95% (como se hace con los niños), no usando textos complicados sobre sociología, costumbres culturales y esas cosas que los editores se empeñan en introducir durante las primeras lecciones.
Cada mañana o en cada rato libre, debemos escuchar inglés. Programas infantiles,listenings, series de televisión o películas sencillas. Al principio, será necesario y recomendable el uso de subtítulos, pero no en tu lengua materna, sino en inglés, para que nos permitan establecer la relación entre el texto y la pronunciación.
4. Aprende profundamente
Aprender profundamente significa, básicamente, repetir las cosas hasta la saciedad.
La mayoría de las escuelas tienen mucha prisa por avanzar e incorporar nuevos contenidos, más gramática, más palabras, más texto. El problema es que, cuanto mayor es el volumen, más fácil es olvidarlo.
Por eso es importantísima la repetición. Según Hoges, si hoy aprendes algo, debes repetirlo dos o tres veces a la semana, durante dos semanas; o más si consideras que aún no lo has asimilado completamente.
Aprender un idioma no es una carrera y pasar a la lección siguiente si aún no has interiorizado la anterior es un auténtico error. Aprende las cosas de forma profunda a través de la repetición y dominarás tanto el vocabulario como la gramática.
5. Estudia las mismas historias en diferentes tiempos verbales
Cada vez que repetimos algo, lo interiorizamos, y sobre ese aprendizaje resulta sencillo hacer pequeñas modificaciones que nos permitan entender la diferencia entre los tiempos verbales. Sin embargo, los libros de texto nos proponen nuevas historias con las que ir ampliando unos contenidos que aún no dominamos.
Por ello, aprende historias sencillas y después cambia los tiempos verbales. A través del uso y la práctica, entenderás la conjugación y la gramática como lo hacen los nativos.
6. Usa solo material real en inglés
Basta de libros de texto sosos y aburridos, utiliza solo libros y revistas del mundo real. Lee cosas que te interesen, visita blogs y páginas webs que te gusten, y sigue las series en versión original.
Iníciate con cosas sencillas, obviamente, pero acostumbraste al inglés real. Los libros suelen utilizar listenings artificiales realizados por actores y, después de años de lecciones, cuando te enfrentas a la realidad, resulta que no entiendes nada de nada.
Tú no quieres hablar inglés como un actor de libro de texto, tú quieres hablar inglés nativo; pues escúchalo y empápate de él con material del mundo real.
7. Haz ejercicios de “escuchar y responder” no de “escuchar y repetir”
Esta regla es muy poderosa y clave para aprender inglés de forma rápida y eficaz. En general, las escuelas de inglés incitan a los alumnos a repetir frases, pero esto no es suficiente para interiorizarlas profundamente. Hay que dar un paso más allá y procurar responder.
Si el ejercicio consiste en un texto, deben desarrollarse una serie de preguntar fáciles que nos inviten a buscar y a desarrollar respuestas sencillas. Incluso si no sabes la respuesta, te verás obligado a pensar, hacer suposiciones o excusarte en inglés. Tal y como ocurre en la vida real.
Finalmente está la opción de hacer una inversión única en tu vida. Estudiar y viajar un tiempo a un país de habla inglesa. Consulta estos tipos de cursos de Inglés que pueden ser de utilidad también en Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda.
Es importante que no descartes los tres tips para aprender inglés más conocidos. Se repiten constantemente porque son útiles, sin embargo, este artículo busca dar un paso más allá para ofrecer técnicas comprobadas que a veces están fuera del radar de estudiantes de inglés. Aún así, vale la pena partir de la base de dichos tres consejos:
Ve películas y series. Este consejo te permite pasar un rato de ocio mientras estudias inglés. Además te ayuda a conocer expresiones típicas.
Escucha música. Las letras de canciones te dan acceso a la sonoridad de las palabras, acentos y te ayudan a aprender como pronunciar el inglés de manera correcta.
Lee libros. Ya sea ficción o no ficción, leer libros en inglés, desde historietas a los clásicos de la literatura inglesa, adquirirás vocabulario y gramática.
Ahora sí, a aprender inglés rápido con estos consejos especiales
Ahora que ya conoces los tres consejos para aprender inglés básicos, es momento de probar con otros menos comunes, pero igual de efectivos:
Comienza con los verbos básicos, phrasal verbs y cómo hacer preguntas
Para aprender inglés rápido es importante que escribas y te concentres en conocer los verbos básicos, como to be, to get, to have, además de modal verbs, etcétera. Practica cómo conjugarlos y cómo usarlos en oraciones.
Crea una lista de expresiones comunes que los hablantes nativos utilicen a diario. Será muy útil que practiques las más comunes, como:
What’s up (qué tal/hola)
Thanks so much (muchas gracias)
Excuse me… (disculpa/disculpe…)
What do you think? (¿Tú qué opinas?)
Never mind (no te preocupes/no importa)
También es fundamental que aprendas a realizar preguntas utilizando las wh questions, como what, where, when, entre otras.
Concéntrate en el vocabulario que es más probable que uses inmediatamente
Haz una lista inteligente de cosas de las que es más probable que hables en tus círculos cercanos y busca vocabulario relevante. En otras palabras, comienza con el vocabulario que vas a usar más en tus actividades diarias, por ejemplo, para cocinar, trabajar, etcétera.
Practica creando oraciones o conversaciones usando dichas palabras, por ejemplo, cuando cocines, trata de pensar cómo lo describirías en inglés el proceso, los ingredientes, los tips, etcétera.
Crea mapas mentales por situación
Es similar al consejo 1, pero este tip para aprender inglés rápido divide el vocabulario por situaciones. Por ejemplo, no vas a usar las mismas palabras al escribir un mail formal con tu jefe que al escribir por WhatsApp para pedir informes para comprar en una tienda de ropa. Puedes apuntar preguntas, saludos, despedidas y palabras claves para cada una de estas y otras situaciones. Esto te ayudará a memorizar y clasificar tu vocabulario.
Avanza paso a paso
Domina el vocabulario diario primero, después avanza a temas más complejos. Lee periódicos, noticias en línea, blogs. A menos que se traten de publicaciones británicas posh, la mayoría de las veces usan vocabulario y expresiones básicas que todo mundo utiliza diariamente, y que son las mismas palabras que podrías usar al hablar con un hablante nativo o al vivir en un lugar donde el inglés es lengua oficial.
Plantéate objetivos
Para aprender inglés fácilmente es primordial plantearte objetivos. Recuerda que los objetivos deben ser medibles y comparables. No se vale establecer un objetivo del tipo quiero ser más fluido al hablar. “Más fluido” no dice nada en términos prácticos. En lugar de esto te puedes poner como meta, por ejemplo, para el último día del próximo mes quiero hablar en inglés durante 5 minutos sin trabarme u olvidar palabras. Una vez que lo logres, puedes elevar el tiempo a 10 minutos y así consecutivamente hasta que aquella fluidez sea un hecho.
Cambia el idioma a inglés en tu computadora y en tu celular
Una de las recomendaciones para aprender inglés rápido más típicas es rodearte 24/7, o lo más posible, del idioma. Para eso no es necesario irte a vivir a un país donde esta sea la lengua oficial, basta con pequeños trucos como cambiar el idioma de tus dispositivos, esto te ayudará a convivir con el mismo vocabulario con el que los hablantes nativos interactúan todos los días: el de su teléfono y su computadora.
Haz intercambio de idiomas
Así como tú quieres aprender inglés, es muy probable que un hablante nativo de inglés quiera aprender o practicar su español. Para facilitar la tarea de encontrar a alguien así, han surgido múltiples plataformas de intercambio de idiomas. No es necesario que ninguno de los dos sean maestros, ya que como hablantes nativos pueden ayudarse mutuamente a sonar con más naturalidad y adquirir más confianza. Además es una excelente forma de hacer amigos en todo el mundo.
Haz del diccionario tu mejor amigo
¿Traductor o diccionario de inglés? Si bien hay momentos en el que uno u otro es de gran ayuda, el diccionario tiene la ventaja de que no te traduce la palabra, sino que te da su significado en inglés. Esto te obliga a que conozcas cosas nuevas en este idioma. Además puede integrar una inmensa red de palabras por conocer, esto es, al leer el significado de una palabra que no conoces puedes encontrarte con otra palabra desconocida para ti, la cual puedes buscar y probablemente te encontrarás con otro término que nunca habías escuchado, así hasta conocer cada día un poco más el idioma.
It has become a truism of humanitarian and social impact advocates that the words we use matter. When using terms or phrases that reflect the condescension, discrimination, or hatred of the past—even in jest—an individual can unintentionally undermine a person, practice, or institution. As an editor and communications professional, words are a medium that can be used or abused for good or ill.
Across time, words have shaped revolutions, nations, and wars. When the events of the past have expired into memories or dates on a page in some underused textbook, the words of famous men and women remain.
Gandhi would be the first to advocate that the pen is mightier than the sword.
Staring down the smiling Brazilian shopkeeper, I was suddenly reminded of the opposite challenge: when we have no words, what do we do? I couldn’t remember the last time I had failed to be understood, much less left speechless. Suddenly, I realized how much I had taken for granted my ability to communicate, regardless of context.
Within this publication, a number of authors have touted the benefits of global mindset, of getting outside your comfort zone through an intimate interaction with another culture, whether through the immersion of global pro bono, or through citizen diplomacy and cultural exchange. Confronting a circumstance in which words have little effect has a number of unexpected (and largely positive) consequences. When talking doesn’t work, listening intently is often the next-best option. It is these lessons in listening that enable us to better understand one another in the future, making us better leaders, collaborators, and friends. The more we listen, the more we understand.
The Numbers of Nonverbal Communication
My conversation with the shopkeeper, though imperfect, was ultimately successful. Between our limited understandings of one another’s language, much hand-gesturing, significant patience, and our hand-drawn map we were able to arrive exactly where the shopkeeper intended us to go. Unfortunately, it turned out that the shopkeeper’s intuition about the location of the Chalet, based on the photograph of the gate, was incorrect. Our map, while an accurate reflection of the shopkeeper’s direction, did not bring us to our anticipated destination. While the interaction didn’t immediately result in us finding our way, we were still successful in communicating and understanding each other under problematic conditions.
In such circumstances, non-verbal communication becomes vital in a way it never was before. In truth, when interacting directly with another, words make up only a tiny piece of mutual understanding. Experts approximate that 55 percent of communication is body language, 38 percent of communication is dictated by vocal tone, and only seven percent is actually the words we use.
Turning around and driving back to town, we stopped to ask another friendly passerby. “Rua Dom Pedro?” I queried, now confident at least of the road we were looking for. Straight past the quadrado, right, left, and right were the next set of directions. Now going in the opposite direction, I ignored the fact that the directions were exactly the same as those we had previously received from the shopkeeper. Executing the directions left us at the bottom of a hill, at a T-junction, contemplating whether we had reached the last right, or if we had somehow taken a wrong turn. A man stood next to a gate nearby. We rolled down the window: “Rua Dom Pedro?” The man shook his head. “Rua Dom Pedro?” he muttered something undiscernible under his breath.
For my husband, this was the final straw. Frustrated that I had allowed us to get so far with nothing but a hand-drawn map, he turned the car around and headed back to the shop.
I once again found myself standing in front of the persistently friendly shopkeeper when I had an almost comical realization. Was there a phone number? The shop owner generously offered for me to use his computer to check my email. There, in my inbox, was one unread message from my host, Sandra. “Alicia, please call to let me know when you will arrive!” her phone number listed below the message.
A phone call returned a male British voice. Confused, I spoke cautiously: “Hello… is Sandra there?”
“This is John Carlo, her husband. You must be Alicia.” Never had my mother tongue brought such relief.
Words Are Resources, Too
Words—in any language—are a complex tool, which in the hands of humankind have allowed our species to innovate and advance in powerful ways. In gentlemen’s agreements and contracts alike, words are the foundation of collaboration, partnership, and mutual understanding. Words are an important resource for solving problems, enabling or disabling the efforts of future leaders seeking to develop adaptive solutions to persistent problems in resource-constrained environments. The absence of a common language, while its own resource constraint, forces creativity, resilience, and persistence to find a way.
Whoever said that the pen is mightier than the sword definitely knew what they were talking about. To humans, words are more than a means of communication, they can shape our beliefs, behaviors, feelings and ultimately our actions. Although swords can coerce us, and threaten, nothing is more powerful than a tool which can shape our opinions.
When it comes to language and communication, the rule is that it’s not what you say, but what people hear. Words are one of the most powerful tools that we as humans possess; they can ignite revolutions or defuse tension. The problem is that words are underestimated as being central to thought and behavior processing as well as decision making.
Dr. Frank Luntz, author of Words That Work: It’s not what you say, It’s what people hear describes the decision making process and communication based on feeling rather than information. “80 percent of our life is emotion, and only 20 percent is intellect, says Luntz in a PBS interview. “I am much more interested in how you feel than how you think. I can change how you think, but how you feel is something deeper and stronger, and it’s something that’s inside you. How you think is on the outside, how you feel is on the inside, so that’s what I need to understand.”
Working as a pollster and a linguistics consultant, Luntz advises the Republican Party on their usage of words, their communications to the press and the world, and in a sense, changes the way that they direct their language to achieve the results that they desire from the public as a whole.
Because we hear so many words and messages in our daily lives, we have developed a system to deal with certain types of messages. People can engage in two types of message processing, either central processing, which is an active and critical thinking process, or peripheral processing, which takes cues from other parts of the message, and evaluates based on other things besides the actual meaning of the message. Central processing is triggered by certain queues, such as involvement and immediacy. In short, if something is going to affect someone and soon, they are going to listen carefully to the message. If they are interested, or compelled to listen, they are much less likely to evaluate what you are saying on a central level.
When it comes to messages of the mass media, most Americans process the information peripherally. This also includes political messages and information. When it comes to politics, the complexity of issues are reduced to peripheral cues like source credibility, attractiveness and emotional words like responsibility and family values.
When it comes to mass media messages, Americans process most information peripherally. Issues such as complexity and disinterest in the message can lead to decision making based on surrounding cues instead of triggering central processing and an active decision.
Politics is full of messages that are designed to trigger peripheral processing cues and behavior based on emotion rather than information. One word can be completely neutral in emotion while another word meaning the exact same thing can either spark love or rage in those that hear it. The emotion is the trigger, finding the words that cause the emotion is the job of linguistics experts like Luntz. His advise and consultation are partially responsible for the name change of the «Estate tax» to the «Death tax» and its subsequent elimination. «For years, political people and lawyers used the phrase «estate tax.» And for years they couldn’t eliminate it. The public wouldn’t support it because the word «estate» sounds wealthy, explains Luntz. «Someone like me comes around and realizes that it’s not an estate tax, it’s a death tax, because you’re taxed at death. And suddenly something that isn’t viable achieves the support of 75 percent of the American people. It’s the same tax, but nobody really knows what an estate is. But they certainly know what it means to be taxed when you die.»
Republicans have also crafted their language to neutralize the fear of hazards due to global warming. Instead of referring to global warmer, the concept is dubbed «climate change» which lessens fears associated with global warming. Because of this change of behaviors and beliefs simply by the change of words, Luntz has been accused of manipulating language and therefore the audience absorbing the message.
The manipulation is not only isolated to the political or corporate world. Science and science research have also attracted suspicious glances from the public. This is why issues such as stem cells research and other breakthrough technologies are reacted to as vehemently as they are. The public, without proper tools to understand, and bombarded with complicated names and jargon of the science and health fields, are left to jumping on hot button issues like stem cell research. For example, I recently wrote an article about new technologies to reprogram adult tissue cells to pluripotent iPS cells. A reader commented on my article, suggesting that scientists use language to manipulate the public and hide behind words to avoid the hassle from the public. According to the reader, » Scientist have to be more careful about the names they give to their new (life-linked) researches and all of its parts in order to avoid «Xtrem moralists», superstitious and «Science/Tech/Research enemies» witch all the time, are searching and digging for any word slim linkable to any moralist religious or superstitious concepts just to obstruct or forbid it. If Steam Cells technologies had been called something like «XMFT-007″ from its beginnings, Science wouldn’t have gotten all the troubles it has due ignorance. So next time, get abstract names for your new life-linked Research.»
Hiding behind abstract language is not the answer, effective communication is the key. This is another reason why people in power should use language which demonstrates clarity and reduces emotion. The public is also responsible for processing their information and relying on intellect instead of solely relying on peripheral cues. To better understand the way we react to information, research on communication is vital to understanding our reactions, emotions and how they build our behaviors and actions. With this information, we can better prepare effective communication to the public and also guard ourselves from fallacious or leading information designed to target our emotions. Because in the end «Its not what you say, its what they hear.»
A word has the power to change your life. Think about that for a moment because it is literally an Earth-moving statement – to change your life. For more than a decade, technology has brought words into our lives more than ever before. No longer are words just what we hear, write or read – they have become what we create and how we interact with the world around us.
We all grew up believing the children’s rhyme, “Sticks and stones may break my bones, but words can never hurt me.” Yet, at a certain point, you realized that was completely untrue and that words could hurt, just as you learned Pluto was a planet but many years later find out it is just a ball of ice no longer classified as a planet. Words, my friends, change everything! Words have a dramatic effect on what we know, how we interact with people and the decisions we ultimately make. Words can influence us, inspire us or just as easily bring us to tears.
Words change our relationships, our demeanor, our entire system of beliefs, and even our businesses. Being a planet or not being a planet makes a major difference, just as the words “I love you” or “I hate you” have majorly different meanings behind them. Words have a powerful and undeniably overwhelming influence on us – for good and, at times, for bad. Think for a moment how words have changed your life:
Marry me! It’s a girl! You have cancer. We lost him. You’re hired! You’re fired. We won! We lost. Guilty. Not guilty.
It may not seem intentional, but it has been. At the core, a large “organization of words” shift has taken place right in front of us. As a result, words have forever changed our lives and will continue to change our lives as never before. For the majority of us, not a single day goes by when we fail to interact and create relationships with words. Take Google, for example. Google is a company with a focus on classifying and organizing words. It is a very simple focus, really: to be better than any other entity at organizing words. Now, they may say they organize information, including documents, videos, photos, maps and more. But at the core, they are all words. A document may have many words, but they are always organized in a theme, and a theme can generally be focused to a sentence or title, and a title to a primary subject or word. The same goes for videos, photos, maps and more.
Imagine you are in a doctor’s office and you are told, “you have cancer.”
A single word “cancer” just changed your life and the lives of everyone close to you. Clearly, you listen to what your doctor says, but then you go to a place you know you can get a lot of answers – a search. You may do this when you get home to your computer or tablet or immediately on your mobile phone. But nonetheless, you begin to create and interact with the words by typing a few into the search box: “what is cancer” “cancer treatments” “cancer cures” “cancer survival.” Cancer comes in many forms, so perhaps your search is more specific: “what is triple negative breast cancer” “triple negative breast cancer treatments.” As you type, the words interact with you, providing answers to your questions. As a result, you learn of clinical trials as a treatment option, so you again leverage the interaction with words: “clinical trials for triple negative breast cancer,” and you find a powerful option that gives you another word – hope. Then and there, words and our relationship to them cross over into something that changes our life once again – twice in the same day, perhaps.
The meaning and value of words have become largely dependent on real-time demand, and therefore, the perceived value is determined solely by the epicenter of time and need. In other words, it’s determined when a moment in time crosses paths with a particular individual’s needs and the two interact. In the new economy, words also have an economic value. Therefore, a search for “cancer” is infinitely important and invaluable for the person that was just diagnosed, while the words “free shipping” may be most important and valuable for someone about to buy a “42inch 3D TV,” and both words have monetary value to some third party (i.e. a research institute or Sony) as well as the provider (i.e. Google or Amazon).
Services like Twitter have also focused on words (very few, in fact, given the 140 character limit), defining trends via hashtags (a word following a # – i.e. #cancer). That said, words transcend both search and Twitter. Words have become the key to everyday life. In our vehicles, many of us use words to get assistance, either via a service such as OnStar (I need help, my car won’t start) or via GPS (and don’t turn left when told to turn right, or the next word to leave your mouth may well be S%*T).
On eCommerce websites, such as Amazon.com, FatCork.com, BestBuy.com or even ColonialCandle.com, words change our experience: Free shipping, We recommend, One Click Checkout, Out of stock, Pre Order, etc. The way we interpret the end result of each of those seemingly simple words changes our present and future behaviors in real time. In fact, free shipping is still considered one of the top triggers to purchase.
In the media industry, search – both paid search and organic (SEO) – is a huge segment of the industry developed around and focused on the use of words. Words have implications in both paid search and SEO. One of the biggest factors includes relevancy: how relevant are the words searched – to the text ad copy – to the words on the landing page – to the words on the website? They are all interconnected. Words have interconnected us with technology.
Consider the new iPhone 4S. A new feature is Siri, a tool that uses words to assist the user (and with amazing accuracy). By speaking out loud to the phone, users can send messages, schedule meetings, find nearby restaurants, make phone calls and more. If you haven’t tried it, you should. You will want to buy the new iPhone 4S just for this feature. In fact, Siri might even save your life, given you no longer have to look at the phone to select a number to dial, thus keeping your eyes on the road.
Words also have great impact in the social media context. If a company truly manages social correctly and mines the data for trends via social intelligence analysis, what they would find are great differences in their customer mindset, purchase strategy, message associations and ultimately needs. This learning can translate into applied strategies in Customer Service, TV, Print, Outdoor, Event and Digital Media channels to further connect with customers in a way – and in words – the customer wants and expects from the business, instead of what the business thinks the customer wants.
Finally, words also have powerful meaning in religion. Great debates and even wars occur over the use and meaning of certain words in religious context. Consider the great differences in thought that occur simply with the mention of the words God, Allah and Buddha. The same can be said for politics. You will get strikingly different responses from everyday ordinary folks with just the simple mention of Republican, Democrat or Tea Party.
Words have forever changed our lives. They change our perspective, buying habits, moods and even how we use technology. Perhaps they help you find a friend, a product, a service, a job, a spouse, get a recommendation or even save your life.
Once you have spoken words, they are no longer yours. Other people will translate them, evaluate them, and measure them. Choose your words, make them appropriate for the situation, and be aware of the power of words. Poorly chosen words or speech used for personal, hubris, or evil can impact self-esteem, destroy morale, kill enthusiasm, inflame bias, incite hatred, lower expectations, hold people back, and even make people physically or mentally ill. Inappropriate words can make work and home toxic, abusive environments. There are many empirical studies showing that people who live and/or work in toxic environments suffer more colds, more cases of flu, more heart attacks, more depression, more of almost all chronic disorders, physical and emotional, than people who report living and/or working in happy, enjoyable, caring environments.
The old parental advice, “Sticks and stones can break your bones, but words can never hurt you,” was simply bad advice. However, well-chosen words or speech for the benefit of good or hope for others can motivate or inspire others to greater feats and deeds. They can offer hope; create vision; impact thinking beliefs and behavior of others; and alter results of strategy, plans, objectives, and people’s lives.
Peggy Noonan, the national syndicated columnist, knows a thing or two about words and how they impact us. She wrote recently about the advice Clare Boothe Luce once gave the newly inaugurated U.S. President John F. Kennedy. Ms. Luce was truly a remarkable woman. Her career spanned seven decades and nearly as many professional interests—journalism, politics, theatre, diplomacy, and intelligence.
According to Ms. Noonan, the sentence idea comes from a story Clare Boothe Luce told about a conversation she had in 1962 in the White House with her old friend John F. Kennedy. She said she told him that “a great man is one sentence.” His leadership can be so well summed up in a single sentence that you don’t have to hear his name to know who’s being talked about. “He preserved the union and freed the slaves” or “He lifted us out of a great depression and helped to win a World War.” You didn’t have to be told “Lincoln” or “FDR.”
She wondered what Kennedy’s sentence would be. She was telling him to concentrate, to know the great themes and demands of his time, and focus on them. It was good advice. History has imperatives, and sometimes they are clear. Sometimes they are met, and sometimes not. When they’re clear and met, you get quite a sentence (Wall Street Journal 2009).
Let’s look at a more contemporary example: the historic 2012 presidential debates. These debates may have more significance than previous ones because of the words chosen by the candidates, their rhythm, and their physical, nonverbal cues. A big part of communicating successfully depends on how well we negotiate the paradox of how the vast majority of human communication is conducted.
We know that more than 97% of human communication involves nonverbal cues (body language). To have a successful presentation, speech, or presidential debate performance, we must compose a sophisticated but seamless message, uniting our words in the proper rhythm, and use the corresponding nonverbal cues. If the words chosen don’t match the nonverbal cues or vice versa, the audience will be confused and the message will be diminished or, worse, ignored.
In the world of movies, theater, art, and entertainment, words have a dramatic impact. In a recent Wall Street Journal edition, a special report entitled “What’s In a Name?” discussed a number of box office successes that might have had a different result if their original titles had not been changed. For example, the Bogart classic Casablanca had an original title of Everybody Comes to Ricks. The Julia Roberts/Richard Gere blockbuster Pretty Woman had an original title of $3,000. The successful G.I. Jane was supposed to be released as In Defense of Honor. The world might not have ever remembered Diane Keaton and Woody Allen in Anhedonia, which was fortunately changed to Annie Hall (Wall Street Journal 2012).
Words have the power to affect both the physical and emotional health of people to whom we speak, for better or for worse. Words used to influence are inspiring, uplifting, and challenging. They encourage, motivate, and persuade; they can be visionary; they can change people’s lives for the better. Verbal communication is a powerful human instrument, and we must learn to use it properly. We need to not only learn to think about speaking in new ways, but also learn to think about language and human nature, psychology, and sociology.
Throughout history, there have been many examples of memorable quotes to demonstrate how what is said is just as important as how it was said. For example, when Lyndon B. Johnson was stumping for political office, he was debating an opponent and was asked the difference between himself and the opposing candidate. He famously replied, “He matriculated and I never matriculated.”
Some of the most famous speeches made by Abraham Lincoln are memorable not just for the message, but also for the fact that he condensed an enormous amount of information into them. It was not only the power of his words, but also his cadence that made the impact of the speeches more powerful. His second inaugural speech was only 700 words and the Gettysburg Address was just under three minutes.
The power of words can actually harm others. Power verbs express an action that is to be taken or that has been taken. When used correctly, a powerful verb has the power to impact your life whether you are going into battle, running for president, or simply interviewing for a job. Researchers have observed that when students are given standardized tests and told the tests are “intelligence exams,” the average scores are from 10% to 20% lower than when the same exam is given to similar students and told it is “just an exam.”
We know that words create impressions, ideas, images, concepts, and facsimiles. Therefore, the words that we hear and read influence how we think and consequently how we behave. This means there is a correlation between the words we select and use and the results that occur.
Using powerful verbal imagery helps people to imagine vivid images and allows people to figuratively and literally see concepts being mentioned. This was first discovered in the early twentieth century and was initially known as the Perky effect and later called visual simulation. Individuals can project abstract thoughts. Almost everyone does this from time to time, but we refer to it as daydreaming. When a person daydreams, he is completely awake and his eyes are wide open, yet he imagines being somewhere else, doing something else, seeing smoothly, and doing something else.
Visual simulation impacts what people hear and how fast they respond. A cognitive psychologist, Rolf Zwann, has done a lot of research on how people describe objects and shapes to which they are exposed. The experiment includes just showing people visuals, asking for responses, and providing audio prompts before the visual stimulation. The results indicated people respond faster if they are given visual and aural stimulation before being asked to see the shapes. (Bergen 2012, 95). Many studies have confirmed that people construct visual simulations of objects they hear or read about.
People construct shape and orientation simulation. Studies show that when people listened, they more often looked at the set of objects that fit with the meaning of the verb, even before they heard the name of the relevant object. People make predictions about what the rest of the sentence will contain as soon as words that they have already heard start to constrain what could reasonably follow. People start to cobble their understanding of the sentence incrementally (Bergen 2012, 125).
Grammar helps get the visual simulation going by pulling together all the pieces contributed by the words in the correct configuration. People will more easily and clearly understand and comprehend your meaning if you have structured your sentence correctly.
Do you remember when you were taught the famous comeback as a kid «sticks and stones may break my bones but words will never hurt me»? We all know how far from the truth that saying is. We are all aware of the enormous power in the meaning of the spoken word and what it means to the person who is on the receiving end. I’m sure you have been the recipient of words of wisdom, words of encouragement, or words of praise. On the other hand we have all experienced condescending words, words that hurt, words that destroyed our spirit, or words that have made us angry.
It is critical that your spoken word is carefully chosen in order to ensure success in all aspects of your life. Words influence your thinking and reinforce concepts within the psyche. The psychological association with the words you speak can affect the outcome of your goals and at what level you achieve. Words that are badly chosen can slaughter your passion, lower your sense of worth, and sabotage your level of enthusiasm. This can retard your progress and produce anemic results. Words that are well chosen can stimulate the psyche, rekindle enthusiasm, generate more insight and vision, increase your expectations, and produce greater outcomes.
The spoken word you choose creates an impression of you and the image you want to portray. If you want to be perceived in a certain way, the words you choose can help you or hurt you. If you want to make and keep friends your spoken word can make it happen. If you want to influence others, choose carefully your words. If you want to drive them away, don’t.
Let us examine the power of words and the words we choose. You know how your words affect others; you can analyze the feedback you get. If you truly want to succeed and be a winner, pay special attention to the words that flow from your mouth. Use it to work for you not against you. Begin today to pay close attention to your spoken word, you will be amazed the power that lies within.
When Words Do Damage
«Handle them carefully, for words have more power than atom bombs.» -Pearl Strachan
If not carefully chosen, our spoken word can wound others. These wounds can stay with someone for years to follow and affect them in ways we could never imagine. The power of the spoken word is so great that not only can we destroy someone but our words can cause us to self-destruct as well.
Words can be used to slander, to lie, or to destroy the reputation of someone. When one does such things they seldom stop to think of the negative psychological impressions that are implanted into their psyche. After a while it can become almost impossible for this person to utter words of encouragement to others. As the words become more contaminated one’s persona can have a tendency to change as well. Before long this individual may not be able to recognize his/her pattern of speech and why others seem to be repelled by it.
Words have the power to ruin relationships. If words are not chosen carefully, relationships can be destroyed, jobs can be lost, or customers can leave. Remember in life we are constantly engaged in relationships with people. Many of these relationships can promote our success in life. It is of utmost importance that our words are chosen wisely to build relationships and not destroy them.
Parents we sometimes wound our children by the words we speak to them. Unable to cognitively understand why their parents speak to them in a derogatory way, they grow up feeling insecure or put down. By not choosing your words carefully, by talking down to your children, or yelling at them, it can cause serious long-lasting emotional and psychological damage to their tender minds.
Examine the words you speak. Are they destructive? Are the spoken well? Do they encourage or put others down? Make a special effort to choose your words more carefully – they are a reflection of what’s on the inside.
Encouraging Words
One of the most powerful things your words can do is to change the world in which you live. By your choice of words you can influence others in positive ways and as a result achieve peace and prosperity in your life. The following are ways to realize that:
Pay a genuine compliment or a kind word to someone who crosses your path.
Say something nice to build someone’s self-esteem and self-confidence.
Your power of words can encourage and motivate someone by saying «you did a good job.»
Say words of comfort to someone sad or grieving.
Use your words to admit when you were wrong.
Use your words to say «I’m sorry»
Don’t forget to say «Thank You»
Use your words to show appreciation
Use your words to show respect for others.
Say thing funny to make someone smile and brighten up their day.
Use your words to help that special someone in your life feel secure with your love.
Use your words to speak to God from your heart to give thanks for the blessing in your life.
Use your words to praise your child for their efforts.
Say words to let your children know what a gift they are to you.
Start today to make a conscious effort to monitor your words. Make it a point to bring friendly words into every relationship in your life. Learn to respond in ways that disperse good and positive energy into the world around you. Be aware that the power you have in your words can move people to act in helpful or harmful ways. Use it to empower self and others.
Choosing Your Words
According to a study carried out by a professor at Penn State University, it showed that irrespective of age or culture, there are many more words in our vocabulary that expresses negative rather than positive emotions.
Our spoken word could mean the difference between failure and success. In choosing more carefully your words it’s essential to envision the impact you want to have on the people around you. Think about how your plans for achieving your goals can be affected positively or negatively by the words you choose? Let’s look at some common negative words we use and how we can make better choices.
Change «Problems» to «Challenges». By looking at the situation as a challenge it is perceived as temporary and solvable.
Change «I can’t» to «I can» or «I will».
Change «Should Have» to «Could Have». By doing so it removes guilt and shame and puts no one down.
Change «Always» to «Often» and «Never» to «Seldom». These two words are exaggerated words and do not convey an accurate meaning. They cause others to become defensive and you seldom get the results you need.
Change «Mistakes» to «Life’s Lessons». This removes the guilt and shame and allows us to learn from the past.
Remember, a positively spoken word is a powerful affirmation. It can replace any subconscious cues that have the potential to sabotage your success in life. Become more aware of the negative words you say and try to catch yourself saying them.
The spoken word has the power to play a destructive or constructive role in your life. I hope I have helped to bring more awareness to the power of words that flow from you and the impact it has on your world. Always remember to THINK before you discharge your words.
Edward Morgan Forster was the only child of Edward Morgan Llewellyn Forster who was an architect by profession and Alice Clara Lily. He was born in January 1879 in London. Both his parents died in his childhood leaving him with a legacy of 8000 Pounds. This money helped him in his livelihood and enabled him to follow his ambition of becoming a writer. His schooling was done at Tonbridge School in Kent where the theater got named after him. He attended Cambridge University where his intellect was well groomed and he was exposed to the Mediterranean culture which was much freer in comparison to the more unbending English way of life. After graduating he started his career as a writer; his novels being about the varying social circumstances of that time. In his first novel ‘Where Angels Fear to Tread’, which was published in 1905, he showed his concern that people needed to stay in close contact with their roots. The same pattern of theme was followed in ‘The Longest Journey’ (1907) and ‘Howards End’ (1910) which is a motivating story about two sisters Margaret and Helen who live in a house called Howards End. Margaret marries Henry Wilcox, a businessman and brings him back to Howards End. Howards End was the first successful novel by Forster. He also wrote a comic novel named ‘A Room with a View’ in 1908. This was the most optimistic of all his novels and was also made into a film in 1985.
In 1911 Forster also published several short stories with a rustic and unpredictable writing tone. These include ‘The Celestial Omnibus’ and ‘The Eternal Moment’. During 1912 and 1913 he traveled to India with his close friend Syed Ross Masood. His novel ‘Maurice’ was written in 1913; its subject matter revolved around a homosexual theme as he himself was a non declared homosexual. However this book was published after his death nearly sixty years after he wrote it. Many of his books had a similar theme but this one did raise suspicions as his sexuality was not open to the public. Forster visited India again in the early 1920s where he was the private secretary to Tukojirao III, the Maharajah of Dewas. In his novel ‘The Hill of Devi’ he tells a non-fictional version of his trip. His book ‘A Passage to India’ was published in 1924 receiving great appreciation. Forster was also awarded the ‘James Tait Black Memorial Prize’ following this successful novel.
Apart from homosexuality, another notable factor in Forster’s writing is symbolism as a technique and mysticism. In his book ‘Howards End’ there is a certain tree and in ‘A Passage to India’ the characters have this ability to connect to unknown people.
He also wrote for many magazines like ‘The Athenaeum’. He was against filming books. In his opinion a film or stage performance did not do justice to a literary piece of work. Despite that many of his works were adapted to films which were highly praised. In 1946 Forster was voted as an honorary ‘Fellow’ of King’s College. He was presented knighthood in 1949; an offer he declined. He was made a ‘Companion of Honor’ in 1953 and in 1969 a member of the ‘Order of Merit’. Forster continued to write till his death on 7th June 1970 due to a stroke.
Forster wrote about his Humanism in a famous essay entitled What I Believe. He was a Vice-President of the Ethical Union in the 1950s, and a member of the Advisory Council of Humanists UK from its foundation in 1963.
His work and viewpoint were summed up in a series on British Authors (Cambridge University Press) as:
“the voice of the humanist – one seriously committed to human values while refusing to take himself too seriously. Its tone is inquiring, not dogmatic. It reflects a mind aware of the complexities confronting those who wish to live spiritually satisfying, morally responsible lives in a world that increasingly militates against individual’s needs. Sensitively and often profoundly, Forster’s fiction explores the problems such people encounter.”
E M Forster is one of the greatest of British twentieth-century novelists, his well known novels including A Passage to India, Howard’s End and A Room with a View. His open-minded and humanist view of life is seen in his novels in their focus on human relationships and the need for tolerance, sympathy and love between individual human beings from different parts of society and different cultures. He shared many ideas with, and was friendly with, members of the Bloomsbury Group. Several of his novels have been made into successful films which you may have seen. He wrote and spoke in favour of tolerance in many areas of life, and he vigorously opposed censorship. He was President of the National Council for Civil Liberties (now known as Liberty). Forster called himself a humanist, and was President of the Cambridge Humanists from 1959 to his death. He was a Vice-President of the Ethical Union in the 1950s, and a member of the Advisory Council of Humanists UK from its foundation in 1963.
In What I Believe he wrote:
“I do not believe in Belief. But this is an Age of Faith, and there are so many militant creeds that, in self defence, one has to formulate a creed of one’s own. Tolerance, good temper and sympathy are no longer enough in a world where ignorance rules, and Science, which ought to have ruled, plays the pimp. Tolerance, good temper and sympathy – they are what matter really, and if the human race is not to collapse they must come to the front before long.”
After an unhappy conventional middle-class upbringing and public school education, Forster found the intellectual freedom of Cambridge, where he spent much of the rest of his life, liberating; he began to question religious belief while a student there. After reading Lowes Dickinson’s The Meaning of Good(which replaced God with Good, an influential idea at the turn of the century) he walked down King’s Parade declaring, ”You shall never take away from me my meaning of Good.” This underpinned his humanist view that it is possible to be good without a belief in a god.
His travels in Italy were another liberating experience and are reflected in two of early novels, Where Angels Fear to Tread and A Room with a View. He wrote: “Italy is a beautiful place where they say ‘Yes’ and the place where things happen.” This openness contrasted with the narrow-minded attitudes of the British middle-class. Another early novel was The Longest Journey. This was more personal and drew on his own experiences at school and university. The main character has a club-foot – a symbol for people who are different from the norm but have the right, nevertheless, to be treated equally.
Forster’s two masterpieces are A Passage to India and Howard’s End. The latter is prefaced with the phrase “Only connect”. It is about the need for two parts of society – the intellectual and cultural, and the commercial, to meet and understand each other. He writes not only about the need for society to be interlinked as a whole, but of the need for individuals to “connect the prose and the passion”, to link their rational and emotional sides. A Passage to India arose from his friendship with individual Indians and from his visits to India. During one, he became private secretary to the Maharajah of Dewas – but he wanted to know Indian people and life rather than the tea parties and bridge games of the British people living in India. In the main character, Dr Aziz, Forster brilliantly creates a character from a different civilisation from his own. At that time, India was ruled as a part of the British Empire. Forster felt deeply that this situation prevented the Indians and British from being true friends. The novel ends with one of the main characters, the Englishman Fielding, saying to Aziz, “Why can’t we be friends now? … It’s what I want. It’s what you want.” It is said that this novel played an important part in changing attitudes in Britain, and thus helped the movement towards Indian independence.
Forster was gay. He fell in love with Muhammad, a bus conductor, while working for the Red Cross in Cairo during the First World War. Later, after Muhammad’s death from tuberculosis (TB), he fell in love with a policeman with whom he had a close relationship for the remainder of his life. He wrote a novel,Maurice, depicting the problems of gay men at a time when homosexuality was illegal. He decided it should not be published until after his death, and he did not reveal his homosexuality publicly during his lifetime.
E.M. Forster’s A Passage to India was written at a time when the end of the British colonial presence in India was becoming a very real possibility. The novel now stands in the canon of English literature as one of the truly great discussions of that colonial presence. But, the novel also demonstrates how friendships attempt (though often failing) to span the gap between the English colonizer and the Indian colonized.
Written as a precise mixture between a realistic and recognizable setting and a mystical tone, A Passage to India shows its author as both an excellent stylist as well as a perceptive and acute judge of human character.
Overview
The main incident of the novel is the accusation by an English woman that an Indian doctor followed her into a cave and attempted to rape her. Doctor Aziz (the accused man) is a respected member of the Muslim community in India. Like many people of his social class, his relationship with the British administration is somewhat ambivalent. He sees most of the British as enormously rude, so he is pleased and flattered when an English woman, Mrs. Moore, attempts to befriend him. Fielding also becomes a friend, and he is the only English person who attempts to help him after the accusation is made. Despite Fielding’s help, Aziz is constantly worried that Fielding will somehow betray him). The two part ways and then meet many years later. Forster suggests that the two can never really be friends until the English withdraw from India.
Wrongs of Colonization
A Passage to India is a searing portrayal of the English mismanagement of India, as well as an accusatory missal against many of the racist attitudes the English colonial administration held. The novel explores the many rights and wrongs of Empire and the way in which the native Indian population was oppressed by the English administration. With the exception of Fielding, none of the English believe in Aziz’s innocence. The head of the police believes that the Indian character is inherently flawed by an ingrained criminality. There appears to be little doubt that Aziz will be found guilty because the word of an English woman is believed over the word of an Indian.
Beyond his concern for British colonization, Forster is even more concerned with the right and wrong of human interactions. A Passage to India is about friendship. The friendship between Aziz and his English friend, Mrs. Moore, begins in almost mystical circumstances. They meet at a Mosque as the light is fading, and they discover a common bond. Such friendships cannot last in the heat of the Indian sun nor under the auspices of the British Empire. Forster ushers us into the minds of the characters with his stream-of-consciousness style. We begin to understand the missed meanings, the failure to connect. Ultimately, we begin to see how these characters are kept apart. A Passage to India is a marvelously written, marvelously sad novel. The novel emotively and naturally recreates the Raj in India and offers insight into how the Empire was run. Ultimately, though, it’s a tale of powerlessness and alienation. Even friendship and the attempt to connect fails.
A Passage to India (1924) is a novel by E. M. Forster set against the setting of the British Raj and the Indian Independence Movement in the 1920s. It was considered as one of the 100 great works of English literature by the Modern Library and won the 1924 James Tait Black Memorial Prize for fiction. Time magazine included the novel in its “TIME 100 Best English-language Novels from 1923 to 2005”
The story centers around four characters: Dr. Aziz, his British friend Cyril Fielding, Mrs. Moore, and Adela Quested. During a tour to the Marabar Caves (modeled on the Barabar Caves of Bihar), Adela blames Aziz of attempting to assault her. Aziz’s trial, and its run-up and consequences, draw out all the racial tensions and prejudices between indigenous Indians and the British colonists who rule India. In A Passage to India, Forster employs his first-hand knowledge of India.
Foster started writing A Passage to India in 1913 just after his first visit to India. The novel was not revised and completed, however, well until after his second stay in India in 1921 when he served as Secretary to the Maharaja of the Dewas State Senior. Published in 1924, A Passage to India examines the racial misunderstandings and cultural hypocrisy that characterized the complex interactions between Indians and the English toward the end of the British occupation of India.
This book defiantly would be a brilliant choice for those who are keenly interested in Indian history and culture.
A Passage to India Summary
Dr. Aziz had been doubly snubbed that evening. He had been summoned to the Civil Surgeon’s house while he was taking his supper. When he arrived at the Civil Surgeon’s house he found that his superior had gone to the club without bothering to leave any message. In addition, two English-women emerged from the house and departed in his hired tonga, without even thanking him.
The doctor started going back towards the city of Chandrapore on foot. He was tired and he stopped at a mosque to rest. He was furious when he saw an English woman emerge from behind its pillars with her shoes on as he thought. Mrs. Moore, however, had come barefoot to the mosque. Finding her to be decent and friendly, Dr. Aziz engaged with her in conversation. .
Mrs. Moore had newly arrived from England to visit her son, Ronny Heaslop, the City Magistrate. Dr. Aziz found that they had common ground when he learned that she did not care for the Civil surgeon’s wife. Her disclosure prompted him to toll her about the usurpation of his carriage. The Doctor walked back to the club with her. As an Indian, he could not be admitted.
At the club, Adela, Ronny Heaslop’s prospective fiancée declared that she wanted to see the real India, not the India which came to through the rarified atmosphere of the British colony. To please ladies, one of the members offered to hold, what he whimsically termed, a bridge party and to invite some native guests.
The bridge party was a miserable affair. The Indians retreated one side of the lawn and although the conspicuously reluctant of British ladies went over to visit the natives, an awkward prevailed.
There was, however, one promising result of the party. The Principal of the Government College, Mr. Fielding, a man, who apparently felt neither rancour nor arrogance towards the Indians, invited Mrs. Moore and Adela to a tea party at his house. Upon Adela’s act Mr. Fielding also invited Professor Godbole, a teacher at his school, and Dr. Aziz.
At the tea, Dr. Aziz charmed Fielding and the guests with the elegance and fine intensity of his manners. But the gathering broke up on a discordant note when the priggish and suspicious Ronny Heaslop .chastised Fielding for leaving Adela, his fiancée, alone with Aziz and Godbole. :
Adela, irritated by Heaslop’s callous behaviour, informed him that she did not intend marrying him, but before the evening was over she had changed her mind. During the course of a drive in the Indian countryside, a mysterious figure, perhaps that of an animal, loomed out of the dark and nearly upset the car in which they were riding. Their mutual loneliness and a feeling of the unknown drew them together and Adela asked Ronny to disregard her earlier refusal.
The one extraordinary thing about the city of Chandrapore was a phenomenon of nature known as the Marabar Caves located several miles outside the city. Mrs. Moore and Adela accepted the offer of Dr. Aziz to escort them to the caves; but the visit proved catastrophic for all. Entering in one of the caves, Mrs. Moore realized that no matter what was said the walls returned only a prolonged, booming and hollow echo.
Pondering over that echo while she rested, and pondering over the distance that separated her from Dr. Aziz and Adela and from her own children, Mrs. Moore saw that all her Christianity, all her ideals of moral good and bad, in short, all her ideals of life amounted only to what was made of them by the hollow and booming echo of the Marabar Caves.
Adela entered one of the caves alone. A few minutes later she rushed out terrified; saying that she had been nearly attacked in the gloom. Dr. Aziz, the doctor was arrested.
There had always been a clear division between the natives and the British ruling community, but as the trial of Dr. Aziz drew nearer, each group demanded strict loyalty. When Mrs. Moore told her son that she was sure that Dr. Aziz was not capable of the alleged crime he advised her to go back to England. And when Fielding expressed an identical opinion at the club, he was promptly ostracized.
The tension which marked the opening of the trial had a great affect on all concerned. The first sensational incident occurred when one of Dr. Aziz’s friends rushed into the court room and shouted that Ronny Heaslop had smuggled his mother out of the country because she would have testified to the Doctor’s innocence. When restless Indian spectators heard the name of Mrs. Moore, they worked it into a kind of chant as though she had become a deity. The English colony was not to learn, until later, that Mrs. Moore had already died, aboard the ship.
The second incident concluded the trial. It was Adela’s testimony. The effect of the tense atmosphere of the court-room, the reiteration of Mrs. Moore’s name, and the continued presence of a buzzing sound in her ears since the time she left the caves, produced a trance-like effect upon Adela. Under the interrogation of the prosecuting attorney, she recollected the events at the caves. When she reached the moment of her lingering in the cave, she faltered, suddenly changed her mind and withdrew all charges.
After the conclusion of the trial, Chandrapore remained a bedlam for several hours. The Britishers sulked while the Indians excluded. AS for Adela, so far as British India was concerned she had crossed the line. Ronny Heaslop carefully explained that he could no longer associated with her. After accepting Fielding’s hospitality for a weeks, she returned home. In spite of Dr. Aziz’s increased antipathy to the Britishers, Fielding persuaded him not to press Adela for legal damages.
Two years later, Dr. Aziz became the court physician of an aged Hindu potentate who died on the night of the Krishna festival. The feast was a frantic celebration and the whole town was under spell when Fielding arrived on an official visit. Fielding had got married and Dr. Aziz assuming he had married Adela Quested, avoided his old friend. When he ran into him accidentally, however, he was Mrs. Moore’s daughter Stella, whom Fielding had married. The Doctor felt more embarrassed at his mistake.
The rape that never was: Forster and ‘A Passage to India’
E.M. Forster died 50 years ago, at the age of 91 on June 7, 1970. But it feels that he has been gone for much longer, because the last novel he published in his lifetime was nearly 100 years ago — A Passage to India, in 1924. His long terminal silence was in stark contrast to the brisk fecundity with which he had begun, publishing four novels in the five years between 1905 and 1910.
These included The Longest Journey, an autobiographical novel about his student days of long walks and longer idealistic discussions at King’s College, Cambridge, and a state-of-England novel, Howard’s End, about the class question and the issue of materialist versus spiritual inheritance. In between came his two ‘Italian’ novels, Where Angels Fear to Tread and A Room with a View, in which young English ladies on reaching that fabled country promptly throw their primness to the winds and begin behaving in erotic Mediterranean ways.
Reversing stereotypes
It is A Passage to India, however, which remains Forster’s undoubted masterpiece, a modern classic that regularly ranks high in every poll of the 100 Best Novels on both sides of the Atlantic. It has a special appeal for us in India for it is probably the best novel ever written about the country by an Englishman. Together with half a dozen short stories by Rudyard Kipling and his poetic peripatetic saga Kim (1901) depicting an earlier era, Forster’s novel remains an enduring literary monument of the 200 years of British rule in India. It preserves for us human feelings and attitudes from that fraught period as only literature can.
The story of A Passage to India hinges on a rape that never was. A white young woman accuses a charming Indian Muslim doctor of having assaulted her in a dark cave during a picnic, but at the trial of the accused a few weeks later, she goes to the witness box and says she cannot be sure and is withdrawing all charges.
The pukka sahebs for whom she has become a rallying point of racial honour lose face and the impassioned Indians milling around the court are jubilant as Dr. Aziz walks free. The heroically honest young lady, Adela Quested, is obliged to slink quietly back to England and be left on the shelf, instead of marrying the City Magistrate which she had come out to India to do.
Forster here boldly reverses many Raj stereotypes. The race-and-rape narrative had been common in English novels about India ever since the “Mutiny” of 1857 when several such incidents were believed to have happened. The trope of an oppressed ill-treated native raping a woman of the master race in a token act of revenge for the greater crime of the coloniser having raped his country had been inaugurated in English literature by Shakespeare in The Tempest (1611).
In this play, the last that Shakespeare wrote, the dispossessed and enslaved native Caliban is accused of raping the usurper Prospero’s virginal daughter Miranda, to which he retorts that he wishes he had actually raped her and populated the island with many little Calibans! In a variation on the theme, white women living in tropical colonies sometimes half-wishfully fantasised that they had been raped by a native. Many strands of this potent colonial situation are brought to bear by Forster on the episode in his novel.
Resounding nullity
But then he raises the stakes even higher. He chooses as the venue for the non-rape the Marabar Caves, modelled on the Barabar Caves near Bodh Gaya, the oldest known rock-cut caves in India that have a religious significance encompassing Buddhist, Jain and Hindu beliefs. They are described by Forster as being primal, in being bereft of all carving or sculpture (though one of them, the Lomas Rishi Cave, has in fact a highly ornate entrance). In the novel, the caves generate a bewildering echo which does not return the original human sound but each time utters “Boum!” — which may sound close to “Om” but is deliberately a negation of that pious expectation.
It is within such an elemental womb of resounding nullity that Adela Quested believes an Indian man followed her and attempted to assault her.
As the manuscript reveals, Forster wrote and rewrote this episode many times, apparently because he had no clear idea of what he wanted to happen in the cave, except that he wished this key event to have some large philosophical import. He wanted it to be a “mystery” but it seemed to have turned into a “muddle,” two terms that Forster himself used interchangeably. In an instance of the mimetic fallacy, Forster seems to have thought that if India was a muddle, it had best be represented in a muddled way.
When the novel came out and an old Cambridge friend wrote to ask what exactly happened in the cave, Forster just muddied the waters more: “In the caves it is either a man, or the supernatural, or an illusion. And even if I know!” Perhaps his difficulty here was that he could not abruptly turn symbolic in the middle of a novel which he had written throughout in the comic-ironic mode. A brief abstinence from narratorial omniscience could not all of a sudden raise the comic to the cosmic.
Politically sanitised
Another inconsistency or fissure in the novel is caused by the fact that Forster had begun writing it in 1912 but finished it only in 1924. Meanwhile, a World War had been fought in Europe and the political situation in India had undergone a sea change. The draconian Rowlatt Act had been passed and unarmed protesters against it had been massacred in Jallianwala Bagh in 1919. The following year, Gandhi had launched the nationwide Non-cooperation Movement which had mobilised the entire nation. None of this is reflected in the novel (except for a single allusion to the “crawling order” in Amritsar), so that when the novel was published in June 1924, it already seemed outdated and politically sanitised. Forster may not have known this but just a few months later, in January 1925, Premchand would publish his epic novel of Gandhian nationalism, Rangabhumi.
There are other things here, however, that Forster gets brilliantly right. As Adela walks up the hill with Aziz in a haze of mounting heat and makes desultory conversation with him about his marriage and wife, her subconscious mind is occupied with the vexing question of whether she herself loves the man she is planning to marry. It may not be quite the stream-of-consciousness method that Forster’s Bloomsbury friend Virginia Woolf practised but it is an eddy of Adela’s covert emotional turmoil that the hapless Aziz is sucked into.
Aziz himself is portrayed as a hugely charming but volatile and sentimental man. He obsesses about past Muslim glory when the Mughal emperors ruled the land. His hero among them is not Akbar, whom he calls “half a Hindu,” but Alamgir (i.e., Aurangzeb) who was firm of faith. Later, the Brahmin Godbole (“sweet of speech”) finds Aziz a job in a Hindu princely state safely away from British India, where Aziz, as his ally, is regarded as a Brahmin too and the two “often joke about it together”.
Forster gave up writing novels after A Passage to India because, as a homosexual, he said he had lost interest in love between man and woman which is the staple theme of the English novel. (Of his five man-woman novels, three feature broken engagements.) His one homosexual novel, Maurice, which he wrote in 1913 while A Passage to India hung fire, was published posthumously in 1971. Meanwhile, he had abandoned or burnt several other pieces of such furtive fiction.
Another vein of writing which he gave up no sooner than trying it out was science fiction. In his dystopian short story, ‘The Machine Stops’ (1909), each person lives deep below the surface of the earth in stark “isolation” in a cell, all communication is by “pneumatic mail” or by a Skype-like device, and there is a Book of the Machine which each person swears by and worships. Until, of course, the Machine stops and almost everyone perishes as they try to scramble up to the natural surface of the earth. (But there is no pandemic; just a Big Brother dehumanised into a Machine.)
The less Forster published in his last decades, the more his fame grew. He became in particular the patron saint of aspiring Indian writers in English including Mulk Raj Anand (whom he once called “Mulk of cow” in mild exasperation), Raja Rao and Ahmed Ali, all of whom he helped find publishers in England. In those pre-postcolonial times, Forster had mocked Indian nationalist aspirations even on the last page of A Passage to India (“India a nation!”), and he seemed to think of “politics” as a dirty word. But his own goodness and faith in personal relationships made him an icon of the Liberal humanism that he had grown up with, and privately he continued to swear by “the secret understanding of the heart”.
Except for the Marabar Caves—and they are twenty miles off—the city of Chandrapore presents nothing extraordinary. Edged rather than washed by the river Ganges, it trails for a couple of miles along the bank, scarcely distinguishable from the rubbish it deposits so freely. There are no bathing-steps on the river front, as the Ganges happens not to be holy here; indeed there is no river front, and bazaars shut out the wide and shifting panorama of the stream. The streets are mean, the temples ineffective, and though a few fine houses exist they are hidden away in gardens or down alleys whose filth deters all but the invited guest. Chandrapore was never large or beautiful, but two hundred years ago it lay on the road between Upper India, then imperial, and the sea, and the fine houses date from that period. The zest for decoration stopped in the eighteenth century, nor was it ever democratic. There is no painting and scarcely any carving in the bazaars. The very wood seems made of mud, the inhabitants of mud moving. So abased, so monotonous is everything that meets the eye, that when the Ganges comes down it might be expected to wash the excrescence back into the soil. Houses do fall, people are drowned and left rotting, but the general outline of the town persists, swelling here, shrinking there, like some low but indestructible form of life.
Inland, the prospect alters. There is an oval Maidan, and a long sallow hospital. Houses belonging to Eurasians stand on the high ground by the railway station. Beyond the railway—which runs parallel to the river—the land sinks, then rises again rather steeply. On the second rise is laid out the little civil station, and viewed hence Chandrapore appears to be a totally different place. It is a city of gardens. It is no city, but a forest sparsely scattered with huts. It is a tropical pleasaunce washed by a noble river. The toddy palms and neem trees and mangoes and pepul that were hidden behind the bazaars now become visible and in their turn hide the bazaars. They rise from the gardens where ancient tanks nourish them, they burst out of stifling purlieus and unconsidered temples. Seeking, light and air, and endowed with more strength than man or his works, they soar above the lower deposit to greet one another with branches and beckoning leaves, and to build a city for the birds. Especially after the rains do they screen what passes below, but at all times, even when scorched or leafless, they glorify the city to the English people who inhabit the rise, so that new-comers cannot believe it to be as meagre as it is described, and have to be driven down to acquire disillusionment. As for the civil station itself, it provokes no emotion. It charms not, neither does it repel. It is sensibly planned, with a red-brick club on its brow, and farther back a grocer’s and a cemetery, and the bungalows are disposed along roads that intersect at right angles. It has nothing hideous in it, and only the view is beautiful; it shares nothing with the city except the overarching sky.
The sky too has its changes, but they are less marked than those of the vegetation and the river. Clouds map it up at times, but it is normally a dome of blending tints, and the main tint blue. By day the blue will pale down into white where it touches the white of the land, after sunset it has a new circumference—orange, melting upwards into tenderest purple. But the core of blue persists, and so it is by night. Then the stars hang like lamps from the immense vault. The distance between the vault and them is as nothing to the distance behind them, and that farther distance, though beyond colour, last freed itself from blue.
The sky settles everything—not only climates and seasons but when the earth shall be beautiful. By herself she can do little—only feeble outbursts of flowers. But when the sky chooses, glory can rain into the Chandrapore bazaars or a benediction pass from horizon to horizon. The sky can do this because it is so strong and so enormous. Strength comes from the sun, infused in it daily, size from the prostrate earth. No mountains infringe on the curve. League after league the earth lies flat, heaves a little, is flat again. Only in the south, where a group of fists and fingers are thrust up through the soil, is the endless expanse interrupted. These fists and fingers are the Marabar Hills, containing the extraordinary caves.
Joseph Conrad was born in Berdyczow, which, at the time of his birth, on December 3, 1857, was a city in Ukraine. His birth name was Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, anglicized years later when he became a British citizen. Before one of those border realignments that regularly occur in that part of the world, Berdyczow had been a part of the Kingdom of Poland. The distinction is important because Polish nationalism shaped Conrad’s early years. His parents were Polish nobility, and Conrad’s father, in addition to working as a writer and a translator, was a political activist, whose goal was to free Poland from Russian domination. For this, he was arrested and his family exiled to Vologda. Within seven years, both of Conrad’s parents had died of tuberculosis and he was sent to live with his mother’s brother, his Uncle Tadeusz, in Krakow.
Determined to be a sailor, Conrad left home at 16 and moved to Marseilles, France, where he began his apprenticeship, working entry-level positions on several merchant ships. His career floundered, however, when he learned that to continue this line of work he needed the permission from the Russian consul, who was more likely to conscript Conrad into the Russian army than grant permission. Moreover, Conrad had gambling debts he could not pay. In despair, he wounded himself in the chest in a half-hearted suicide attempt, which prompted his uncle to settle Conrad’s debts and to help him relocate to England. For the next 16 years, Conrad worked in the British mercantile marine, rising in rank to master mariner. In 1886, at the age of 29, he became a British citizen.
In 1890, Conrad captained a steamer up the Congo River, an adventure that inspired Heart of Darkness. As a Pole whose father was a political activist fighting to rebuild a nation ruthlessly conquered by other European powers, Conrad was sensitive to the exploitation and disruption that occurs when one culture will use any means, including aggressive military action, to impose its will upon another. The motive is often the theft of natural resources, such as oil, precious metals, or forests. In Heart of Darkness, it is ivory, valuable in Europe at the time for the manufacture of piano keys, elaborate chess pieces, jewelry, billiard balls, toiletry items, and ornaments of various kinds. Lured by the promise of wealth, adventurers and fortune hunters, with the blessing of Belgium’s King Leopold, who took his cut, rushed to the Congo ready and eager to decimate the elephant population and harvest its ivory. Heart of Darkness was first published in three installments in 1899 in Blackwoods Magazine. In 1902, it was one of the stories in Conrad’s book, Youth, a Narrative, and Two Other Stories. It is among Conrad’s best-known works, and one of the great novellas in the English language.
By 1894, with the help of an inheritance from his uncle, Conrad’s transition from sailor to writer was complete. He married, settled on a farm in Kent, and became a prolific writer, the author of some of the great works of the 20th century: Lord Jim (1899), Typhoon (1902), Nostromo (1904), The Secret Agent (1907), and Under Western Eyes (1911).
The plots of Conrad’s stories often revolve around the relationship between an opinionated but ethical main character—Marlow in Heart of Darkness and Lord Jim—and another essentially decent man, tempted and corrupted by the promise of wealth and power. Nostromo, for example, the head of the longshoreman’s union in a South American country in the midst of a revolution, is entrusted because of his reputation as the most brave and honourable of men to protect a shipment of silver, which the mine owner, Charles Gould, fears will fall into the hands of the revolutionaries. The boat in which Nostromo has hidden the silver is rammed by a warship belonging to the revolutionary forces. Nostromo saves and hides the silver on a deserted island, but he claims it sank with his boat. Embittered by his sense that the elite politicians and businessmen of his nation patronize him, Nostromo begins to recover the silver for himself until he is shot and killed by the island’s lighthouse keeper who mistakes Nostromo for an intruder. Such plots, conflicts, and moral dilemmas make for complex stories with the characters developed with considerable psychological intensity, anticipating the work of Conrad’s great successors: D. H. Lawrence, Virginia Woolf, and James Joyce.
Conrad’s style also makes him one of the great novelists of the late-19th and early-20th centuries. His plots are rich and complex, often forsaking a linear narrative in favour of a recursive one, which adds depth and suspense to the story. He did not learn English until he was in his early twenties, and he always spoke with a heavy accent, yet he mastered the vocabulary and the rhythms of the language so thoroughly that the landscapes and the cityscapes that he renders, often in exquisite detail, come to life. His ear for dialogue is equally true.
After 1911, Conrad continued his impressive pace as a novelist and short story writer. Critics generally agree that his best work was behind him, although opinion on the merits of some of his later novels, Chance (1914), Victory (1915), and The Shadow Line (1917), is divided. Conrad certainly remained a popular novelist, whose works sold well, and who, despite heavy expenses and debts that resulted from a sometimes profligate lifestyle, became a wealthy man. Sales were helped by the stories’ exotic settings and spirit of romantic adventure, which appealed to an ever-growing late-Victorian readership.
Conrad was hard at work, lecturing and writing, until his death in August 1924, with his final novel, Suspense, left unfinished.
Joseph Conrad (born Józef Teodor Konrad Korzeniowski;December 3, 1857 – August 3, 1924) was one of the greatest English-language novelists of all time, despite the fact he was born in the Russian Empire to a Polish-speaking family. After a long career in the merchant marine, he eventually settled in England and became one of the most prominent novelists of the early 20th century, writing classics such as Heart of Darkness (1899), Lord Jim (1900), and Nostromo (1904).
Early Life
Joseph Conrad’s family was of Polish descent and lived in Berdychiv, a city now part of Ukraine and then part of the Russian empire. It is located in a region that the Polish sometimes refer to as the «Stolen Lands,» since it was taken from the Kingdom of Poland. Conrad’s father, Apollo Korzeniowski, a writer and political activist, took part in the Polish resistance to Russian rule. He was imprisoned in 1861 when the future author was a young child. The family endured exile to Vologda, three hundred miles north of Moscow, in 1862, and they were later moved to Chernihiv in northeast Ukraine. As a consequence of the family’s struggles, Conrad’s mother, Ewa, died of tuberculosis in 1865.
Apollo raised his son as a single father and introduced him to the works of French novelist Victor Hugo and the plays of William Shakespeare. They moved to the Austrian-held section of Poland in 1867 and enjoyed more freedom. Suffering from tuberculosis like his wife, Apollo died in 1869 leaving his son an orphan at age eleven.
Conrad moved in with his maternal uncle. He was raised to pursue a career as a sailor. At age sixteen, fluent in French, he moved to Marseilles, France, to look for a career in the merchant marine.
Merchant Marine Career
Conrad sailed for four years on French ships before joining the British merchant marine. He served for fifteen more years under the British flag. He eventually rose to the rank of captain. The elevation to that rank came unexpectedly. He sailed on the ship Otago out of Bangkok, Thailand, and the captain died at sea. By the time the Otago arrived at its destination in Singapore, the entire crew except Conrad and the cook were suffering from fever.
The characters in Joseph Conrad’s writing are mostly drawn from his experiences at sea. Three years of association with a Belgian trading company as captain of a ship on the Congo River led directly to the novella Heart of Darkness.
Conrad completed his final long-distance voyage in 1893. One of the passengers on the ship Torrens was 25-year-old future novelist John Galsworthy. He became a good friend of Conrad shortly before the latter began his writing career.
Success as a Novelist
Joseph Conrad was 36 when he left the merchant marine in 1894. He was ready to seek a second career as a writer. He published his first novel Almayer’s Folly in 1895. Conrad was concerned that his English might not be strong enough for publication, but readers soon considered his approach to the language as a non-native writer an asset.
Conrad set the first novel in Borneo, and his second, An Outcast of the Islands, takes place in and around the island of Makassar. The two books helped him develop a reputation as a teller of exotic tales. That depiction of his work frustrated Conrad, who looked to be taken seriously as a top writer of English literature.
During the next fifteen years, Conrad published what most consider the finest works of his career. His novella Heart of Darkness appeared in 1899. He followed it with the novel Lord Jim in 1900 and Nostromo in 1904.
Literary Celebrity
In 1913, Joseph Conrad experienced a commercial breakthrough with the publication of his novel Chance. Today it is not viewed as one of his best works, but it outsold all of his previous novels and left the author with financial security for the rest of his life. It was the first of his novels to focus on a woman as a central character.
Conrad’s next novel, Victory, released in 1915, continued his commercial success. However, critics found the style melodramatic and expressed concern that the author’s artistical skills were fading. Conrad celebrated his financial success by building the house he called Oswalds in Bishopsbourne, Canterbury, England.
Personal Life
Joseph Conrad suffered from a range of physical maladies, most of them due to exposure during his years in the merchant marine. He battled gout and recurrent attacks of malaria. He also struggled occasionally with depression.
In 1896, while in the early years of his writing career, Conrad married Jessie George, an Englishwoman. She gave birth to two sons, Borys and John.
Conrad counted many other prominent writers as friends. Among the closest were future Nobel laureate John Galsworthy, American Henry James, Rudyard Kipling, and collaborator on two novels, Ford Madox Ford.
Later Years
Joseph Conrad continued to write and publish novels through his final years. Many observers considered the five years after World War I ended in 1919 the most peaceful part of the author’s life. Some of Conrad’s contemporaries pushed for recognition with a Nobel Prize for Literature, but it was not forthcoming.
In April 1924, Joseph Conrad turned down the offer of a British knighthood due to his background in Polish nobility. He also turned down offers of honorary degrees from five prestigious universities. In August 1924, Conrad died at his home of an apparent heart attack. He is buried with his wife, Jessie, in Canterbury, England.
Legacy
Shortly after Joseph Conrad’s death, many critics focused on his ability to create stories that illuminated exotic locales and to humanize sordid events. Later analysis has focused on deeper elements in his fiction. He often examines the corruption that lies just beneath the surface of otherwise admirable characters. Conrad focuses on fidelity as a crucial theme. It can save the soul and wreak terrible destruction when it is breached.
Conrad’s powerful narrative style and the use of anti-heroes as main characters have influenced a wide range of great writers of the 20th century, from William Faulkner to George Orwell and Gabriel Garcia Marquez. He paved the way for the development of modernist fiction.
The path of an exiled writer: Joseph Conrad and Poland
A lot of Polish celebrities and historical figures, known all around the world, share a strange similarity: their names do not sound Polish, at all. Copernicus lacks the traditional -ski or -icz suffixes; Marie Curie or Chopin are designated by an English name – the name of her husband for Maria Skłodowska Curie, his own family name for Chopin, whose father was French. One of the most prominent Polish writers, and probably the one who had the most important literary impact beyond the borders of Poland, is in the same situation: Józef Korzeniowski, better known under his pen name: Joseph Conrad.
Is Joseph Conrad a Polish writer?
However, an English denomination seems more fitting for Joseph Conrad than for Copernicus or Marie Curie. He wrote all his major novels, from Almayer’s Folly or The Secret Agent to Heart of Darkness and Lord Jim in English rather than in his mother tongue. A question then arises: Can Joseph Conrad, an English-speaking writer who left his country in 1874 to become a sailor when he was only sixteen years old can still be considered as a Polish writer?
The question has been lengthily debated by literary specialists throughout the years. The reminiscences of Poland in the life and the literary choices of Joseph Conrad is, nonetheless, undoubted: the Polish references are tenuous, but present. The writer’s pen-name itself can be read as a Polish memorabilia: the name ‘Conrad’ has had a long history in Polish literature.
Conrad’s subtle link to his native country
Adam Mickiewicz, arguably the most important Polish poet, used the name Konrad in two of his major works: the main character of Konrad Wallenrod as well as The Forefathers’ Eve Konrad both bear this name. Konrad Wallenrod tells the story of the eponymous character, a Lithuanian pagan who has been captured by knights of the Teutonic order. In an act of patriotism, he deliberately provokes the military defeat of the knights. In The Forefathers’ Eve, also called Dziady, Gustaw, a desperate lover, transforms himself into Konrad, who wants to rise up and fight for Polish freedom.
By choosing this pseudonym, Conrad references to his own true name (Józef Teodor Konrad Korzeniowski) as well as Polish literature. Even more symbolically, all the main fictional characters linked to this name carry and embody the idea of Polish freedom and independence.
The influence of Poland is also noticeable in Joseph Conrad’s works. In Under Western Eyes, the writer portrays a negative image of Russia that reminds the reader of the revolt against the Russian Empire expressed by a lot of 19th century Polish writers, from Mickiewicz to Wyspiański. This novel tells the story of Kyrilo Razumov, a Russian spy. Falling in love with Natalia, the sister of Haldin, a revolutionary he betrayed, he will admit his treason to Haldin’s fellows.
Jessie Conrad, the writer’s wife, declared that while writing Under Western Eyes, Conrad, in his delirium, had conversations with the characters… in Polish. Under Western Eyes seems to have acted for Conrad as a return to his own childhood, native country and national roots; even if the novel takes place in Russia, the author experienced his writing like a tribute to Poland.
The struggle of exile and estrangement
In the same way, Conrad’s Amy Foster acts like a reminder of Poland for a writer known for a literature centered around the vast seas or Africa. This novella introduces the reader to the character of Yanko Goorall, a Central European emigrant and shipwrecked sailor, who marries Amy Foster. His name is the English transliteration of his real name: he was probably called Janko Góral, and was Polish.
This novella tells the life of a man estranged from the country he lives in, like Conrad himself, he who left Poland when he was sixteen years old to become a sailor, and never came back. Goorall is isolated in his language and his culture. When he and Amy Foster have a child, the narrator declares: “And I discovered [Yanko Goorall] longed for their boy to grow up so that he could have a man to talk with in that language that to our ears sounded so disturbing, so passionate, and so bizarre.”
Given these elements, a lot of literary specialists have wanted to qualify Joseph Conrad as a Polish writer. But Conrad wrote in English, and left Poland when he was a mere teenager: does a writer always need to stand up for his country? Does a writing have to be attached to a territory, a physical place?
Conrad, the ultimate stateless author?
Conrad’s most significant and influential novels do not speak about Poland nor Central Europe. Lord Jim takes place between the ocean and southern Asia, while Heart of Darkness is set in Africa. His first novel, Almayer’s Folly, takes place in Borneo. The list goes on. Joseph Conrad should firstly be seen as a writer in his own right, rather, as many specialists would have it, than as the translator and flag-bearer of a country.
His writing itself is strangely detached from his origins. Although he writes in English, Polish turns of phrases are absent from his style. Even more surprising, his English is keenly influenced by another foreign language: French. He only considers English as a third language, after Polish and French, that he learned when he lived in Marseilles. Joseph Conrad himself wrote that “when I write I translate the words of my thoughts in French. This is an impossible process for one desiring to make a living by writing in the English language”.
Conrad’s writing is filled with Gallicisms and French references. The writer often uses the determiner in a manner more French than English—”How the time passes!”, writes Conrad in Lord Jim. He often gets the false friends mixed up. Conrad’s writing idiom was neither French, Polish nor English, but a mix of all these languages.
Rather than a Polish writer, Joseph Conrad can be seen as the ultimate international author, or a stateless one. His influence is not limited to English-speaking countries, even though writers like Francis Scott Fitzgerald or William Faulkner recognised the debt their writings owe to Conrad.
Joseph Conrad back to his roots
One of the most striking echoes of his work in the last year, however, happened in Poland. Jacek Dukaj, a popular contemporary Polish writer, known for his science fiction works such as Lód or Katedra, decided to rewrite Conrad’s Heart of Darkness, under the title Serce ciemności. As Dukaj himself declared: “I’m not a translator, I am the author of Joseph Conrad writing Heart of Darkness for the 21st century reader”.
For a 21st century reader as well as for a Polish reader: With his endeavor, Jacek Dukaj gave Joseph Conrad back to his native country through Polish language, a restitution that could only be accomplished nearly a hundred years after Conrad’s death.
Looking back on Joseph Conrad: Poland’s most famous errant author
Poland isn’t known for its nautical traditions, so it is perhaps surprising that one of literature’s most famous seafarers was a Pole.
Joseph Conrad was just four years old when his family were exiled from Warsaw on account of his father’s pro-independence and anti-Russian activities and 17 when, an orphan, he first boarded a ship at Marseille. Twenty years of service in the merchant navy, first French, then English, provided the material for most of his literary works which on the other hand seem devoid of any reference to his motherland.
That has not stopped the critics from finding Poland in the books. His apparent obsession with honour, its paradoxes and its loss bear remarkable resemblance to the treatment of similar themes in Polish Romanticism of the first half of the nineteenth century. And his most famous works all resonate with subtle, yet unmistakable Polish echoes.
Lord Jim, the story of a disgraced sailor unable to live down his shame, looks to some critics like an allegory of the author’s own position. As Conrad started work on the novel, a famous (at the time, now little read) Polish novelist made a widely discussed denunciation of him for abandoning his native country in favour of a career abroad. The cosmopolitan Conrad comes out poorly in comparison that she made to his father, sent into exile for patriotic agitation.
Such criticism reached Conrad’s ears just as he was drawing up his story of a sailor literally abandoning ship – much as he was accused of metaphorically doing. While he never made the analogy explicit himself, some readers have seen in Lord Jim an allegorical self-portrait.
The Secret Agent concerns itself with revolutionaries, based in London and of apparently internationalist persuasions but in their conspiratorial lives not unlike, perhaps, his own father. Conrad was a child when he died, yet his father’s willingness to make sacrifice for his politics was a key factor in shaping his life.
Most famous of all his works, the Heart of Darkness may have little obvious connection to a central European country that never had much of a navy, let alone African colonies. Yet the position of Poland as a former empire that at the time of writing had itself been part of Russia’s colonial empire for over a century arguably helped give Poles a unique vantage point from which to view Europe’s overseas ventures. At the same time as Conrad made it clear to the reading public that the “white man’s burden” was in fact carried by the colonised Africans, another Pole, Bronisław Malinowski was busy establishing anthropology as a social science, rigorous, respectful study of “primitive” cultures on their own terms.
Such efforts at interpretation, finding hidden meaning in works of literature is, of course, always fraught with difficulty and perhaps irredeemably subjective. Better then to let Conrad speak for himsef: “English critics […] whenever they discuss my work, always add that there’s something incomprehensible, unfathomable and elusive about it,» he told a Polish interviewer towards the end of his life. «Only you can capture this elusiveness, fathom the unfathomable. It’s Polishness.”
From humble beginnings, Joseph Conrad’s novella, Heart of Darkness, rose to become a classroom staple for much of the twentieth century. Its themes of racism and colonial exploitation within an evocative and enigmatic story, showcasing techniques that would influence later masters, ensured a prominent place for analysis. Whether it still retains its relevance is an open question. Despite whatever the novel’s shortcomings may be, and however confident we may be in our own moral superiority to the past, it is surely always a mistake to not examine and appreciate the past for what it was.
Four men aboard a yacht on the eastern Thames anchor for the night. The men are pensive, contemplative, in no mood for talk or games. But, somewhat expectedly, one of the men – Marlow – has a tale he wants to share.
Marlow tells them how, as a young man, he had a strong desire for adventure, for seeking out the edges of the known world, and had always felt certain perilous temptation when looking upon the serpentine shape of the Congo as it looks on a map.
Going up that river was like travelling back to the earliest beginnings of the world, when vegetation rioted on the earth and the big trees were kings. An empty stream, a great silence, an impenetrable forest.
Marlow manages to get a job as a steamboat captain, replacing a man who was killed in an argument with natives. Arriving on the African coast, meeting with the company accountant, Marlow first hears of Kurtz; a name that will obsess him during his short time in Africa. Kurtz is a notorious agent for the company. He sends downriver as much ivory as all the other agents combined and an aura of mystery and expectation surrounds him. His success has won him great admiration and jealous enemies.
The point was in his being a gifted creature, and that of all his gifts the one that stood out pre-eminently, that carried with it a sense of real presence, was his ability to talk, his words – the gift of expression, the bewildering, the illuminating, the most exalted and most contemptible, the pulsating stream of light, or the deceitful flow from the heart of an impenetrable darkness.
But Marlow has plenty to deal with of his own. First there is a 200-mile trek inland to reach the central station. Arriving, he finds that the ship he is meant to captain has sunk and it may take months to fish it out and repair it. They need to work fast; the stations upriver and deeper inland rely heavily on regular supplies from the central station. And Kurtz is said to be ill, his station in jeopardy.
Marlow finds himself rapidly becoming obsessed with this enigmatic figure. He desperately hopes to find Kurtz alive and to listen to what he has to say.
Heart of Darkness has a great opening. The writing is very pretty and the story is immediately evocative and transporting. You instantly feel as if you are one of those aboard the yacht, listening to the old seaman telling his tale.
One ship is very much like another, and the sea is always the same. In the immutability of their surroundings the foreign shores, the foreign faces, the changing immensity of life, glide past, veiled not by a sense of mystery but by a slightly disdainful ignorance; for there is nothing mysterious to a seaman unless it be the sea itself, which is the mistress of his existence and as inscrutable as Destiny.
Once Conrad has put you at ease in this relaxed setting he lets Marlow’s story unsettle you with its sense of danger, mystery and ultimately, horror.
Racism, colonialism and imperialism appear to be key themes of the novel. Owen Knowles, who contributed the introduction to this Penguin Classics edition seems to agree. At the time of writing, in the late nineteenth century, European powers were in a scramble to systematically annex and exploit Africa, just as there had been earlier scrambles for the Americas, India and China. As in the previous cases, the argument that the European has a moral duty to ‘civilise’ the non-European served to both disguise and justify the exploitation. Stories about the crimes of exploitation were just beginning to filter through to the public. One interpretation of the novel is that Conrad, via Marlow, is speaking out. Within a few years of the publication of Heart of Darkness (1899) came the Boer War and the Atrocities in the Congo Free State and a noticeable shift in European attitudes.
They were no colonists; their administration was merely a squeeze, and nothing more, I suspect. They were conquerors, and for that you want only brute force – nothing to boast of, when you have it, since your strength is just an accident arising from the weakness of others. They grabbed what they could get and for the sake of what was to be got. It was just robbery with violence, aggravated murder on a great scale, and men going at it blind – as is very proper for those who tackle a darkness. The conquest of the earth, which mostly means the taking it away from those who have a different complexion or slightly flatter noses than ourselves, it is not a pretty thing when you look into it too much.
That being said, Marlow is not immune to the prejudices that were pervasive to his culture and time.
And between the whiles I had to look after the savage who was fireman. He was an improved specimen; he could fire up a vertical boiler. He was there below me, and, upon my word, to look at him was as edifying as seeing a dog in a parody of breeches and a feather hat, walking on his hind legs.
In addition, not everyone is as generous in bestowing credit to Conrad for raising consciousness on these issues. Notably, Chinua Achebe, author of Things Fall Apart, wrote an angry and controversial essay criticising Heart of Darkness, chiefly for its assumption of ‘civilisation’, as defined by the West with Africa and Africans outside of it, and the omission of any African voice speaking to the issues raised in the novel.
While I won’t be defending Conrad on these charges, I do want to say a couple of things that add to the complexity of how to read and interpret Heart of Darkness. The first is that Heart of Darkness is based heavily on Conrad’s own experiences in the Congo. Like Marlow, Conrad was also hired to captain a steamboat whose previous captain had been killed by natives. This edition of Heart of Darkness includes excerpts from Conrad’s Congo Diary. It shows that in Heart of Darkness the line between fact and fiction, between reportage and storytelling is blurred. While we consider the issue of how much the novel speaks out against racism and exploitation and whether it is able to completely escape racism itself, we should also ask to what extent it provides an accurate window into a time, a place and a people and to both the racism and abhorrence of it in that context.
Which leads to the second thing I wanted to say. Fiction has the power to transport the reader and allow them to vicariously experience and empathise with the lives of others. When fiction was written or set in the past it allows the reader to time-travel as well. It is not the characters and the author who travel to our time for us to judge them by our standards, as satisfying as some might find that. Rather it is the reader who is transported to their time to glimpse what that life was like. Understandably, some might not find it a pleasant experience in some cases. Some might also object to any suggestion that we should feel grateful for how far things have come, given how much is left to do and the fate of those born to soon, which is fine. But there is still much to learn from the past. At least, if we don’t wish to feel grateful, we should also avoid its mirror; complacency.
Heart of Darkness is often cited as an early example of the modernist style that would become prevalent in the coming decades. That is clear to see in parts two and three of the novella. While the novel had a beautiful beginning and an engrossing hook of mystery it soon becomes difficult. As Marlow edges closer to the edges of the map, his storytelling begins slipping into stream-of-consciousness, becomes disjointed, unstructured, dreamlike. I admittedly had difficulty following what was really going on and how to interpret it.
In the end, I can’t say I greatly enjoyed Heart of Darkness, but maybe my expectations were too high. Maybe I was expected Apocalypse Now in book form! It is interesting how this novella, largely ignored when it was first published, and even its author considered it to be a minor work, came to be seen as highly influential and a standard text for high-school and university students. Perhaps its effort to speak to racism and colonial exploitation made it more relevant as time went on, both for what it achieved in that regard and for where it failed. Perhaps its modernist technique lends it enough ambiguity to make interpretation futile and subjective, vulnerable to endless analysis and reinterpretation, leaving the reader to see what they expect to see in it. Or perhaps that same technique makes it an important study as an antecedent for those who came in its wake – James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner among them.
How Conrad’s imperial horror story Heart of Darkness resonates with our globalised times
Joseph Conrad’s Heart of Darkness – or “The Heart of Darkness”, as it was known to its first readers – was first published as a serial in 1899, in the popular monthly Blackwood’s Magazine. Few of that magazine’s subscribers could have foreseen the fame that Conrad’s story would eventually garner, or the fierce debates it would later provoke.
Already, in 1922, the American poet T.S. Eliot thought the book was Zeitgeist-y enough to provide the epigraph for his epoch-defining poem, The Waste Land – although another American poet, Ezra Pound, talked him out of using it.
The same thought occurred to Francis Ford Coppola more than 50 years later, when he used Conrad’s story as the framework for his phantasmagoric Vietnam War movie, Apocalypse Now. Echoes of Heart of Darkness can pop up almost anywhere: the chorus to a Gang of Four song, the title of a Simpsons episode, a scene in Peter Jackson’s 2005 King Kong remake.
Consider one final Heart of Darkness allusion, from Mohsin Hamid’s 2017 Man Booker-shortlisted novel, Exit West. In the novel’s opening pages, a man with “dark skin and dark, woolly hair” appears in a Sydney bedroom, transported there by one of the mysterious portals that have appeared around the globe, connecting stable, prosperous countries with places that people need to escape from.
The “door”, as these wormholes are called, is “a rectangle of complete darkness — the heart of darkness”. This is a more complicated kind of Conrad reference. Here, “heart of darkness” is a shorthand for European stereotypes of Africa, which Conrad’s novel did its part to reinforce.
Hamid’s line plays on racist anxieties about immigration: the idea that certain places and peoples are primitive, exotic, dangerous. For contemporary readers and writers, these questions have become an unavoidable part of Conrad’s legacy, too.
Up the river
Heart of Darkness is the story of an English seaman, Charles Marlow, who is hired by a Belgian company to captain a river steamer in the recently established Congo Free State. Almost as soon as he arrives in the Congo, Marlow begins to hear rumours about another company employee, Kurtz, who is stationed deep in the interior of the country, hundreds of miles up the Congo River.
The second half of the novel – or novella, as it’s often labelled – relates Marlow’s journey upriver and his meeting with Kurtz. His health destroyed by years in the jungle, Kurtz dies on the journey back down to the coast, though not before Marlow has had a chance to glimpse “the barren darkness of his heart”. The coda to Marlow’s Congo story takes place in Europe: questioned by Kurtz’s “Intended” about his last moments, Marlow decides to tell a comforting lie, rather than reveal the truth about his descent into madness.
Although Conrad never met anyone quite like Kurtz in the Congo, the structure of Marlow’s story is based closely on his experiences as mate and, temporarily, captain of the Roi des Belges, a Congo river steamer, in 1890. By this time, Conrad, born Józef Teodor Konrad Korzeniowski in the Russian-ruled part of Poland in 1857, had been a seaman for about 15 years, rising to the rank of master in the British merchant service. (The remains of the only sailing ship he ever commanded, the Otago, have ended up in Hobart, a rusted, half-submerged shell on the banks of the Derwent.)
Sick with fever and disenchanted with his colleagues and superiors, he broke his contract after only six months, and returned to London in early 1891. Three years and two ships later, Conrad retired from the sea and embarked on a career as a writer, publishing the novel that he had been working on since before he visited the Congo, Almayer’s Folly, in 1895. A second novel, An Outcast of the Islands, followed, along with several stories. Conrad’s second career was humming along when he finally set about transforming his Congo experience into fiction in 1898.
Darkness at home and abroad
Heart of Darkness opens on a ship, but not one of the commercial vessels that feature in Conrad’s sea stories. Rather, it’s a private yacht, the Nellie, moored at Gravesend, about 20 miles east of the City of London. The five male friends gathered on board were once sailors, but everyone except Marlow has since changed careers, as Conrad himself had done.
Like sail, which was rapidly being displaced by steam-power, Marlow is introduced to us as an anachronism, still devoted to the profession his companions have left behind. When, amidst the gathering “gloom”, he begins to reminisce about his stint as a “fresh-water sailor”, his companions know they are in for one of his “inconclusive experiences”.
Setting the opening of Heart of Darkness on the Thames also allowed Conrad to foreshadow one of the novel’s central conceits: the lack of any absolute, essential difference between so-called civilized societies and so-called primitive ones. “This, too”, Marlow says, “has been one of the dark places of the earth”, imagining the impressions of an ancient Roman soldier, arriving in what was then a remote, desolate corner of the empire.
During the second half of the 19th century, spurious theories of racial superiority were used to legitimate empire-building, justifying European rule over native populations in places where they had no other obvious right to be. Marlow, however, is too cynical to accept this convenient fiction. The “conquest of the earth”, he says, was not the manifest destiny of European peoples; rather, it simply meant “the taking it away from those who have a different complexion or slightly flatter noses than ourselves.”
The idea that Africans and Europeans have more in common than the latter might care to admit recurs later, when Marlow describes observing tribal ceremonies on the banks of the river. Confronted with local villagers “stamping” and “swaying”, their “eyes rolling”, he is shaken by a feeling of “remote kinship with this wild and passionate uproar”.
Whereas most contemporary readers will be cheered by Marlow’s scepticism about the project of empire, this image of Congo’s indigenous inhabitants is more problematic. “Going up that river”, Marlow says, “was like travelling back to the earliest beginnings of the world”, and he accordingly sees the dancing figures as remnants of “prehistoric man”.
Heart of Darkness suggests that Europeans are not essentially more highly-evolved or enlightened than the people whose territories they invade. To this extent, it punctures one of the myths of imperialist race theory. But, as the critic Patrick Brantlinger has argued, it also portrays Congolese villagers as primitiveness personified, inhabitants of a land that time forgot.
Kurtz is shown as the ultimate proof of this “kinship” between enlightened Europeans and the “savages” they are supposed to be civilising. Kurtz had once written an idealistic “report” for an organisation called the International Society for the Suppression of Savage Customs. When Marlow finds this manuscript among Kurtz’s papers, however, it bears a hastily-scrawled addendum: “Exterminate all the brutes!” The Kurtz that Marlow finally encounters at the end of the novel has been consumed by the same “forgotten and brutal instincts” he once intended to suppress.
Adventure on acid
The European “gone native” on the fringes of empire was a stock trope, which Conrad himself had already explored elsewhere in his writing, but Heart of Darkness takes this cliché of imperial adventure fiction and sends it on an acid trip. The manic, emaciated Kurtz that Marlow finds at the Inner Station is straight out of the pages of late-Victorian neo-Gothic, more Bram Stoker or Sheridan Le Fanu than Henry Rider Haggard. The “wilderness” has possessed Kurtz, “loved him, embraced him, got into his veins” — it is no wonder that Marlow feels “creepy all over” just thinking about it.
Kurtz’s famous last words are “The horror! The horror!” “Horror” is also the feeling that Kurtz and his monstrous jungle compound, with its decorative display of human heads, are supposed to evoke in the reader. Along with its various other generic affiliations — imperial romance, psychological novel, impressionist tour de force — Heart of Darkness is a horror story.
Conrad’s Kurtz also channels turn-of-the-century anxieties about mass media and mass politics. One of Kurtz’s defining qualities in the novel is “eloquence”: Marlow refers to him repeatedly as “A voice!”, and his report on Savage Customs is written in a rhetorical, highfalutin style, short on practical details but long on sonorous abstractions. Marlow never discovers Kurtz’s real “profession”, but he gets the impression that he was somehow connected with the press — either a “journalist who could paint” or a “painter who wrote for the papers”.
This seems to be confirmed when a Belgian journalist turns up in Antwerp after Kurtz’s death, referring to him as his “dear colleague” and sniffing around for anything he can use as copy. Marlow fobs him off with the bombastic report, which the journalist accepts happily enough. For Conrad, implicitly, Kurtz’s mendacious eloquence is just the kind of thing that unscrupulous popular newspapers like to print.
If Kurtz’s “colleague” is to be believed, moreover, his peculiar gifts might also have found an outlet in populist politics: “He would have been a splendid leader of an extreme party.” Had he returned to Europe, that is, the same faculty that enabled Kurtz to impose his mad will on the tribespeople of the upper Congo might have found a wider audience.
Politically, Conrad tended to be on the right, and this image of Kurtz as an extremist demagogue expresses a habitual pessimism about mass democracy — in 1899, still a relatively recent phenomenon. Nonetheless, in the light of the totalitarian regimes that emerged in Italy, Germany and Russia after 1918, Kurtz’s combination of irresistible charisma with megalomaniacal brutality seems prescient.
These concerns about political populism also resonate with recent democratic processes in the US and the UK, among other places. Only Conrad’s emphasis on “eloquence” now seems quaint: as the 2016 US Presidential Election demonstrated, an absence of rhetorical flair is no handicap in the arena of contemporary populist debate.
Race and empire
Heart of Darkness contains a bitter critique of imperialism in the Congo, which Conrad condemns as “rapacious and pitiless folly”. The backlash against the systematic abuse and exploitation of Congo’s indigenous inhabitants did not really get underway until the first decade of the 20th century, so that the anti-imperialist theme was ahead of its time, if only by a few years. Nor does Conrad have any patience with complacent European beliefs about racial superiority.
Nonetheless, the novel also contains representations of Africans that would rightly be described as racist if they were written today. In particular, Conrad shows little interest in the experience of Marlow’s “cannibal” shipmates, who come across as exotic caricatures. It is images like these that led the Nigerian novelist Chinua Achebe to denounce Conrad as a “bloody racist”, in an influential 1977 essay.
One response to this criticism is to argue, as Paul B. Armstrong does, that the lack of more rounded Congolese characters is the point. By sticking to Marlow’s limited perspective, Heart of Darkness gives an authentic portrayal of how people see other cultures. But this doesn’t necessarily make the images themselves any less offensive.
If Achebe did not succeed in having Heart of Darkness struck from the canon, he did ensure that academics writing about the novel could no longer ignore the question of race. For Urmila Seshagiri, Heart of Darkness shows that race is not the stable, scientific category that many Victorians thought it was. This kind of argument shifts the debate in a different direction, away from the author’s putative “racism”, and onto the novel’s complex portrayal of race itself.
Perhaps because he was himself an alien in Britain, whose first career had taken him to the farthest corners of the globe, Conrad’s novels and stories often seem more in tune with our globalized world than those of some of his contemporaries. An émigré at 16, Conrad experienced to a high degree the kind of dislocation that has become an increasingly typical modern condition. It is entirely appropriate, in more ways than one, for Hamid to allude to Conrad in a novel about global mobility.
The paradox of Heart of Darkness is that it seems at once so improbable and so necessary. It is impossible not to be astonished, when you think of it, that a Polish ex-sailor, writing in his third language, was ever in a position to author such a story, on such a subject. And yet, in another way, Conrad’s life seems more determined than most, in more direct contact with the great forces of history. It is from this point of view that Heart of Darkness seems necessary, even inevitable, the product of dark historical energies, which continue to shape our contemporary world.
The Nellie, a cruising yawl, swung to her anchor without a flutter of the sails, and was at rest. The flood had made, the wind was nearly calm, and being bound down the river, the only thing for it was to come to and wait for the turn of the tide.
The sea-reach of the Thames stretched before us like the beginning of an interminable waterway. In the offing the sea and the sky were welded together without a joint, and in the luminous space the tanned sails of the barges drifting up with the tide seemed to stand still in red clusters of canvas sharply peaked, with gleams of varnished sprits. A haze rested on the low shores that ran out to sea in vanishing flatness. The air was dark above Gravesend, and farther back still seemed condensed into a mournful gloom, brooding motionless over the biggest, and the greatest, town on earth.
The Director of Companies was our captain and our host. We four affectionately watched his back as he stood in the bows looking to seaward. On the whole river there was nothing that looked half so nautical. He resembled a pilot, which to a seaman is trustworthiness personified. It was difficult to realize his work was not out there in the luminous estuary, but behind him, within the brooding gloom.
Between us there was, as I have already said somewhere, the bond of the sea. Besides holding our hearts together through long periods of separation, it had the effect of making us tolerant of each other’s yarns—and even convictions. The Lawyer—the best of old fellows—had, because of his many years and many virtues, the only cushion on deck, and was lying on the only rug. The Accountant had brought out already a box of dominoes, and was toying architecturally with the bones. Marlow sat cross-legged right aft, leaning against the mizzen-mast. He had sunken cheeks, a yellow complexion, a straight back, an ascetic aspect, and, with his arms dropped, the palms of hands outwards, resembled an idol. The director, satisfied the anchor had good hold, made his way aft and sat down amongst us. We exchanged a few words lazily. Afterwards there was silence on board the yacht. For some reason or other we did not begin that game of dominoes. We felt meditative, and fit for nothing but placid staring. The day was ending in a serenity of still and exquisite brilliance. The water shone pacifically; the sky, without a speck, was a benign immensity of unstained light; the very mist on the Essex marsh was like a gauzy and radiant fabric, hung from the wooded rises inland, and draping the low shores in diaphanous folds. Only the gloom to the west, brooding over the upper reaches, became more sombre every minute, as if angered by the approach of the sun.
And at last, in its curved and imperceptible fall, the sun sank low, and from glowing white changed to a dull red without rays and without heat, as if about to go out suddenly, stricken to death by the touch of that gloom brooding over a crowd of men.
(…)
Listening & Reading:
Video:
Movie and television adaptations:
Heart of Darkness – Ron Winston (1958)
Apocalypse Now – Francis Ford Coppola (1979)
Heart of Darkness – Nicolas Roeg (1993)
(Tarik O’Regan’s) Heart of Darkness – Opera Parallèle (2015)
Robert Louis Stevenson was born on the 13th of November, 1850 in Edinburgh, Scotland. His parents were Thomas Stevenson and Margaret Isabella Stevenson. Thomas Stevenson was a successful lighthouse engineer or a civil engineer in Edinburgh. The Stevenson’s were prosperous and Robert was their only child.
Lighthouse Engineering was their family business and Robert Louis Stevenson was expected to carry the same forward. Robert grew up as an unhealthy child which made his schooling difficult. At the age of 17, he entered Edinburgh University and was expected to study engineering like his father. However, Robert Louis Stevenson grew up as a creative child wanting to pursue Arts.
He had a flair for writing since he was a young boy. He studied, observed an imitated many famous writers of his time in prose as well as poetry. As a young boy, he was in support of the Covenanters movement which was held by a group of Protestant Churchmen that were ministered by and Elder and a group of Elders also known as the ‘Presbyterian Group’.
He was rebellious to his parents’ religion and refused to accept church doctrines blindly. This showed how he was a man of progressive thinking. He wrote his first book inspired by the Covenanters movement – The Pentland Rising. It was first published in 1866.
Works by Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson was travelling most of his time. He spent many years in France. During these times, he wrote ‘An Inland Voyage’ in 1878 and ‘Travels with a Donkey in the Cévennes’ in the year 1879. Famous magazines such as ‘The Portfolio’ and ‘Macmillan’s Magazine’ featured his essays – ‘Roads’ and ‘Ordered South’ in 1873 and 1874, respectively. ‘The Fortnightly’, another influential 19th-century magazine published his review of ‘Fables in Song’ by Lord Lytton.
These essays had an encouraging tone and were liked by all readers. This drew him more attention and he was known to be more of a writer and less of an engineer. The start of the ‘Treasure Island’ happened as a game with his stepson. Later, in Scotland, he started developing it as a book. In October 1881, the children show ‘The Sea Cook’ was inspired by Treasure Island.
In 1885, after finishing Treasure Island, he started ‘Prince Otto’. It was a complicated book and was less famous as compared to Treasure Island which was an adventurous tale filled with emotions of all kinds.
In the years 1881 and 1882, Stevenson spent most of his time publishing essays in Switzerland. He lived in the county of Davos where he owned a small ‘Chalet’ or a ‘Shack’. Here, he worked on his collection of essays that he wrote for the Cornhill magazine. The collection was called ‘Virginibus Puerisque’ and was published in 1881.
He moved to France in 1883, he wrote ‘A Child’s Garden of Verses’ in the southern county of France whilst suffering from illnesses. During this time, he started ‘The Black Arrow: A Tale of the Two Roses’ which was published in 1888. It was a history based book with an old English dialect.
In 1884, he, along with his family moved back to Britain because of the epidemic that broke out in the South of France. They moved to Bournemouth in the South County of England but the climate did not suit Robert Louis Stevenson. He kept falling ill, however, he had great willpower. His time in England is also considered very fruitful.
He met the American novelist ‘Henry James’ and had him revise ‘A Child’s Garden of Verses’. He started working on his bestseller ‘Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde’ and ‘Kidnapped”””””. His works are remembered and still read because of his wonderful portrayal of the sensations of childhood. He was appreciated by many critics, Graham Balfour being one of them.
Towards the end, along with his family, he spent most of his time in the Southern Seas. The sail began from San Francisco and went on and on for about a year up to Samoa, an island in the South Pacific. He took this excursion for the betterment of his health. During his time in the sea, he wrote ‘In the South Seas’ that was published in 1896 and ‘A Footnote to History’ that was published in the same year of 1892. They are perceptive and informative.
Personal Life of Robert Louis Stevenson
In 1876, Stevenson fell in love with Fanny Osbourne, an American lady who was a widow that had a son. His parents highly opposed the idea of him involving in a relationship with a married woman because of which she moved to California in 1878. Robert followed her after a year, which made his family even more furious.
He was in California without any money and ill. Eventually, he married her in early 1880’s in San Francisco, United States.
Health Conditions of Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson was a weak child as he was growing up and was prone to illnesses. He was diagnosed with tuberculosis in his youth and the disease remained with him until the end. In 1882, while living in Davos, Switzerland, he was diagnosed with lung haemorrhages when he was working on short stories – Thrawn Janet and The Merry Men. At the time of his death, he developed cerebral haemorrhage.
Death of Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson died on the 3rd of December 1894 at the young age of 44. Even though he suffered from long-term tuberculosis, it wasn’t the cause of his death. He died of the cerebral haemorrhage, that he developed at the later stage.
He returned from his voyage to Sydney at Samoa, where his family was waiting for him. He died at the same house. On the day of his death, he was working on ‘The Beach of Falesá’ which remained unfinished.
Robert Louis Stevenson: the father of modern travel writing
When asked of the impact Robert Louis Stevenson had on the literary world, many would point to his widely renowned works of fiction: Treasure Island and The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde. While both beloved texts, fiction was not the source of his initial success. Stevenson’s early travel writing was a driving force for his literary career and has continued to influence the way people write about travel even today.
Of his time, Stevenson was as well travelled as anyone could possibly hope to be. His journeys to the US and his eventual relocation to Samoa made him a travel celebrity, and later informed his work to a tremendous degree. His writing style employed a personal touch that was rare to travel writing at the time, and his focus on individuals rather than cultural stereotypes set his work apart from that of his contemporaries.
Today, modern travel writing is still influenced by his humour, flair and penchant for becoming as much a character in his stories as his subjects. While his tales of pirates and science gone wrong may now overshadow his travel work, any modern traveller owes a debt to the way Stevenson traversed, observed and interpreted the world.
First steps Stevenson was born to respected parents in Edinburgh on November 13, 1850. His father, Thomas, had built many of the deep-sea lighthouses around Scotland, and his mother, Margaret Isabella Balfour, had hailed from a family of church ministers and lawyers.
Travel played an important role in his life from an earlier age: in 1859, Stevenson’s family went on a three-week holiday to Bridge of Allan, Perth and Dundee in Scotland, and in 1862 they travelled to Bad Homburg vor der Höhe in Germany for the sake of his father’s health. In 1863, the family departed on a three-month tour of Europe, visiting France, Genoa, Naples, Rome, Florence, Venice and Innsbruck. These trips were by no means simple endeavours; the travel industry was in its infancy, and any serious journey represented a large and complex undertaking.
At the age of 17, Stevenson enrolled at Edinburgh University, studying engineering with a view to joining the family business. After abandoning the course to focus on a law degree instead, Stevenson successfully passed advocate in 1875, but would never practise law professionally.
It was during his summer vacations from university that Stevenson found his niche in travel writing, with his earliest published works recounting his travels with fellow artists in France. His first volume, An Inland Voyage, was published in 1878, and recalled a canoe trip he made through Belgium and France with his friend Sir Walter Grindlay Simpson in 1876. A year later, Travels with a Donkey in the Cevennes was published, describing a hiking trip in France he made with a particularly stubborn donkey. In this piece, Stevenson recounts commissioning a craftsman to make him a custom-designed sleeping sack, one of the earliest examples of a sleeping bag.
Speaking to Business Destinations, Duncan Milne, a PhD scholar at Edinburgh Napier University, said it was these texts that ultimately set Stevenson’s career in motion: “People think he was primarily a writer of fiction, but it wasn’t until he was into his 30s that he was writing novels.”
Stevenson’s early travel texts established him as a somewhat unconventional writer. At the time, many English writers dealing with so-called foreign lands attempted to provide what they considered to be a ‘matter of fact’ representation of a location or its people – often using broad generalisations. Cultures were described in sweeping terms, and regularly compared – rather disparagingly – to the UK.
“It was a very didactic thing and it was very much about imposing your own culture and your own standards on a place you’re walking through,” Milne said. “But Stevenson, making it more personal, was also about being receptive. He’s much more of the style of travel writers from a century later.”
The Amateur Emigrant Stevenson’s travels would continue throughout his life. After following Fanny Van de Grift Osbourne, the woman he would eventually marry, to the US, Stevenson undertook a remarkable journey across the country in 1879. Upon marrying Van de Grift Osbourne, the pair spent their honeymoon squatting in an abandoned silver mine. These trips would inspire Stevenson’s next volumes: The Amateur Emigrant and The Silverado Squatters.
Milne believes these works exemplify Stevenson’s tendency to focus on people in his travel writing, particularly his meetings with Chinese labourers: “At the time they were the main labour force in America, particularly out west. They were the ones who’d been building the railroad. Stevenson responds to how they were treated.
“He was very much focused on their human individuality, as opposed to a lot of Victorian writers… [who] would tend to sort of homogenise groups, or nationalities or ‘types’ of people in order to generalise.
“And that’s what really strikes me about [Stevenson’s] travel writing, it’s about a series of encounters, encounters with individuals.”
Stevenson continued to travel regularly after he married. Becoming restless in Europe, he set sail across the Pacific Ocean in 1888, jumping from island to island before eventually settling in Samoa. The essays he wrote during his journey were collected in In the South Seas, and retained a focus on individuals. The fiction he later wrote would also build on his experiences of travel, and he was not shy of criticising colonialism.
Milne said Stevenson’s journeys through the Pacific showed a desire to genuinely and honestly interact with different cultures: “He’s not going there as a tourist, he’s not going there as a colonist, he’s going there as somebody who wants to have meaningful encounters with culture, never in a patronising way, as you often have [with] travel writing of that sort, but again in a very humble way.”
Personal perspective Stevenson often played a primary role in his tales of travel, and he was very willing to poke fun at his own discomfort and awkwardness in strange situations. A classic example is Travels with a Donkey in the Cevennes, where he colourfully recounts his inability to get his donkey, Modestine, to move. A local peasant eventually assisted Stevenson, teaching him to bellow the traditional command: “Proot!” Throughout the piece, Stevenson is refreshingly inept and more than a little sheltered.
“He’s very honest about how he responds to things, he doesn’t try to put on a face, he doesn’t try to show how good, and wise and informed a traveller he is,” Milne said. “He admits when he is annoyed, he admits when he is uncomfortable, he admits when he is embarrassed as well.”
However, Milne also revealed that Stevenson’s focus on personal experience was the subject of much criticism at the time. By writing himself so heavily into his work, Stevenson was dismissed as an egoist, and was frequently accused of self-indulgence.
But, when read today, Stevenson’s work has clearly influenced modern travel writing. His style can easily be compared to the latest travel diaries or blogs, and his personal and powerfully honest perspective is easily relatable today. So while the status of his fictional works remains significant, Stevenson’s impact on travel must be considered equally important.
Do people still grow up reading Robert Louis Stevenson? His adventures were staples of my own youth because my parents had some of his old books around the house, but I recall even then my reading friends were into more current books in which long-past British and Scottish customs and expressions did not have to be puzzled out. Now in the era of Harry Potter, I suspect the exploits of lads from centuries ago are not exactly engrossing for adolescents.
Of all Stevenson’s once immensely popular novels, only Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde seems poised to remain a classic for eternity, mainly as a horror story. To a lesser degree his Treasure Island lives on as the archetypal pirate story, helped by repeated movie treatments.
Too bad really, because Stevenson wrote some wonderful stuff. Not only have previous generations of young and old thrilled to his tales, but he laid down many of the structures that have gone into making great popular fiction ever since. Many of today’s «modern classics» are based on elements first popularized by Robert Louis Stevenson. He had an incredibly diverse, prolific and innovative output for a writer who died so young.
Stevenson suffered from tuberculosis since his childhood in Edinburgh and spent much of his time in bed as a youth, making up stories before he could read. He studied law at Edinburgh University but instead of practising as a lawyer he went abroad for his health and wrote travel pieces, essays and short stories for magazines. His first two books were travel accounts. Other non-fiction based on his personal experiences followed, but in 1882 four stories he had written in the 1870s were published under the title New Arabian Nights. These fantastic and macabre tales are considered by many the earliest short stories of note in British literary history.
However Treasure Island (1883) was his first big popular success. His first novel began with a map of a «Treasure Island» he drew to amuse his stepson on a rainy day while on holidays. It grew into a serialized story in a youth periodical and then into book form to become the beloved story of pirates and treasure-seeking adventure, creating the enduring character of Long John Silver.
It was followed by the equally popular collection A Child’s Garden of Verses (1885), including delightful poems that have been set to music and have come down to the present day. His second novel, Prince Otto (1885), was a psychological fantasy taking place in the fictional state of Gr—newald.
But Stevenson called on his own upbringing in Scotland for his next adventure in Kidnapped (1886). This is a sprawling thriller with a young orphan, David Balfour, battling piratical sailors, fleeing the law across the wild Highlands as a falsely suspected murderer, and maneuvering among scarcely understood political intrigues of the time. A lesser known romantic sequel, Catriona (sometimes called David Balfour), was produced in 1893.
The same year as Kidnapped, Stevenson published the famous novella (or long story) Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde, in which a personality is split in two by science—into the respectable Victorian doctor and the brutish hell-raiser Hyde. (Stevenson pronounced the first name like JEE-kyl, by the way, not JECK-le as it’s come down to us in movies.) Dr Jekyll and Mr Hyde is a story susceptible to many psychological interpretations, and perhaps Stevenson’s most philosophically sophisticated fiction.
Following Edgar Allan Poe
Around this time, Stevenson also wrote many shorter stories, often in a macabre vein recalling Edgar Allan Poe, including «The Body-Snatcher» and «Markheim», which takes Dostoyevsky’s Crime and Punishment as a model. Some of Stevenson’s contemporaries, notably Arthur Conan Doyle, thought it would be for his short fiction that he would be remembered.
Dr Jekyll and Mr Hyde made Stevenson’s fortune and he bought a South Seas island to which he retired to spend the rest of his days quietly, in writing, taking opium and sending letters to newspapers attacking British colonialism.
Many more stories, novels, memoirs and plays appeared over the next several years, including The Black Arrow (1888), an adventure set in the War of the Roses. The Master of Ballantrae (1889) is an adult tale of two brothers—one good and one evil—that some consider Stevenson’s best work.
The Wrong Box (1889) was co-written with his stepson, Lloyd Osbourne. It’s a darkly comic tale of mistaken identity (made into a very funny movie in 1966 with Michael Caine, Dudley Moore, Peter Cook and Ralph Richardson).
His most acclaimed work of this time though is the novella The Beach of Fales— (1892), which was slashed by editors for its depiction of supposed island immorality.
One of the most noteworthy works of Stevenson’s latter years is the last to be published during his lifetime, The Ebb-Tide (1894), also co-written with Osbourne. The novella presages both Joseph Conrad’sLord Jim and The Heart of Darkness, as well as incorporates some of the features of Stevenson’s own adventure tales, though it is far darker and grislier than any of them. This great story has been made into several film and television features.
Stevenson was working on The Weir of Hermiston when he died of a brain hemorrhage, possibly as a result of his drug use, at age forty-four. Published posthumously and unfinished, this novel also is considered by some critics to be his masterpiece.
Treasure Island Author Robert Louis Stevenson Was a Sickly Man with a Robust Imagination
The late William Zinsser called it “probably the most inaccessible grave in English letters.” He was talking about the top of a small mountain in Upolu, Samoa, where the Scottish man of letters Robert Louis Stevenson was buried in 1894. Stevenson was only forty-four when mourners climbed the mountain to lay him to rest, but he had accomplished a lot, penning scores of poems and essays, brightly imagined adventure novels such as Kidnapped and Treasure Island, and a pioneering work of science fiction, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.
Stevenson had many occasions to think about his own mortality. Frequently ill since childhood, he’d suffered from a chronic lung ailment with symptoms typical of tuberculosis, including breathing problems and spitting up blood. Some commentators have speculated that Stevenson didn’t have tuberculosis, but a rarer pulmonary condition such as bronchiectasis or Osler-Weber-Rendu syndrome. Whatever the root of Stevenson’s health problems, the result was essentially the same. He’d come near death several times, and had traveled much of the world in an odyssey to find a climate ideal for his health. In Samoa, he made his last great attempt to regain his health, although a look at any of Stevenson’s portraits underscores how tenaciously illness shadowed him.
In John Singer Sargent’s painting of Stevenson, he looks stretched to distortion, like a reflection from a fun-house mirror. People were often shocked by how skinny he was. “Imagine a man so thin and emaciated that he looked like a bundle of sticks in a bag, with a head and eyes morbidly intelligent and restless,” historian Henry Adams remarked after visiting Stevenson in Samoa. A doctor summoned to attend Stevenson in his final hours couldn’t believe that a man so frail had done so much. “How can anybody write books with arms like that?” he asked.
But those who knew Stevenson often thought not of his physical weakness, but his emotional vitality. He was, despite his frailty, a man who seemed aggressively alive. He was five feet, ten inches tall, and prone to eccentric fashion. “The whole world knows what Stevenson looked like,” writer William Maxwell noted. “The velvet coat, the long straight hair, the stringy mustache, the engaging brown eyes that were, it appears, capable of great changes of expression and color.” Writer Edmund Gosse recalled how arresting Stevenson was when he first met him in London. They’d agreed to lunch, but hours later, with sunset approaching, Stevenson was still talking. “As twilight came on,” Gosse remembered, “I tore myself away, but Stevenson walked with me across Hyde Park, and nearly to my house. He had an engagement, and so had I, but I walked a mile or two back with him. The fountains of talk had been unsealed, and they drowned the conventions. I came home dazzled with my new friend.”
As a university student, before he gained fame as the author ofPeter Pan, J. M. Barrie bumped into Stevenson in the middle of an Edinburgh street, then ended up skipping class so that he could share a few hours with Stevenson in a tavern. “Some men of letters, not necessarily the greatest, have an indescribable charm to which we give our hearts,” Barrie wrote.
“Part of the dazzle,” scholar Jenni Calder writes of Stevenson, “arose from the brilliance of his conversation. He loved to talk, and as he talked he would move about the room, gesturing expressively, smoking almost continuously, fluid and restless. . . . He was spontaneous and thoroughly unconventional.”
His oddness could sometimes border on affectation; in some pictures, he wears a sash that looks lifted from the pirates of Treasure Island. “Depending on one’s point of view, Stevenson was either immensely charismatic or maddeningly self-involved, or both,” explains scholar Jenny Davidson. “It is quite clear that he liked always to be the center of attention and if he was not, he would do outrageous things to have himself restored to his rightful place,” biographer Frank McLynn has noted. Stevenson once removed his coat in a drawing room—a vivid breach of etiquette—because he felt the conversation shifting away from him. “You might as well put your coat on again, no one is taking any notice of you,” his hostess told him. “I wish that life was an opera,” Stevenson wrote to his mother when he was a young man. “I should like to live in one; but I don’t know in what quarter of the globe I shall find a society so constituted.”
From an early age, Stevenson indulged a rich fantasy life. “When he was a child and was kept awake by night fears and fever,” wrote Maxwell, “his father would sit at his bedside and for hours carry on a droll conversation with imaginary coachmen, innkeepers, and such, until the reassuring sound of his voice and the strangeness of what he was saying sent the little boy off to sleep.”
In this way, quite possibly, Stevenson came to see imagination as a way to stay alive, like the mythical heroine of The Arabian Nights. Stevenson learned to use the making of stories, again and again, to lift him from his sickbed. That theme rests at the heart of Stevenson’s deeply autobiographical “The Land of Counterpane,” from his celebrated collection of poems for youngsters, A Child’s Garden of Verses. In “Counterpane,” which takes its name from an old-fashioned term for bedspread, a convalescing child, shut off from the world, creates a new one of his own:
When I was sick and lay a-bed, I had two pillows at my head, And all my toys beside me lay To keep me happy all the day.
And sometimes for an hour or so I watched my leaden soldiers go, With different uniforms and drills, Among the bed-clothes, through the hills;
And sometimes sent my ships in fleets All up and down among the sheets; Or brought my trees and houses out, And planted cities all about.
I was the giant great and still That sits upon the pillow-hill, And sees before him, dale and plain, The pleasant land of counterpane.
Born in 1850, Stevenson grew up as an only child in a fashionable Edinburgh neighborhood. His father, Thomas Stevenson, was part of a distinguished line of engineers, and the young Louis, as he was known to friends and family, was trained to follow suit. After Louis confessed no interest in extending the family tradition, he became a law student, but that line of study proved fruitless, too. What Louis really wanted to do, more than anything, was write.
Stevenson’s precarious career choice, along with his questioning of his father’s orthodox religious views, brought deep strains to their relationship, although the elder Stevenson continued to financially support Louis during his years of literary struggle. In the wake of these family conflicts, Stevenson left for France, ostensibly in search of a better climate for his lungs. He found the change of culture even more bracing than the change of air.
A prototypical hippie, Stevenson loved the laid-back sensibility of the French. Listen to how Stevenson, dependent on his father’s allowance and still bristling at his family’s Presbyterian propriety, romanticizes his lack of money:
Now, what I like so much in France is the clear unflinching recognition by everybody of his own luck. They all know on which side their bread is buttered, and take a pleasure in showing it to others, which is surely the better part of religion. And they scorn to make a poor mouth over their poverty, which I take to be the better part of manliness.
In France, though, Stevenson also saw an opportunity to make some money for himself. He recorded a lengthy canoe ride that concluded in Pontoise, a community northwest of Paris, translating his experiences into his first book, the travelog An Inland Voyage. The book was well received, and literary critic Sidney Colvin, a close friend, lauded Stevenson’s “landscape writing” as “like the landscape-painting of the Japanese.”
Embracing a technique that would become his signature, Stevenson doesn’t merely record geography; he dramatizes it. Here, as he perilously navigates toward Pontoise, Stevenson takes the reader by the collar and brings him aboard:
The canoe was like a leaf in the current. It took it up and shook it, and carried it masterfully away, like a Centaur carrying off a nymph. To keep some command on our direction required hard and diligent plying of the paddle. The river was in such a hurry for the sea! Every drop of water ran in a panic, like so many people in a frightened crowd. But what crowd was ever so numerous or so single-minded?
Stevenson quickly capitalized on the success of An Inland Voyage with Travels with a Donkey in the Cévennes, a sometimes comic account of his journey into the mountains of south-central France with a recalcitrant beast of burden named Modestine. He somewhat sanitized his treatment of Modestine, which involved frequent swats to prod her along. Not all critics were mollified, though. “Raw legs and bleeding skin do not move him in the least,” one reviewer lamented of Stevenson.
But the book drew more fans than detractors, and Stevenson needed professional success more than ever. In France, he had begun a love affair with Fanny Osbourne, a married American with two children who was estranged from her husband. Stevenson eventually followed Fanny back to America, a trip that nearly killed him. The two married in San Francisco in 1880 shortly after Fanny’s divorce, which made Stevenson responsible for a dramatically expanded household.
Biographers have, in general, taken a dim view of Fanny’s role in Stevenson’s life, faulting her and her son, Lloyd Osbourne, especially, for draining him physically, financially, and emotionally. McLynn, the leading prosecutor in the anti-Osbourne school of Stevenson biography, puts it bluntly in his 1993 account of Stevenson’s life, concluding that it’s “impossible to argue against the thesis that Robert Louis Stevenson was a martyr to the greedy, grasping Osbourne family.”
Stevenson did, indeed, work hard to keep his household solvent, even when it involved churning out manuscripts from his sickbed. Strapped for cash after their California wedding, the Stevensons improvised a bizarre bargain honeymoon, holing up for a time in a deserted miner’s shack in the hills above Napa Valley. Still weak from his transatlantic voyage and in no shape for roughing it, Stevenson nevertheless turned out another travelog of his Western sojourn, The Silverado Squatters. Travel writing continued to be an important part of Stevenson’s career as he and his family visited one country after another, usually in search of a better climate for his lungs. His biography reads like a steamer trunk stamped with interesting destinations: France, Switzerland, New York, England, the Marquesas, the Paumotus, Tahiti, Hawai‘i, and, finally, Samoa.
Along with travel journalism, Stevenson proved a prolific essayist, publishing so many pieces in editor Leslie Stephen’s magazine The Cornhillthat the initials “RLS” in Stevenson’s byline were jokingly assumed to signify the “Real Leslie Stephen.” His essays shimmer with easy charm, offering disquisitions in the style of Charles Lamb or even Montaigne on topics as eclectic as dogs, umbrellas, and the pleasures of loafing. But within cheerfully chatty passages, Stevenson gives a nod toward bleaker themes—a literary gesture all the more shocking because it seems so casual. In one of his signature compositions, “The Lantern-Bearers,” he warmly recalls boyhood excursions in which he and his adventuring comrades hooked tin lanterns on their belts to brighten evening walks through a little fishing village. It’s a classic summer reminiscence that’s blithely mingled with macabre memories of a local fisherman’s wife who cut her own throat. “She was lodged in the little old jail in the chief street,” Stevenson mentions in passing, “but whether or no she died there, with a wise terror of the worst, I never inquired.” It’s vintage Stevenson—private terrors winking at us from the otherwise pleasant hearth of daily existence—and not an entirely surprising sensibility for a writer whose comfortably affluent childhood had been shadowed by dangerous illness.
In his fiction, too, Stevenson ceaselessly explored the curious duality of existence, how darkness and light could reside in the same day, the same life, even the same person. That vision informs Treasure Island, his wildly popular pirate’s tale in which we’re not quite sure of the line between heroes and villains. The yarn seems, at first glance, like a straightforward adventure tale about a boy named Jim who discovers a treasure map and, with the help of friends Dr. Livesy and Squire Trelawney, outfits a ship to search for the loot. Long John Silver, on board as a crewman, conspires to mutiny and take the treasure for himself. But as McLynn points out, all of the characters, even the ostensibly virtuous ones, have been corrupted by their pursuits, although Long John is the only one who seems to truly know his own motivations. That moral ambiguity is equally evident in Kidnapped, another buccaneering narrative that asks us to consider which character—the volatile rebel Alan Breck Stewart or the more coldly rational David Balfour—has the truer grasp of reality.
Stevenson’s defining masterpiece of conflicting values, of course, is The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, in which the physician Jekyll develops a drug that divides him into two selves—his good-natured familiar character and the monstrous alter ego, Hyde. The tale has become such a cultural commonplace that today’s readers might have a hard time fathoming just how shocking it was to Stevenson’s nineteenth-century fans. “Published in January 1886, Stevenson’s story quickly became a best-seller on both sides of the Atlantic,” writes Davidson. Only a year later, the American actor Richard Mansfield launched a stage version of the novel in Boston that created a sensation. “Strong men shuddered and women fainted and were carried out of the theater,” Mansfield biographer Paul Wilstach noted. “People went away from Dr. Jekyll and Mr. Hydeafraid to enter their houses alone. They feared to sleep in darkened rooms. They were awakened by nightmare. Yet it had the fascination of crime and mystery, and they came again and again.”
As Davidson points out, Stevenson didn’t fully benefit from the craze he’d created, since copyright laws failed to prevent unauthorized theatrical adaptations from cashing in. He continued to work as hard as ever, even after settling in 1890 in Valima, his estate in Samoa, a tropical getaway that seemed to promise rest and relaxation. During his Samoan period, Stevenson led a life as colorful as any of his novels. He became involved in local politics, campaigning for Samoan rights against colonial powers. He was even accused of sedition by the British government when he supported a Samoan chief, but was eventually hailed as a peacemaker.
On December 3, 1894, as he was standing with Fanny on the veranda and making dressing for the dinner salad, Stevenson collapsed and lost consciousness, dying the same evening of what doctors determined to be a brain hemorrhage. Stevenson had wanted to be buried on the plateau of Mount Vaea near the family home, but there was no path up the long, steep incline, and the tropical heat meant that his burial could not be delayed.
“More than forty Samoans, including some chiefs, came promptly the next day and began the seemingly impossible task of clearing the virgin jungle up the mountainside,” writes biographer Claire Harman. The instant roadway, adds Harman, “was a feat of love as well as industry, the latest and greatest mark of the Samoans’ respect and affection for their most sympathetic sojourner.”
Robert Louis Stevenson’s life embraced contradictions as intense as any found in his stories. He seemed like the quintessential bohemian, but was thoroughly conventional in his devotion to family. He cast himself as a merry idler, yet displayed a work ethic that would shame the most ardent Puritan. Illness destined him to the sickbed, but he traveled the globe and continues to inspire new generations of dreamers. His books are both celebrated and dismissed as simple entertainments, but literary sophisticates as diverse as Henry James and Jorge Luis Borges looked to him as a model.
He risked oblivion in raging currents and rugged mountains, but eventually died while helping his wife make dinner. Stevenson, one gathers, would not have been surprised by that last, crowning contradiction. “You may paddle all day long,” he wrote, “but it is when you come back at nightfall, and look in at the familiar room, that you find Love or Death awaiting you beside the stove; and the most beautiful adventures are not those we go to seek.”
QUIRE TRELAWNEY, Dr. Livesey, and the rest of these gentlemen having asked me to write down the whole particulars about Treasure Island, from the beginning to the end, keeping nothing back but the bearings of the island, and that only because there is still treasure not yet lifted, I take up my pen in the year of grace 17__ and go back to the time when my father kept the Admiral Benbow inn and the brown old seaman with the sabre cut first took up his lodging under our roof.
I remember him as if it were yesterday, as he came plodding to the inn door, his sea-chest following behind him in a hand-barrow—a tall, strong, heavy, nut-brown man, his tarry pigtail falling over the shoulder of his soiled blue coat, his hands ragged and scarred, with black, broken nails, and the sabre cut across one cheek, a dirty, livid white. I remember him looking round the cove and whistling to himself as he did so, and then breaking out in that old sea-song that he sang so often afterwards:
“Fifteen men on the dead man’s chest—
Yo-ho-ho, and a bottle of rum!”
in the high, old tottering voice that seemed to have been tuned and broken at the capstan bars. Then he rapped on the door with a bit of stick like a handspike that he carried, and when my father appeared, called roughly for a glass of rum. This, when it was brought to him, he drank slowly, like a connoisseur, lingering on the taste and still looking about him at the cliffs and up at our signboard.
(…)
Audio:
Videos:
Treasure Island – Victor Fleming (1934)
The Secret of Treasure Island – Elmer Clifton (1938)
Treasure Island – Byron Haskin (1950)
Long John Silver – Byron Haskin (1954)
Between God, the Devil and a Winchester– Marino Girolami (1968)
Franco, Ciccio e il pirata Barbanera(Franco, Ciccio and Blackbeard the Pirate) – Mario Amendola (1969)
Treasure Island – John Hough (1972)
Scalawag – Kirk Douglas (1973)
Treasure Island – Hal Sutherland (1973)
Планетата на съкровищата (The Treasure Planet) – Rumen Petkov (1982)
L’île au trésor – Raúl Ruiz (1986)
Oстpoв сoкpoвищ (Treasure Island) – David Cherkassky (1988)
Treasure Island – Fraser Clarke Heston (1990)
Treasure Island – Ken Russel (1995)
Muppet Treasure Island– Brian Henson (1996)
Treasure Island – Peter Rowe (1999)
Treasure Island – Peter Rowe (1999)
Treasure Planet – Ron Clements, John Musker (2002)
Pirates of Treasure Island – Leigh Scott (2006)
Treasure Island – Steve Barron (2012)
Treasure Island – Polly Findlay, Tim Van Someren (2015)
Écrivain prolifique et visionnaire, Jules Verne sut capter l’esprit d’invention du XIXe siècle dans des romans où chaque idée continue à surprendre le lecteur par sa capacité d’anticipation.
Jules Verne, incontestablement, fut un homme du XIXe siècle. Né en 1828 dans une famille de la bourgeoisie nantaise, il connut en effet un parcours très classique et représentatif de cette époque. À une enfance et une jeunesse provinciales marquées par une éducation dans une institution religieuse succéda la traditionnelle « montée à Paris » pour faire son droit.
Là, comme tant d’autres, le jeune étudiant est happé par la vie littéraire, fréquente les salons et les cénacles, rencontre les gloires du temps comme Victor Hugo ou Alexandre Dumas. Il publie alors quelques nouvelles et quelques contes dans les journaux, écrit de nombreuses pièces pour le théâtre, avant de faire une rencontre décisive, celle de l’éditeur Pierre-Jules Hetzel en 1861. C’est le début d’une intense collaboration, qui accouche d’une œuvre immense – les Voyages extraordinaires, un ensemble de 62 romans et de 18 nouvelles –, qui conféra à Jules Verne une renommée internationale. Auréolé de gloire, l’écrivain, qui s’était installé à Amiens en 1871, y décède en 1905, terrassé par une crise de diabète.
Pourtant, derrière ce destin finalement si conforme aux attentes du XIXe siècle se dissimule un romancier visionnaire : le futur proche qu’il décrivit à longueur de pages ressemblait étrangement à ce que nous sommes devenus. Sa première grande intuition fut d’imaginer une société élargie aux dimensions de la planète, où les voyages sur terre, sur mer ou dans les airs devenaient monnaie courante, aux sources d’une première et évidente mondialisation. Porté par une indestructible foi dans la science et le progrès, Verne brossa aussi un monde où la machine était au service de nos rêves.
UNE CRÉATIVITÉ SANS BORNE
Plusieurs de ses innovations sont demeurées célèbres, à commencer par le Nautilus, l’extraordinaire sous-marin électrique du capitaine Nemo, qu’il met en scène en 1869 dans Vingt Mille Lieues sous les mers. Mais ce fantastique engin est loin d’être le seul. En 1886, dans Robur-le-Conquérant, le romancier décrit l’Albatros, une sorte de plate-forme volante s’élevant dans les airs grâce à des hélices. Sa carlingue, faite de « papier sans colle, dont les feuilles sont imprégnées de dextrine et d’amidon, puis serrées à la presse hydraulique », lui assurait à la fois légèreté et résistance extrêmes.
Le même Robur, qui réapparaît dans Maître du monde en 1904, dispose cette fois-ci de l’Épouvante, véhicule triphibie qui combine la voiture, le sous-marin et l’avion. Plus classique mais non moins efficace se révèle le vaisseau spatial, carapacé d’aluminium, qu’un canon géant installé en Floride (non loin de l’actuel cap Canaveral) parvient à propulser en 1865 De la Terre à la Lune. Dans ce même roman, Verne imagine également un dispositif de locomotion dans l’espace utilisant l’énergie des radiations émises par les étoiles : c’est le principe des voiles solaires, ou photovoiles. Le train routier amphibie et à freins atmosphériques qu’il décrit en 1880 dans La Maison à vapeur pourrait sembler plus anodin. Ce serait oublier que la locomotive à vapeur à quatre roues qui le tracte est un éléphant d’acier qui crache le feu par la trompe et dont les yeux sont des fanaux électriques!
L’inventivité visionnaire de Jules Verne ne se limite pas aux seuls moyens de transport. Il imagine parfois des instruments autrement plus redoutables, comme la chaise électrique qu’il met en scène dans Paris au XXe siècle, près de 30 ans avant qu’elle ne soit expérimentée dans l’État de New York, ou encore certaines armes de destruction massive. Dans Face au drapeau, qu’il publie en 1896, Verne introduit Thomas Roch, un très inquiétant personnage, prototype du savant fou qui vient de mettre au point le « Fulgurateur », au potentiel destructeur sans précédent. Il s’agit d’un projectile en forme de disque, une sorte de missile avant l’heure, chargé d’un explosif très puissant et qui peut parcourir de très vastes distances. À l’arrivée, la déflagration qu’il produit détruit toute forme de vie sur plusieurs milliers de mètres carrés.
Moins terrible, mais tout aussi visionnaire, dans L’Île à hélice, Standard-Island est une île artificielle propulsée par des hélices. La capitale de ce paradis flottant, Milliard City, est peuplée de milliardaires et bénéficie de toutes les commodités que procure l’électricité. Mais c’est au registre des communications modernes que figurent les idées les plus prémonitoires du romancier. Ainsi cette préfiguration de l’hologramme, qu’il met en scène dans Le Château des Carpathes en 1892. Dans ce manoir hanté de Transylvanie se produit encore la belle Stilla, une cantatrice italienne décédée depuis longtemps.
Il faudra quelque temps au jeune héros pour comprendre que le baron de Gortz, sinistre propriétaire des lieux, se contente de diffuser les derniers enregistrements de la diva, tout en projetant sur un miroir l’un de ses portraits en pied. Dans La Journée d’un journaliste américain en 2889, qu’il publie dans The Forum en 1889, Verne va plus loin encore dans le futur de la communication.
Le reporter Francis Bennett converse avec sa femme de l’autre côté de l’Atlantique grâce au « téléphone-téléphote », qui retransmet la voix mais aussi l’image à l’aide d’un système de « miroirs sensibles connectés par des câbles ». La vidéoconférence venait de naître ! Dans le même roman, des tubes transocéaniques transportent des voyageurs à une vitesse de 1 500 km/h, des aérocars sillonnent l’espace, des extraterrestres nous adressent des photo-télégrammes. L’hibernation, à – 172°C, est devenue un procédé courant de conservation des corps, mais cela n’empêche pas les États de se livrer à la guerre bactériologique en échangeant des obus porteurs de la peste, du choléra ou de la fièvre jaune.
DE LA FICTION À LA RÉALITÉ
« On ne croira pas aujourd’hui à vos prophéties », lui aurait lancé Hetzel en refusant le manuscrit de Paris au XXe siècle. Verne, pourtant, n’était ni Léonard de Vinci, ni Alexander Graham Bell. Tout ce qu’il imaginait prenait sa source dans des inventions déjà existantes. « Je suis de la génération comprise entre ces deux génies, Stephenson et Edison », expliquet-il dans The Story of my Boyhood, ses « souvenirs d’enfance et de jeunesse » publiés aux États-Unis en 1891.
Le romancier, qui se passionna pour les Expositions universelles (et Paris en compta cinq de son vivant, en 1855, 1867 1878, 1889 et 1900), fut le contemporain d’innombrables inventions. L’électricité, si matricielle dans son œuvre, était la grande découverte du temps ; des sous-marins avaient été expérimentés aux États-Unis durant la guerre de Sécession, et la conquête du ciel pointait déjà son nez.
Moins qu’un inventeur, Verne était un anticipateur qui imaginait seulement ce que les inventions qu’il voyait naître deviendraient dans le futur. Il ne faisait donc qu’extrapoler à partir de prouesses scientifiques ou techniques de son temps. Le personnage de Thomas Roch, par exemple, s’inspirait très largement du chimiste français Eugène Turpin, inventeur de la mélinite et des canons gyroscopiques. En 1897, le savant attaqua d’ailleurs Verne et Hetzel pour diffamation. Mais la poursuite n’aboutit pas. Car la force du romancier était précisément de transposer tout cela dans la fiction, pour le plus grand plaisir de ses lecteurs.
9 technologies prédites par Jules Verne, écrivain et visionnaire de génie
Écrivain et visionnaire de génie du 19e siècle, Jules Verne a écrit de nombreuses œuvres d’anticipation qui recèlent de technologies que l’on utilise aujourd’hui et qui étaient alors considérées comme totalement farfelues à son époque. Nous vous présentons 9 de ses inventions « imaginaires » qui ont finalement et véritablement vu le jour.
LE SOUS-MARIN ÉLECTRIQUE
Le Nautilus, le sous-marin fictif de Vingt mille lieues sous les mers, livre sorti en 1869, est très certainement l’une des créations les plus célèbres de Jules Verne. Dans l’imaginaire du roman, il s’agit d’un sous-marin extrêmement avancé, compact et puissant, qui utilise l’électricité pour fonctionner, alors que celle-ci n’en est qu’à ses balbutiements à cette époque. C’est en 1880 que les ingénieurs ont commencé à construire des sous-marins fonctionnels qui utilisaient alors la même technologie que celui imaginé par l’écrivain pour plonger et émaner des océans. C’est finalement en 1887 que le premier sous-marin électrique fut lancé par la marine espagnole.
L’HÉLICOPTÈRE
Dans son roman « Robur le Conquérant » paru en 1886, Jules Verne conte l’histoire de Robur, un inventeur brillant qui provoque la colère des membres du Weldon-Institute, un club rassemblant tous ceux qui pouvaient s’intéresser à l’aérostatique, en disant que l’avenir appartient non pas aux ballons, mais aux machines volantes. Il construit alors l’Albatros (que l’on voit au deuxième plan de l’illustration ci-dessus), une machine volante mue par l’électricité, et emmène deux des membres du club dans un périple autour du monde à bord de son invention. C’est justement cet engin qui est le gigantesque « prédécesseur » de l’hélicoptère puisqu’il consiste en une plateforme s’envolant grâce à des hélices tenues en parallèle au sol.
LA VIDÉOCONFÉRENCE
Jules Verne fourmillait d’idées en ce qui concernait le futur de la communication. L’une des plus marquantes est sans aucun doute le « téléphone » qui apparaît dans sa nouvelle baptisée « La Journée d’un journaliste américain en 2889 » parue en 1889. A cette époque, le téléphone de Alexander Graham Bell avait moins de 15 ans, et pourtant, l’écrivain, avec l’aide de son fils, voyait déjà plus loin : il a imaginé une sorte de « console » qui permettait non seulement de recevoir et d’envoyer des « appels », mais aussi de monter des images en mouvement grâce à un système de « miroirs sensibles connectés par des câbles ».
LA CAPSULE SPATIALE
Dans son livre « De la Terre à la Lune » paru en 1865, Jules Verne raconte l’histoire des hommes du Gun Club de Baltimore qui, après la fin de la guerre de Sécession et s’ennuyant par manque d’activité, ont l’idée d’embarquer pour la Lune. Alors que le méthode de lancement est quelque peu originale (elle consiste en un long canon disposé sur une colline en Floride), beaucoup d’autres aspects imaginés par l’écrivain sont particulièrement proches de la réalité. Comme lors du premier lacement sur la Lune en 1965, le vaisseau imaginé par Jules Verne était fait d’aluminium, transportait trois astronautes et le livre contenait même des détails particulièrement précis sur l’effet de la gravité zéro sur le corps humain.
LA GUERRE DES DRONES
Le roman « Paris au XXe siècle » a été écrit en 1860 par Jules Verne mais n’a été publié qu’en 1994, à titre posthume. En effet, à l’époque où il termine son ouvrage, son éditeur le refuse, jugeant qu’il nuirait à la réputation de l’auteur et ajoute ainsi « On ne croira pas aujourd’hui à vos prophéties ». Pourtant, quelques-unes de ces prophéties se sont bel et bien réalisées… Ce bouquin retrace la vie d’un jeune homme de 16 ans qui cherche sa place dans le monde après avoir obtenu son diplôme. Lorsque ce dernier cherche à rejoindre l’armée, il réalise qu’il n’y a plus besoin de soldats pour faire la guerre, puisqu’elles sont toutes menées par des machines et des robots.
LES PERFORMANCES ARTISTIQUES HOLOGRAPHIQUES
Dans son livre « Le Château des Carpathes » publié en 1892, Jules Verne a fait une prédiction des plus étranges… Celle des performances artistiques holographiques ! En effet, dans ce roman, l’écrivain raconte l’histoire d’un baron vivant dans un château présumé hanté de Transylvanie. Lorsqu’un visiteur vient investiguer le lieu, il découvre qu’un chanteur d’opéra décédé depuis longtemps continue de se produire pour le baron… Finalement, il finit par comprendre qu’il s’agit en réalité d’une projection qui rejoue sans cesse une performance passée… Finalement, c’est un peu ce qu’il s’est produit durant le festival de musique Coachella en 2013, durant lequel les spectateurs ont pu assister à une performance du rappeur Tupac, décédé en 1996, grâce à un hologramme.
LA CHAISE ÉLECTRIQUE
C’est à nouveau dans le livre « Paris au XXe siècle » écrit en 1860, que Jules Verne a fait une prédiction pour le moins dérangeante… Celle de la chaise électrique. Alors que le protagoniste, Michel, tombe sur la construction d’une plateforme d’exécution publique, la méthode utilisée pour la mise à mort n’est plus la hache du bourreau, mais bel et bien une chaise connectée à des câbles électriques. Il est à noter que les propriétés dangereuses de l’électricité n’ont été connues qu’en 1863, alors que l’écrivain avait déjà écrit son livre. De plus, l’idée de tuer des gens grâce à cette méthode n’est apparue qu’en 1888, lorsque la toute première chaise électrique a été construite par l’État de New York.
LES MISSILES GUIDÉS
Beaucoup des inventions de Jules Verne étaient détenues par des personnages qui n’auraient probablement pas dû y avoir accès. Ainsi, dans son livre « Face au drapeau » paru en 1896, l’écrivain a imaginé le Fulgurateur, une arme de destruction massive sans précédent créée par le personnage Thomas Roch. Il consiste en un projectile chargé d’un explosif très puissant qui, une fois disposé sur un chevalet et après avoir réglé sa disposition de visée, s’élance jusqu’à une distance de plusieurs kilomètres avant d’exploser. Ça ne vous rappelle rien ? Le Fulgurateur est bien le cousin des missiles guidés que nous connaissons à notre époque et qui ont été utilisés pour la première fois par le Troisième Reich durant la Seconde Guerre mondiale.
LES VOILES SOLAIRES
Encore une fois, Jules Verne a fait des merveilles en prédisant les voiles solaires dans son livre « De la Terre à la Lune« . A noter qu’un voile solaire (ou photovoile) est un dispositif de propulsion utilisant la pression de radiation émise par les étoiles pour se déplacer dans l’espace à la façon d’un voilier. Et c’est justement cela que l’écrivain a prédit dans son livre pour faire se mouvoir sa capsule, dont nous vous parlions quelques lignes plus haut.
L’un de ses meilleurs biographes, Jean-Paul Dekiss, retrace le destin de cet écrivain prolifique, grand voyageur, amateur de théâtre, homme de son monde et dont l’imagination de génie le rapproche de ses personnages.
Qui était Jules Verne, avant de connaître le succès avec ses «Voyages extraordinaires»?
Jean-Paul Dekiss. Cet enfant de la bourgeoisie nantaise, né le 8 février 1828, a rêvé tout au cours de sa jeunesse devant les bateaux qui partaient pour de longs périples sous les fenêtres de la maison familiale face aux quais de la Loire. A 20 ans, après une déception amoureuse, il «monte» à Paris et commence des études de droit. Il fréquente les salons littéraires et se lie d’amitié avec Alexandre Dumas fils. C’est un boute-en-train un peu bohème, qui fréquente un joyeux club de célibataires, les «Onze sans femme». Il lit beaucoup – Hugo, Shakespeare, Walter Scott – et écrit quelques tragédies, qui ne seront jamais jouées. Finalement, on l’a un peu oublié aujourd’hui, il se lance dans le vaudeville mais également l’opérette. Sa première pièce, Les pailles rompues, est montée sur la scène du Théâtre historique, alors qu’il n’est âgé que de 22 ans. Jules Verne est un familier du monde des théâtres parisiens – il est embauché comme secrétaire du Théâtre lyrique – et vit sur les Grands Boulevards. Ses opérettes Colin-Maillard et Monsieur de Chimpanzé vont connaître leur petit succès.
Il est tout de même obligé de devenir agent de change pour gagner sa vie… J.-P. D. Oui. Après son mariage avec une jeune Amiénoise, sa belle-famille lui confie un petit capital et il se retrouve placier en Bourse. Son fils Michel, dont nous reparlerons, naît en 1861 et la période du joyeux célibat s’achève. Cette même année 1861, il se plonge dans l’écriture d’un premier roman.
Quel est le déclic qui va l’amener aux «Voyages extraordinaires»?
J.-P. D. Il y en a deux, l’un humain, l’autre littéraire. La rencontre avec l’explorateur Jacques Arago est déterminante. Cet aventurier aveugle (!), parent de la célèbre famille de savants, sillonne le globe et publie des récits haletants, porté par l’esprit des Encyclopédistes et un goût pour l’astronomie et la géographie. A peu près à la même époque, Jules Verne découvre l’?uvre d’Edgar Allan Poe, en particulier Les aventures d’Arthur Gordon Pym, dont il imaginera une suite dans Le sphinx des glaces. Il admire son goût du mystère et la finesse de la narration. Il rédige même une étude littéraire sur l’auteur des Histoires extraordinaires, la seule qu’il ait jamais publiée de sa vie. C’est à cette époque qu’il s’attelle à un roman d’un genre nouveau, que lui inspire, entre autres, son ami le photographe Nadar, grand amateur d’ascensions en montgolfière. Pour l’heure, cette ?uvre s’appelle encore Un voyage en l’air.
Qui était Jules Verne, avant de connaître le succès avec ses «Voyages extraordinaires»?
Jean-Paul Dekiss. Cet enfant de la bourgeoisie nantaise, né le 8 février 1828, a rêvé tout au cours de sa jeunesse devant les bateaux qui partaient pour de longs périples sous les fenêtres de la maison familiale face aux quais de la Loire. A 20 ans, après une déception amoureuse, il «monte» à Paris et commence des études de droit. Il fréquente les salons littéraires et se lie d’amitié avec Alexandre Dumas fils. C’est un boute-en-train un peu bohème, qui fréquente un joyeux club de célibataires, les «Onze sans femme». Il lit beaucoup – Hugo, Shakespeare, Walter Scott – et écrit quelques tragédies, qui ne seront jamais jouées. Finalement, on l’a un peu oublié aujourd’hui, il se lance dans le vaudeville mais également l’opérette. Sa première pièce, Les pailles rompues, est montée sur la scène du Théâtre historique, alors qu’il n’est âgé que de 22 ans. Jules Verne est un familier du monde des théâtres parisiens – il est embauché comme secrétaire du Théâtre lyrique – et vit sur les Grands Boulevards. Ses opérettes Colin-Maillard et Monsieur de Chimpanzé vont connaître leur petit succès.
Il est tout de même obligé de devenir agent de change pour gagner sa vie… J.-P. D. Oui. Après son mariage avec une jeune Amiénoise, sa belle-famille lui confie un petit capital et il se retrouve placier en Bourse. Son fils Michel, dont nous reparlerons, naît en 1861 et la période du joyeux célibat s’achève. Cette même année 1861, il se plonge dans l’écriture d’un premier roman.
Quel est le déclic qui va l’amener aux «Voyages extraordinaires»?
J.-P. D. Il y en a deux, l’un humain, l’autre littéraire. La rencontre avec l’explorateur Jacques Arago est déterminante. Cet aventurier aveugle (!), parent de la célèbre famille de savants, sillonne le globe et publie des récits haletants, porté par l’esprit des Encyclopédistes et un goût pour l’astronomie et la géographie. A peu près à la même époque, Jules Verne découvre l’?uvre d’Edgar Allan Poe, en particulier Les aventures d’Arthur Gordon Pym, dont il imaginera une suite dans Le sphinx des glaces. Il admire son goût du mystère et la finesse de la narration. Il rédige même une étude littéraire sur l’auteur des Histoires extraordinaires, la seule qu’il ait jamais publiée de sa vie. C’est à cette époque qu’il s’attelle à un roman d’un genre nouveau, que lui inspire, entre autres, son ami le photographe Nadar, grand amateur d’ascensions en montgolfière. Pour l’heure, cette ?uvre s’appelle encore Un voyage en l’air.L’application L’ExpressPour suivre l’analyse et le décryptage où que vous soyezTélécharger l’app
Intervient alors, comme un miracle, la rencontre avec l’éditeur Pierre-Jules Hetzel… J.-P. D. Elle va tout précipiter. A l’automne 1862, Jules Verne, alors âgé de 34 ans, propose le manuscrit de son histoire de ballon à Hetzel. L’éditeur est emballé et lui signe instantanément un contrat: Cinq semaines en ballon, premier volume d’une série appelée à devenir mythique, paraît en janvier 1863. Ce long roman arrive à point nommé pour Hetzel, qui rentre d’un long exil à Bruxelles, où il a notamment publié les Châtiments et Napoléon le Petit, deux terribles charges de Victor Hugo contre Napoléon III. Ce fervent républicain vient tout juste de s’allier à Jean Macé, laïc convaincu et fondateur de la puissante Ligue de l’enseignement, pour lancer un périodique, le Magasin d’éducation et de récréation. Verne présentera parfois Jean Macé comme son «directeur de conscience». Le credo de la revue est simple: distraire les familles en les éclairant. Avec ses «romans géographiques» et sa glorification du progrès, Jules Verne a tapé dans le mille. Hetzel demeurera son seul et unique éditeur jusqu’à sa mort.
Pourtant, les échanges entre eux seront parfois tendus… J.-P. D. Hetzel est un éditeur exigeant, comme en témoigne la lettre par laquelle il refuse le deuxième manuscrit de Verne, Paris au XXe siècle. «Je m’étonne que vous ayez fait d’entrain et comme poussé par un dieu une chose si pénible, si peu vivante», lui écrit-il. Ce manuscrit, exhumé par l’arrière-petit-fils de Jules Verne, ne sera publié qu’en 1994. Par la suite, Hetzel n’hésitera pas à intervenir sur le contenu des plus grands chefs-d’?uvre de Verne. Il voulait, par exemple, introduire une sorte de Gavroche pour guider les derniers pas de Michel Strogoff, devenu aveugle. Verne a refusé. Mais surtout, un débat assez vif les a opposés à propos de la personnalité du capitaine Nemo, l’un des héros emblématiques des «Voyages extraordinaires». Hetzel avait du mal à accepter la dimension anonyme et nihiliste de ce personnage qui coulait des navires sans raison et semblait haïr l’humanité. C’était une sorte de Ben Laden! Il suggère d’en faire un antiesclavagiste qui se vengerait des Anglais. Verne refuse et finalement les deux hommes décident de ne pas justifier les actes de Nemo, ce qui lui conférera cette dimension si particulière. Il faudra attendre la fin de L’île mystérieuse pour apprendre que le capitaine Nemo est en réalité un ancien maharadjah décidé à se venger des Anglais. Mais, comme on l’a découvert récemment en étudiant le manuscrit, Hetzel a tout de même réussi à apposer sa patte sur Nemo: dans la version originale de Verne, le dernier mot du capitaine était «Indépendance!»; l’éditeur l’a rayé et remplacé par «Dieu et patrie!». Ce qui, vous en conviendrez, n’est pas tout à fait la même chose…
Comment est organisé le cycle des «Voyages extraordinaires», qui comprend soixante-deux romans?
J.-P. D. Avec les six premiers volumes, Verne explore les six axes de notre univers: les airs avec le ballon, le pôle (Voyages et aventures du capitaine Hatteras), le centre de la Terre, le tour du monde (Les enfants du capitaine Grant), la Lune et la mer. La suite sera une série de variations autour de ces thèmes fondateurs. Verne écrit sur les nouvelles formes de l’enchantement. Ce qui ne l’empêche pas d’aborder des sujets plus noirs, comme avec Robur le Conquérant, ce nihiliste qui veut asseoir sa domination sur les airs. Il est amusant de noter que ce roman est écrit exactement à l’époque où Nietzsche rédige Par-delà le bien et le mal, dont la thématique n’est pas si éloignée.
Comment travaillait Jules Verne?
J.-P. D. Après avoir publié Vingt mille lieues…, Les enfants du capitaine Grant et De la Terre à la Lune, il déménage au Crotoy puis à Amiens. Là, il mène une vie réglée, car son contrat avec Hetzel stipule qu’il doit livrer trois volumes par an. Il écrit de 5 heures à 11 heures le matin, un premier jet au crayon de papier, puis la version définitive à l’encre. Après un déjeuner rapide, il file à la bibliothèque de la Société industrielle d’Amiens, où il épluche la presse scientifique et rédige des fiches qui lui servent de documentation pour ses romans. Il puise également beaucoup d’idées de personnages ou d’inventions dans ses conversations avec les industriels qui fréquentent cet endroit. Par ailleurs, chaque année, il consacre environ deux mois à la navigation et passe un mois à Paris, où il retrouve Hetzel et le monde du théâtre.
Jules Verne a-t-il connu rapidement la fortune avec ses romans?
J.-P. D. Si l’on regarde ses relevés de ventes chez Hetzel, on s’aperçoit qu’il vendait entre 30 et 40 000 exemplaires de chaque volume dans les cinq premières années. A sa mort, en 1905, ses plus célèbres romans avaient atteint les 100 000 exemplaires. Jules Verne ne percevait pas pour autant des droits d’auteur colossaux. Pour Cinq semaines en ballon, il ne touche que 500 francs de l’époque (environ 1 500 euros) à la signature. Par la suite, il aura 8% sur le prix de vente pour l’édition courante; pour les magnifiques éditions illustrées qui ont pourtant propagé le mythe Verne, il ne perçoit pas un centime sur les 20 000 premiers exemplaires (et très peu au-delà)! Hetzel prétend que l’impression des gravures et des riches couvertures cartonnées ne permet pas de dégager de marges suffisantes. Après les premières années, son revenu mensuel se montait à environ 4 000 euros d’aujourd’hui. Mais, pour cela, il doit livrer trois épais romans par an et écrire des manuels de géographie. Et s’il quitte Paris pour Amiens, c’est parce que la vie y est moins chère. Etrangement, ce sont les adaptations au théâtre qui vont apporter la fortune à Verne: Le tour du monde en 80 jours et Michel Strogoff sont d’immenses succès internationaux, qui relancent la vente des romans. Grâce aux contacts que Hetzel avait noués en exil, Verne est traduit très tôt à l’étranger. A la fin de sa vie, l’auteur de Robur le Conquérant est une star: lors de son dernier voyage autour de la Méditerranée, le bey de Tunis met son train privé à sa disposition, le pape le reçoit à Rome et un feu d’artifice est tiré en son honneur à Venise.
A propos, le mythe voudrait que l’auteur des «Voyages extraordinaires» n’ait jamais quitté Paris et Amiens… J.-P. D. Encore une idée reçue! A une époque où il n’était pas toujours simple de voyager, très jeune il visite la Scandinavie et l’Ecosse; en 1867, il s’embarque pour New York sur le Great Eastern, le plus grand paquebot du XIXe siècle. Là-bas, il ira visiter les chutes du Niagara. De ce périple, il tirera la matière d’Une ville flottante. Verne est un amoureux de la mer, il possédera de magnifiques voiliers, en particulier le Saint-Michel III, un ancien yacht à vapeur de 31 mètres nécessitant un équipage de huit hommes. Il y aménage une bibliothèque, y écrit parfois un chapitre de roman dans son «cabinet flottant». Chaque année, il vogue plusieurs mois en Méditerranée, au large de l’Irlande et du Danemark. Seule la vieillesse l’éloignera de la mer, sa grande inspiratrice.
Comment caractériser l’écriture de Jules Verne?
J.-P. D. «Je n’ai qu’une ambition en littérature, c’est d’être un styliste», écrivait-il à Hetzel. Son style fluide, classique, a l’art de vous plonger dans un sentiment de quiétude après une dizaine de pages. L’exposition dure en général très longtemps, parfois jusqu’à la moitié du roman. Il alterne descriptions, intrigue et dialogues vifs, nourris des ficelles du vaudeville. A sa manière, il dépasse la vision romantique du monde: chez lui, la nature n’est plus le cadre majestueux du roman, mais un acteur à part entière. Tempêtes, éruptions, orages sont comme des personnages. Bien sûr, parfois, certaines descriptions ou listes d’animaux sont un peu longues, mais on ne s’ennuie jamais. Jules Verne a même envisagé un temps de se présenter à l’Académie française, sur la suggestion de son ami Dumas fils. Mais il ne fera jamais acte de candidature officielle.
On l’ignore souvent, mais certains romans signés Jules Verne ont en réalité été écrits ou coécrits par son fils… J.-P. D. L’ironie veut que Jules Verne, dont les livres ont enchanté des générations d’enfants, ait eu les plus grandes difficultés à élever son fils. Michel était un garçon instable, qui a d’abord été confié à un institut spécialisé près de Tours, puis, alors qu’il avait une quinzaine d’années, envoyé par voie de justice, à la demande de son père, sur un bateau pour faire le tour du monde. Hetzel a raconté comment le romancier s’effondrait en pleurs dans son bureau à l’évocation des frasques de ce fils unique. Avec le temps, Michel devient chroniqueur scientifique au Figaro et commence à écrire quelques nouvelles comme L’agence Thompson and Co, que son père corrigera et qui sera publiée sous le nom de Jules Verne. A la mort du romancier, Michel Verne et le fils Hetzel décident d’éditer les manuscrits encore inédits. Certains sont publiés tels quels (Le beau Danube jaune, En Magellanie…), mais d’autres, comme L’étonnante aventure de la mission Barsac, sont largement retouchés par Michel, comme on a pu l’établir ces dernières années en étudiant les manuscrits.
A la fin de sa vie, Jules Verne s’investit dans la vie politique locale d’Amiens… J.-P. D. Il a toujours eu des amis de tous bords. Républicains, évidemment, avec Hetzel et Jean Macé. Mais aussi monarchistes: au Tréport, son bateau est voisin de celui de la famille d’Orléans. En 1888, il est élu conseiller municipal d’Amiens sur une liste républicaine. Il va surtout s’investir dans les domaines de la culture et de l’urbanisme. Il bataille ferme pour que la modernisation du tramway ne s’accompagne pas de fils électriques au-dessus des trottoirs, inaugure un magnifique cirque octogonal à deux pas de chez lui et défend âprement les subventions du théâtre. Son seul grand roman politique, En Magellanie, date de ces années-là: on y découvre le personnage d’un anarchiste, Kaw-Djer, qui préside aux destinées d’une colonie de neuf cents personnes sur une île, au large de la Terre de Feu, dans la grande tradition du roman utopique. Ce sera la dernière grande figure des «Voyages extraordinaires». A la fin de sa vie, Verne est affaibli par les séquelles d’une blessure mystérieuse: un soir, devant chez lui, à Amiens, Gaston, l’un de ses neveux, lui tire deux balles de revolver. On ne saura jamais pourquoi et la famille a tout fait pour étouffer l’épisode. Il est à l’hôpital, lorsqu’il apprend la mort de Hetzel. Il ne se pardonnera pas de n’avoir pu assister aux obsèques.
Quelle postérité artistique a-t-il laissée?
J.-P. D. Il faut savoir que Jules Verne n’a jamais écrit spécifiquement pour les enfants. Ses romans étaient d’ailleurs publiés en feuilleton dans des organes sérieux comme Le Journal des débats. Il écrit sur son temps. On le présente parfois comme le père de la science-fiction, mais il situe l’action de quasiment tous ses romans dans la seconde partie du XIXe siècle et souvent même dans l’année de leur rédaction, et non dans un futur indéterminé. Cela n’empêche pas nombre d’écrivains d’anticipation, comme Ray Bradbury ou Isaac Asimov, de se réclamer de lui. Mais son influence va bien au-delà du genre: Raymond Roussel (qui lui rend visite à Amiens), Julien Gracq, Apollinaire, Georges Perec, Michel Butor, Roland Barthes ont dit ou écrit leur admiration. Au cinéma, Walt Disney (qui a failli se ruiner pour produire Vingt mille lieues sous les mers avec James Mason et Kirk Douglas), Steven Spielberg ou James Cameron n’ont jamais caché leur fascination pour Verne. Il est peut-être l’écrivain qui a le plus influencé l’imaginaire du XXe siècle.
L’œuvre de Jules Verne, fruit de sa plume prolifique et de ses connaissances scientifiques considérables, a cartographié pour des millions de lecteurs une certaine idée de l’imaginaire.
Écrivain français le plus traduit dans le monde, Jules Verne a laissé derrière lui plus de 60 « Voyages extraordinaires ». 110 ans après sa mort, l’auteur de « 20 000 lieues sous les mers » ou « Le tour du monde en 80 jours » continue de faire frémir et rêver des générations entières. Il inspire également de nombreux artistes, comme en témoignent à Nantes les étonnantes Machines de l’île.
Publié en 1869, Vingt mille lieux lieux sous les mers est un roman d’aventures fantastiques de Jules Verne qui a fasciné des générations de lecteurs. Il a fait l’objet de traductions en 174 langues, c’est dire si, à travers le monde, ce livre a inspiré bien des adaptations au cinéma ou en bandes dessinées. Aimant à se documenter de mille façons et fréquentant les milieux scientifiques, c’est en témoin érudit de son époque que Jules Verne raconte les découvertes et l’évolution des sciences à travers son œuvre, ce qui la rend d’autant plus captivante.
Résumé du livre
Durant l’année 1866, plusieurs navires se trouvent aux prises avec un monstre marin d’une vitesse et d’une puissance inouïs. Revenant d’une expédition de six mois dans le Nebraska, Pierre Aronnax, professeur suppléant au Muséum d’Histoire naturelle de Paris pense qu’il s’agit d’un narval géant. La marine le convie à participer à une expédition à bord de la frégate américaine Abraham-Lincoln destinée à retrouver le monstre marin et à en délivrer les mers. Accompagné de Conseil, son fidèle domestique flamand, le Français embarque et se lie d’amitié avec Ned Land un harponneur canadien également à bord.
Après avoir sillonné les mers du Pacifique sans succès, le bateau mené par le commandant Faragut se prépare à rentrer lorsque Ned Land aperçoit un éclat électrique : le narval recherché. Après une nuit à tenter de le poursuivre, Ned réussit à lancer un harpon dans sa direction. La créature réagit aussitôt en inondant la frégate. Le choc est effroyable. Pierre Aronnax est précipité à la mer. L’hélice et le gouvernail brisés, le navire disparaît dans le lointain. Mais, auparavant, le fidèle Conseil a volontairement rejoint le naturaliste dans l’eau. Tous deux espèrent alors que des embarcations de la frégate viendront les sauver. En réalité, c’est Ned Land qui vient à leur secours. Également tombé par-dessus bord, il a trouvé refuge sur le monstre marin qui se trouve être fait en tôle d’acier. Ce cétacé tant redouté n’est pas un animal, mais une machine. Finalement, huit hommes apparaissent et les emmènent à l’intérieur du sous-marin.
Les trois compagnons font connaissance avec le mystérieux capitaine Nemo qui a rompu tout lien avec la société pour des raisons qu’il préfère garder secrètes. S’il accepte de leur donner l’hospitalité, il refuse toutefois que ses trois nouveaux passagers quittent à jamais son navire, le Nautilus. Cet homme mystérieux reconnaît Pierre Aronnax car il a souvent lu son livre sur les grands fonds de la mer. C’est pourquoi il lui demande de l’aider à poursuivre ses études sous-marines. Nemo lui explique le fonctionnement de ce sous-marin. L’air est renouvelé en remontant à la surface une fois par jour même si quelques réserves d’oxygène sont prévues. Tout à bord du Nautilus est créé à l’aide de ce qui est trouvé dans l’océan : l’électricité, la nourriture, les vêtements, etc.
Prisonniers du Nautilus, Pierre Aronnax, Ned Land et Conseil parcourent les océans du globe durant de longs mois. Le naturaliste est ravi de ce voyage d’exploration sous les eaux. Cette aventure lui offre ainsi l’occasion d’observer de nombreuses merveilles de l’océan, de découvrir une cité engloutie ou encore d’atteindre la banquise du pôle Sud. Cependant, Ned Land ne pense qu’à une seule
Un voyage initiatique
Excellent vulgarisateur, Jules Verne redonne un aperçu des connaissances scientifiques de son époque au sujet du milieu marin. Ainsi, ses descriptions dans les domaines de l’océanographie, de la biologie marine ou de l’ichtyologie sont extrêmement précises. Dans ce roman, il anticipe également les progrès techniques. En 1869, l’électricité n’en est encore qu’à ses balbutiements. Si les sous-marins existent déjà, le Nautilus fait preuve de performances extraordinaires.
Mais Vingt mille lieues sous les mers est avant tout un voyage initiatique durant lequel les héros subiront de nombreuses épreuves. Tout au long de cette aventure extraordinaire, ils découvriront l’Atlantide, chasseront dans une forêt sous-marine, traverseront une attaque de poulpes, risqueront d’être asphyxiés sous la banquise, etc. L’énigmatique capitaine Nemo réapparaîtra dans un autre roman de Jules Verne, L’Île mystérieuse.
Pourquoi Vingt mille lieues sous les mers est devenu un livre culte
À quoi reconnaît-on la place d’un roman dans la littérature mondiale ? À ses traductions. À ce jeu-là, Vingt mille lieues sous les mers est un véritable champion.
Le roman mettant en scène le capitaine Nemo dans son sous-marin, le Nautilus, est disponible dans plus d’une centaine de langues. De quoi propulser Jules Verne (1828-1905), son auteur, au rang du deuxième écrivain le plus traduit au monde, juste derrière la reine britannique du suspense, Agatha Christie, et devant William Shakespeare. Excusez du peu !
Un roman qui anticipe
Mais comment Vingt mille lieues sous les mers, publié initialement sous forme de feuilleton entre 1869 et 1870 a-t-il pu devenir à ce point culte dans le paysage littéraire comme dans les esprits ?
Pour Agnès Marcetteau, vernienne et directrice du musée Jules-Verne à Nantes, le succès repose sur le travail considérable fourni par l’auteur. « Jules Verne commence à parler de ce roman dès 1865. Soit quatre ans avant le début de la publication. Il s’est beaucoup renseigné, notamment à l’Exposition universelle de 1867 à Paris.»
Là, il peut observer les premiers modèles de sous-marins et les démonstrations de scaphandres dans des aquariums humains. De quoi donner naissance au Nautilus, un sous-marin avant-gardiste qui « présente les performances d’un véritable sous-marin nucléaire du XXe siècle alors que la technologie de l’époque n’avait mis au point ni un moteur sans oxygène ni l’autonomie en profondeur! ».
Son scaphandre autonome est, lui, largement inspiré de l’appareil Rouquayrol-Denayrouze, créé quelques années auparavant, mais qui n’avait qu’une autonomie d’une demi-heure. Avec Jules Verne, on peut plonger une dizaine d’heures !
À ce titre, Vingt mille lieues sous les mers anticipe donc le développement des technologies sous-marines, mais aussi l’état de la planète. Alors que nous sommes au XIXe siècle, le Nantais de naissance s’inquiète déjà de la surpêche et de l’épuisement des ressources !
Un travail considérable autour du personnage principal
Ce travail considérable, Jules Verne l’applique aussi à son fameux personnage du capitaine Nemo, à la dimension épique et dramatique. « Ce sont ses discussions avec son éditeur, Pierre-Jules Hetzel, qui vont notamment permettre de dresser un personnage quasiment archétype, un héros qui fascine. »
Preuve de ces discussions et de ce travail en profondeur sur la personnalité du héros, la nationalité de Nemo. À l’origine, Jules Verne l’imaginait en aristocrate polonais en conflit contre l’empire des tsars. Mais comme l’éditeur Hetzel avait des intérêts en Russie, il convaincra Verne d’abandonner cette piste. « Pour moi, la qualité de Vingt mille lieues sous les mers vient de cette contrainte éditoriale autour du personnage », assure Agnès Marcetteau.
Un écrivain universel adapté au cinéma
Le succès planétaire de ce livre provient aussi du projet romanesque de Jules Verne qui voulait explorer la totalité du globe. « C’est ce qui fait sa spécificité par rapport à des écrivains comme Balzac ou Zola, qui se concentrent sur le pays et la société dans lesquels ils vivent. C’est sans doute pourquoi, en plus de s’adresser à tous les âges, Verne est un écrivain universel. »
Résultat, Vingt mille lieues sous les mers a rapidement dépassé le simple statut de roman, en étant maintes fois adapté. Au cinéma bien sûr, dès ses débuts. Mais c’est le film de 1954, tourné par Richard Fleischer et Walt Disney Productions, avec Kirk Douglas, qui marquera le plus les esprits, en remportant plusieurs Oscars.
« Le cinéma se prête bien à l’œuvre de Jules Verne, qui n’oublions pas était à la base un homme de théâtre et un bon scénariste », souligne Agnès Marcetteau.
Cinéma, mais aussi théâtre, jeu vidéo, animation (le fameux poisson-clown Nemo rend ainsi hommage au capitaine), œuvres audio (Charles Aznavour et Jacques Gamblin ont notamment interprété le roman sur une musique originale de Yassen Vodenitcharov), sans oublier des attractions dans les parcs Disneyland américain, français et japonais, autant de prolongements de Vingt mille lieues sous les mersqui assurent à l’œuvre une légende éternelle.
I Un écueil fuyant L’année 1866 fut marquée par un événement bizarre, un phénomène inexpliqué et inexplicable que personne n’a sans doute oublié. Sans parler des rumeurs qui agitaient les populations des ports et surexcitaient l’esprit public à l’intérieur des continents, les gens de mer furent particulièrement émus. Les négociants, armateurs, capitaines de navires, skippers et masters de l’Europe et de l’Amérique, officiers des marines militaires de tous pays, et, après eux, les gouvernements des divers États des deux continents, se préoccupèrent de ce fait au plus haut point. En effet, depuis quelque temps, plusieurs navires s’étaient rencontrés sur mer avec « une chose énorme », un objet long, fusiforme, parfois phosphorescent, infiniment plus vaste et plus rapide qu’une baleine. Les faits relatifs à cette apparition, consignés aux divers livres de bord, s’accordaient assez exactement sur la structure de l’objet ou de l’être en question, la vitesse inouïe de ses mouvements, la puissance surprenante de sa locomotion, la vie particulière dont il semblait doué. Si c’était un cétacé, il surpassait en volume tous ceux que la science avait classés jusqu’alors. Ni Cuvier, ni Lacépède, ni M. Dumeril, ni M. de Quatrefages n’eussent admis l’existence d’un tel monstre – à moins de l’avoir vu, ce qui s’appelle vu de leurs propres yeux de savants. À prendre la moyenne des observations faites à diverses reprises – en rejetant les évaluations timides qui assignaient à cet objet une longueur de deux cents pieds, et en repoussant les opinions exagérées qui le disaient large d’un mille et long de trois –, on pouvait affirmer, cependant, que cet être phénoménal dépassait de beaucoup toutes les dimensions admises jusqu’à ce jour par les ichtyologistes – s’il existait toutefois.
En 1867, dans le Pacifique, un mystérieux monstre marin percute des navires. Le savant Aronnax, son domestique Conseil et le harponneur Ned Land partent à sa poursuite. Lorsqu’ils se retrouvent dans le ventre du monstre, en réalité un fabuleux sous-marin conçu par le capitaine Nemo, c’est le début d’un prodigieux périple à travers les eaux… Le chef-d’œuvre de Jules Verne est le premier roman où l’électricité fut traitée comme la force universelle qu’elle allait devenir. Du Pacifique au pôle Sud en passant par la Méditerranée, voici une épopée scientifique et maritime électrisée par l’Orchestre National de France!
L’année 1866 fut marquée par un événement bizarre, un phénomène inexpliqué et inexplicable que personne n’a sans doute oublié. Sans parler des rumeurs qui agitaient les populations des ports et surexcitaient l’esprit public à l’intérieur des continents, les gens de mer furent particulièrement émus. Les négociants, armateurs, capitaines de navires, skippers et masters de l’Europe et de l’Amérique, officiers des marines militaires de tous pays, et, après eux, les gouvernements des divers États des deux continents, se préoccupèrent de ce fait au plus haut point.
En effet, depuis quelque temps, plusieurs navires s’étaient rencontrés sur mer avec « une chose énorme, » un objet long, fusiforme, parfois phosphorescent, infiniment plus vaste et plus rapide qu’une baleine.
Vidéo:
Vingt Mille Lieues sous les mers – Georges Méliès (1907)
20,000 Leagues Under the Sea – Stuart Paton (1916)
C’est en 1874 que L’Île Mystérieuse de Jules Verne apparaît. L’auteur reprend le Capitaine Nemo comme personnage principal dans cette aventure après l’avoir utilisé dans Vingt Mille lieues sous les mers. L’Île Mystérieuse est ainsi la suite de la première œuvre de l’écrivain.
Le début
L’histoire de ce roman débute pendant la Guerre de Sécession. Richmond en Virginie a été assiégée. A cette période, la ville est la capitale de la confédération. Les nordistes ont laissé derrière eux que misère, famine et des milliers de morts. Un ingénieur du nom de Cyrus Smith, Nab (diminutif de Nabuchodonosor, son serviteur ancien esclave affranchi mais fidèle à son ancien maître, un marin nommé Pencroff ou Bonadventure très habile dans la couture et la menuiserie, un jeune homme orphelin de 15 ans appelé Harbert Brown et un reporter de guerre portant le nom de Gédéon Spilett décident de monter dans un ballon et de s’enfuir de l’endroit. Ils emmènent avec eux un chien répondant au nom de Cyrus. Le 20 mars, le groupe s’installe dans la nacelle et part vers l’inconnu.
La vie en ballon
Pendant plusieurs jours, le petit groupe va voler dans ce ballon de fortune. Ie 24 mars, un ouragan très puissant les touche. ils affrontent des vents d’une extrême violence. Les passagers se débarrassent de tous le poids qu’ils ont en excédent de bagages mais ça ne suffit pas. Il finissent par s’écraser sur une île déserte volcanique. Cette île n’existe pas dans la réalité mais l’auteur la situe au large de la Nouvelle-Zélande dans le Pacifique Sud. Le groupe baptise alors l’île et cette dernière portera le nom de Lincoln.
Organisation de la vie sur l’île
Petit à petit, le groupe organise sa vie sur l’île. Smith a de multiples talents qu’il met à disposition du groupe. Ils commencent par faire du feu puis construisent un four pour les poteries. L’ingénieur sait aussi comment fabriquer des explosifs. Avec ses compagnons, il emménage une embarcation. Ils fabriquent une sorte de télégraphe et bâtissent leur maison dans une grotte grâce aux connaissances de Pencroff. Ils la baptisent Granite House. Malgré toute leur bonne volonté, tout s’acharne contre eux. Ils vont être confrontés à des séismes, des éruptions volcaniques et des ouragans. Ils rencontrent un orang-outan qu’ils vont appeler Jupiter ou Jup et l’apprivoiseront.
Une adaptation assez mystérieuse
Plus on avance dans l’histoire et plus on se rend compte que le groupe s’adapte sur l’île. On se rend compte aussi que certains événements sont inexplicables comme si quelqu’un veillait sur eux. A moment donné, ils trouvent sur l’île des munitions avec des outils. Un peu plus tard, c’est un message dans une bouteille venant de la mer qui se présente à eux. Ils tombent aussi sur un porc mort et trouvent une balle dans son corps.
Explorations des alentours
Le message dans la bouteille donne au groupe des espoirs de ne pas être seuls. Ils prennent alors leur embarcation de fortune pour aller visiter les alentours. L’île de Tabor serait leur destination privilégiée car elle semblerait abriter un naufragé. Une fois qu’ils sont arrivés sur cette île, ils trouvent un étrange personnage.
Une rencontre bien particulièrement
Arrivés sur l’île de Tabor, le groupe rencontre un personnage du nom d’Ayrton. Il vit comme une bête sauvage depuis le temps qu’il est seul. Le groupe apprend qu’Ayrton est un bandit. Grâce à ses nouveaux compagnons Ayrton retrouve un peu la vie civilisée ainsi que la rédemption.
Retour sur Lincoln
Le groupe décide de revenir sur son île mais le retour est très difficile. Ils vont rencontrer une tempête qui les déviera de leur chemin. Mystérieusement, ils retrouver ce dernier grâce à un feu sur l’île qui, pourtant, n’a pu être allumé spontannément.
Quelques temps après
Ayrton arrive sur l’île de Lincoln avec un groupe de pirates. Il désire se servir de l’île comme son repaire. Il va livrer bataille au groupe de héros mais son bateau explose subitement. Un grand nombre de pirates est tué. Bizarrement les corps n’ont aucune trace de blessure sur leur corps comme s’ils n’avaient pas combattu. Six d’entre eux en réchappent et l’un d’eux touche Harbert d’une balle. Ce dernier est blessé. Une bouteille de sulfate de quinine apparaît alors subitement. Le jeune homme se remet peu à peu et guérit de sa blessure.
Le questionnement
Le groupe depuis le début de son arrivée sur l’île, s’étonne d’être sauvé à chaque fois par une mystérieuse puissance résidant sur le même sol. Les six pirates rescapés sont toujours sur l’île et les colons pensent qu’Ayrton s’est fait enlevé par eux. Ils retrouvent ce dernier allongé mais il ne se souvient de rien. Les colons retrouvent les pirates morts et se demandent comment cela a pu être possible. Dans le même temps, ils sont en train de construire un bateau pour pouvoir s’en aller de l’île. Un jour, un message leur demande de se rendre à un point précis. Ils savent alors qu’ils ont à faire à leur mystérieux sauveur. Ils finissent par le retrouver et ce personnage bienveillant n’est autre que le capitaine Némo qui est très aimé de Smith et Spilett. Smith lui dévoile l’admiration qu’il a pour lui à cause de sa légende et son génie. Némo leur révèle que le fait de les avoir observer pendant de si longs jours lui a redonné confiance aux humains et qu’il est extrêmement fier de les avoir secourus à maintes reprises.
La fin de l’histoire
Le Capitaine Nemo est blessé et il va mourir. Il demande au groupe d’attendre sa fin pour le faire couler avec le Nautilus une fois qu’il serait mort. Le lendemain, l’équipe respecte ses dernières volontés. Pendant qu’ils terminent leur embarcation, l’île se met à gronder. Le volcan entre en éruption. Le groupe met son bateau à l’eau avec de grandes difficultés. Alors qu’ils embarquent, l’île est alors ravagée par le volcan. Le groupe a rejoint un roc au bout de l’île et aperçoit un bateau. C’est le fils du Capitaine Némo qui a reçu un message de son père et qui vient les secourir. Le groupe défend Ayrton pour lui expliquer que le pirate s’est repenti. Le fils du capitaine Némo les croit et ramène tout le monde à terre. Une fois revenus aux Etats-Unis, le groupe achète un grand domaine grâce à un coffret que leur a offert le Capitaine Nemo. Ils vivent alors ensembles et tous heureux.
Première partie Les naufragés de l’air I L’ouragan de 1865. – Cris dans les airs. – Un ballon emporté dans une trombe. – L’enveloppe déchirée. – Rien que la mer en vue. – Cinq passagers. – Ce qui se passe dans la nacelle. – Une côte à l’horizon. – Le dénouement du drame. « Remontons-nous ? – Non ! Au contraire ! Nous descendons ! – Pis que cela, monsieur Cyrus ! Nous tombons ! – Pour Dieu ! Jetez du lest ! – Voilà le dernier sac vidé ! – Le ballon se relève-t-il ? – Non ! – J’entends comme un clapotement de vagues ! – La mer est sous la nacelle ! – Elle ne doit pas être à cinq cents pieds de nous ! » Alors une voix puissante déchira l’air, et ces mots retentirent : « Dehors tout ce qui pèse !… tout ! et à la grâce de Dieu ! » Telles sont les paroles qui éclataient en l’air, au-dessus de ce vaste désert d’eau du Pacifique, vers quatre heures du soir, dans la journée du 23 mars 1865.
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Audio:
Vidéo:
The Mysterious Island – Lucien Hubbard (1929)
Таинственный остров (Mysterious Island) – Eduard Pentslin (1941)
Mysterious Island – Spencer Gordon Bennet (1951)
Mysterious Island – Cy Endfield (1961)
L’ile mysterieuse – Henri Colpi, Juan Antonio Bardem 1973
Mysterious Island – Family Channel (1995)
Jules Verne’s Mysterious Island – Russell Mulcahy (2005)
Jules Verne’s Mysterious Island – Mark Sheppard (2012)
Journey 2: The Mysterious Island – Brad Peyton (2012)
Lîle mystérieuse – Les voyages extraordinaires de Jules Verne (2016)
Jules Verne: voyage au coeurde l’oeuvre d’un visionnaire
Peu après la mort de Jules Verne survenue le 24 mars 1905, Eugène Morel exprime dans « La Nouvelle Revue » d’avril 1905 toute son admiration pour un esprit boudé par les littérateurs de l’époque, qu’il avait pris grand plaisir à rencontrer à Amiens en 1890. Véritable plaidoyer pour l’auteur du « Tour du monde en 80 jours » dont les écrits alimentent les rêves et enflamment l’imagination, ce témoignage constitue un autre regard sur Jules Verne, nous le montrant dans toute sa force et sa singularité, celles d’un homme qui délaissa la trépidante vie parisienne pour se réfugier avec délice à Amiens, sans avoir eu à renoncer au succès que lui enviaient ses détracteurs…
Faisons effort de sincérité et interrogeons-nous. De tout ce que nous avons lu, qu’est-ce qui nous a le plus frappé ? Quelle est l’influence la plus grande, en intensité ? Tâchons de déterminer le plus grand éducateur des Français de l’âge mûr au début du XXe siècle ? Au début du XIXe, je crois qu’on n’aurait pas hésité à répondre : Rousseau ; au milieu : Lamartine. Mais aujourd’hui ? On citera Hugo, Zola… et chacun le sien. Il y a Dumas père, il y a aussi Huysmans, il y a Verlaine, Tolstoï, Maeterlinck. Et Wagner, certainement ! Mais avant ? Avant cela… Car c’est toujours le dernier qu’on cite de préférence. Oh ! que de peine à avouer, et comme il faut presser les gens pour qu’ils disent : ah ! oui… Jules Verne !
Mais il y a aussi la masse de tous les autres, troupeau immense qui à tout jamais cessa de lire ! Ils ont lu Jules Verne, et ils ont clos les livres.
Oui, on l’a beaucoup lu, il faut bien l’avouer, ce fut un des plus lus, peut-être le plus lu. Mais il s’entend que son influence fut nulle. On l’a lu « à l’âge où ça n’a pas d’importance… » O hérésie ! A quel âge donc quelque chose aurait-il de l’importance… On l’a lu, songez-y, de huit à quinze, en plein développement… Il n’y a qu’alors que les lectures comptent vraiment. On ne met pas de tuteur à un chêne de cinquante ans.
Changeons les points de vue. Regardons les effets. C’est la « Découverte de la Terre » et sa conquête, l’industrie triomphante, Suez, le transsibérien, le téléphone, les sous-marins, les dirigeables, les villes immenses poussées en quelques mois et le tour du monde en bien moins de 80 jours ! Pourquoi énumérer… Le tableau de la Terre ces quarante derniers ans ? il n’y a qu’à prendre la liste des romans de Jules Verne. Tout cela ce serait fait, me dit-on, sans lui. Sans Voltaire et Rousseau la Révolution aussi se serait faite. Autrement ! Mais c’est faire des hypothèses absurdes. La force qui montait devait produire toutes ces choses, littérature, révolution, industrie. Les fleurs viennent d’abord : le roman précède l’histoire.
Goncourt se vantait d’avoir créé les trois grands mouvements qu’il voyait dans les esprits : le naturalisme, le dix-huitième siècle, le japonisme. Peut-être ce précurseur ne se serait pas cru l’auteur de ces mouvements, s’il s’était demandé quelles causes l’avaient poussé, lui-même, le premier ! Jules Verne ne s’est pas vanté d’avoir prévu trois mouvements de quelque importance : l’anglomanie, le machinisme, le tourisme.
L’influence d’un livre reste toujours discutable, même quand on trouve la bombe à côté de la brochure. Je crois, cependant, qu’il y a peu de livres qui agirent si efficacement que ceux de Verne. N’en doutons pas, tout y prêtait : l’âge d’abord de ceux auxquels il s’adressait ; l’universalité de ses lecteurs ; grands et petits ! toute une nation, que dis-je ! presque toutes les nations ; les triomphantes du moins, l’Angleterre plus que toutes ! et le Japon l’adorait ! Il fut le vrai, le grand, le puissant professeur d’énergie. Il y a en lui une morale, un état d’être, comment dire…, une religion ? enfin quelque chose… un lot d’idées, de méthodes avec lesquels on peut vivre, et vivre bien.
Et ce furent les livres les plus répandus ! plus répandus que les romans d’adultères qui font honnir partout le nom français, plus efficaces puisqu’au lieu de troubler l’esprit de femmes oisives, ils agissaient sur la plus vive, active et jeune humanité ! Influence nullement comparable à celle d’un Dumas, qui ne fut qu’un amuseur, parce qu’il versait vraiment des idées, des motifs d’action, et que, s’il est quelques polissons par ce monde que Dumas a pu pousser à se faire mousquetaires, que de marins, d’ingénieurs, de savants, d’explorateurs, de colonisateurs, ou, très humbles, de souscripteurs, d’auditeurs d’œuvres géographiques, et surtout cette masse énorme de petits actionnaires d’entreprises lointaines ont dû leur vocation, ont dû « leur foi » aux beaux romans qu’on lit vers treize ou quatorze ans.
Cet homme eut pour métier d’ouvrir des horizons. Il révolutionna la tête des jeunes bourgeois, qu’il arracha en masse à l’idéal fonctionnaire. « Quand on nous donnait en exemple les héros de Plutarque, écrit Louis Lumet, c’était ceux de Jules Verne que nous nous proposions d’imiter… Il nous a donné la terre et l’air comme domaine et il nous a appris que les forces de la nature, ennemies de l’homme nu, étaient prêtes à le servir s’il s’efforçait de les y contraindre. »
Or cet homme ne compte pas dans les « littérateurs ». Il n’est ni des Parnasses ni de l’Académie. Ni avancé, ni réactionnaire. Il n’est d’aucun mouvement – lui qui en créa de si grands ! Sa personne est à peu près inconnue ! Il meurt. L’empereur d’Allemagne s’occupe un peu de lui. Mais la France ne bouge pas. Il semble réellement que la chaire de littérature au Collège de France a sur l’éducation nationale plus d’importance. On ne l’avoue pas. On lui en veut de l’avoir aimé. Ecoutez. C’est peut-être vraiment une honte de l’aimer ? C’est peut-être bas, sot, mal écrit, sans valeur. J’ai des haines, je les sens féroces, les contiens mal. Non pour les auteurs qui ne sont que mauvais, mais pour ceux auxquels j’ai cru, un moment, qui ont trompé mon goût, me laissent la honte d’une erreur. Mais Jules Verne !
Je n’ai pas voulu faire un article de souvenir, exhumer des faiblesses… je l’ai relu. C’est très beau ! Cela vous refait jeune… C’est plein de vérité, de force. Une vie toute puissante circule dans ces œuvres. Je l’ai relu, ayant vu tel pays qu’il décrit… Et j’ai vu ces fictions faites de matière vraie comme le plus exact de nos rêves. Pourquoi ce dédain ? Parce qu’il ne vivait plus à Paris ? Comme Erckmann-Chatrian, auquel on rend si peu justice ? N’a-t-il fallu qu’un peu de snobisme pour le faire grand ?
Mais il y a ceci, qui tient au plus vil de nous-même, car c’est être bien petit que refuser de l’avoir été : nous renions notre jeunesse, et par une basse envie, nous ne voulons pas convenir que nous fûmes meilleurs que nous ne sommes. Oui, nous fûmes « plus » que nous ne sommes, à l’âge où toutes nos forces encore intactes, croissaient en hâte, désordonnées. Jules Verne fut le poète de l’âge ingrat. Jules Verne appartient évidemment à la classe des auteurs dont on ignore la personne. Il ne faudrait pas croire que son nom, même cette marque, l’une des plus célèbres, ait eu aux yeux de tous l’importance de ses œuvres. Dans une bibliothèque publique où l’on exige des lecteurs qu’ils écrivent à côté du titre du livre le nom de l’auteur, j’ai vu un bulletin ainsi conçu : Titre : Le Toure du Monde en 8 jours. Auteur : Filéas Phogue (sic). Ce lecteur enthousiaste avait vu la pièce et retenu le nom de l’auteur, du vrai : l’imaginaire.
Si l’on ignore l’homme, c’est que cet homme prend peu soin de se faire connaître, soit dans son œuvre, soit ailleurs. L’œuvre est impersonnelle. Rien ne nous renseigne sur l’homme. Celui-ci vit en province et se veut ignoré. On s’étonne que telle vente — de Zola, de Daudet — baisse depuis leur mort. Souvent la postérité retient l’homme et non l’œuvre… Mais si une fois l’on parlait d’un de ceux-là qui laissent ignorer leur personne, une fois, pour savoir… Jules Verne est bien de ceux-là. Sa mort ne fait pas plus à ses jeunes lecteurs que le nom découvert des bâtisseurs de cathédrales n’augmenta la beauté de leur formidable anonymat.
Le Larousse a servi la plupart des journaux. La presse, qui parla de lui, à sa mort, dit peu de choses. Paschal Grousset, qui sous le nom d’André Laurie fut un émule de Jules Verne, et lui aussi, un des promoteurs de l’éducation énergique par son beau roman de Tom Brown, aurait pu dire plus qu’il n’a dit. Avant cela, une brochure de Claretie, un article de Charles Raymond, un autre d’Henri d’Alméras, qui se répètent… Que sait-on ? Donc il naît en 1828, à Nantes, fait son droit, est secrétaire de théâtre, et s’occupe de coulisse à la Bourse. Il débute en 1850 par des vaudevilles. C’est seulement en 1863 que le succès lui trace sa voie avec Cinq Semaines en Ballon.
Jules Claretie, en 1883, le décrit ainsi : parisien jusqu’au bout des ongles par l’esprit et cosmopolite par l’imagination, gai causeur, inventeur inépuisable, boulevardier et solitaire, le premier à l’ouverture du Salon comme à la course en yacht… Claretie dit : le plus aimable des hommes. J’ai son portrait. Il était beau, séduisant, le front gai, la bouche volontaire. Et moi, je vins à lui en 1890. J’étais troupier. Amiens, ma ville de garnison, me sembla la ville élue quand je sus que dans cette ville s’était retiré Jules Verne, et que son fils voulait bien me présenter à lui. J’avais fait un gros livre que j’avais une vraie joie à envoyer au maître. Ce roman pourrait s’appeler des mémoires d’enfant ; je ne puis le renier pour toute la sincérité que j’y avais mise. J’y parlais tout au long de l’éducation des Petits Français. Ils étaient bien privés – plus qu’ils ne sont maintenant – d’air, de prairies, de ballon, de jeux, de joie et de science. On ne leur enseignait guère que la rhétorique. Mais ils avaient Jules Verne et leur âme du moins était pleine d’espace et de science précise.
Je vis venir à moi un grand vieillard amer. Il s’avançait baissant la tête, traînant la jambe, avec des gestes de grand oiseau pris par la patte, et qui agite vainement ses ailes inutiles. Il leva les bras au ciel et me dit : « Malheureux, qu’avez-vous fait ! » Ah ! ce mépris ! l’horreur que je lui inspirais… Ce que j’avais fait ? Mais… de mon mieux ! Et que je n’avais pas ça tout seul, ô maître ! Vous en étiez. Madame Verne adoucissait les aigres paroles. Mais je n’avais pas d’offense. Je me heurtais à un mur, je tâchais de voir derrière… par quelque fente, ou par dessus. Cet homme qui avait su me prendre si puissamment, « devait » trouver quelque part une sympathie pour moi. Etrange sensation d’être jeune et indulgent devant des vieillards !
J’exposai tant bien que mal des tendances ou théories. Je cherchais à mettre des idées dans le roman. Je ne pensais pas étonner, en disant cela, l’ami de Dumas fils, et qui avait lui-même tant répandu d’idées à travers ses belles fables ! Je le trouvais sceptique et hostile. Son honnêteté de bon commerçant se révoltait. On ne trompe pas sur la marchandise. C’était tromper que d’appeler roman des conférences. Et il me regardait avec plus de bonhomie ; on excuse le faiseur par lequel on n’est pas refait, et il me dit avec une ironie pleine de gravité : « Je doute que par ces moyens vous trouviez des lecteurs ! »
Puis, il eut quelque pitié et m’apprit, par charité, en quoi consistait toute la littérature – dont je ne me doutais pas. Voilà, il faut se demander à chaque page ce qu’on va y mettre pour que le lecteur ait envie de tourner la page suivante. Le forcer à chercher la suite. Tout est là ! C’était vrai. Je ne m’étais pas douté de cela. Je m’étais dit : Je n’écris pas pour… mais parce que… Certes, je me serais réjoui qu’on put me lire, mais encore maintenant je n’ai pas le sentiment d’avoir manqué le but, n’ayant pas été lu. J’ai produit, j’ai poussé ! comme un arbre ses fruits. Seront-ils comestibles ? Cela ne le regarde pas. Voilà le Grand Art, pensais-je. L’Art tout puissant, l’Art naturel, irresponsable…
Je rencontrais un homme d’une autre religion. Il me prit pour un sauvage. Dans son pays, on greffe, et l’arbre est cultivé. Jules Verne me fit douter. La recherche du succès, ainsi qu’il l’entendait, n’avait point de bassesse, et prenait la beauté d’un devoir accompli, devoir social au moins, profession utile, exercée loyalement. Ce marchand tenait à honneur de vendre de bons produits, garantis sains et de bon poids, et il ne spéculait ni sur la misère, ni sur le vice. C’était la bonne marque. Il ne se serait pas permis, comme de purs artistes, un faux livre, bourré de rogatons rabibochés. Son volume à trois francs était un plein roman. Œuvre immense ! Et il ne s’est jamais répété.
C’est vrai qu’il était fort, qu’il inspirait confiance. Nous ne doutions pas de lui, et il nous apprenait même devant la mort à ne jamais désespérer. Nous savions que le héros ressusciterait ; on ne pouvait pas croire que Michel Strogoff fut aveugle ! On ne pleurait pas, puisque Jules Verne nous menait et que nous savions bien qu’il saurait nous sauver ! Or, Jules Verne me fit une façon de compliment. Il me regardait avec cette curiosité que l’on a pour les fous… « puisque, tout de même, dit-il, vous avez la force déjà de composer des œuvres si considérables. » Tant de travail, ajoutait son regard étonné, tant d’écriture pour ne jamais être lu. Quel gaspillage !
Je compris qu’à sa religion la mienne semblait ignoble. Ecrire lâchement ! écrire comme on se soulage ! Se vider de ce qu’on pense, bien ou mal, au hasard. C’est œuvre de mollesse qu’il faut laisser aux femmes. Une œuvre doit vouloir, doit tendre vers un but, choisir ce qui importe, non à soi, mais aux autres. Est-ce pour celà, ô Jules Verne, qu’il y a tant de dédains pour ton œuvre ! Tout l’art irresponsable s’insurge contre ton vouloir. Il y a un art libre, un art qui donne l’extase, et c’est une volupté que d’abattre sa volonté ! J’ai cessé de te lire, Jules Verne, pour Lamartine ! Quel but poursuivait-il ? Pas d’autre que d’intéresser. Ses romans avaient le plan de pièces de théâtre. C’était la conception de d’Ennery, Dumas, Sardou. Mais eux ne regardaient pas aux moyens, et Jules Verne y mettait – et ce fut un surcroît de succès – une honnêteté, une austérité puritaine.
Ayant cette conception très haute de son art, convaincu d’avoir dans l’univers, dans le vrai et le possible, un champ suffisant pour des éternités de passion vertueuse, sûr que la recherche d’honnêtes moyens d’intéresser est une digne tâche pour un bon travailleur, – il n’avait pas cherché à relever le roman par des idées, des thèses. Et d’abord aux idées, il préférait les faits. Des idées… par surcroît, comme moyens. Aussi ne daigna-t-il nullement s’intéresser aux opinions diverses que je pouvais avoir défendues dans mon livre, même quand il semblait bien qu’il professait les mêmes. Il fut sévère, et là ne fut pas sans bonté. J’avais offensé la morale et la famille. Certainement telle page de ce roman avait fait de la peine à ma mère. Telle violence peut causer un désordre que l’écrivain doit se reprocher.
Il me signala avec plus d’étonnement que d’horreur des gros mots, des obscénités… J’en étais fier, mais dus convenir que si mon audace bravait en français l’honnêteté et même le palais de justice, je n’aurais pas, quoique troupier, été fichu de dire ces choses-là tout haut. Puis sa voix se fit encore plus sombre, plus austère. Il parla presque bas pour montrer une grosse faute d’orthographe. Je tentais de lui parler d’auteurs contemporains ; il méprisait ou ignorait beaucoup d’entre eux. Il n’admirait vraiment que le médiocre Maupassant. Celui-ci écrivait une bonne langue française. Que de réserves j’aurais eu à faire sur ce point ! Je ne les fis pas. La conversation devint assez difficile.
L’on m’a dit, mais est-ce vrai ? qu’il avait, malgré tout, été assez sensible aux phrases enthousiastes que j’avais écrites sur lui, mais cela, il ne me le dit pas ; je revins souvent le voir sans arriver à l’intéresser davantage. Je m’excuse de raconter des propos si vagues, et ne pense pas du tout donner de Jules Verne une image fidèle. D’autres, qui l’ont mieux connu, auxquels il s’est confié, le feront mieux connaître. J’ai cru seulement intéresser quelques personnes en disant l’impression que ressentit devant le vieillard, un garçon de vingt ans qui l’avait beaucoup lu, et les grosses réflexions que causèrent de petites paroles ; si l’on m’accuse de susceptibilité en ayant cru à un mauvais accueil, je dirai que quel qu’il fut, cet accueil ne m’offensa pas. Je n’ai pas moins aimé Jules Verne, l’ayant connu. Je l’ai trouvé plus grand, et sa rude parole, loin de me décevoir, fit ce que l’homme faisait dans ses romans : il rendait fort.
Bien souvent j’ai songé à cette vie de Jules Verne, de l’ancien coulissier, secrétaire de théâtre… cette vie du prophète d’un monde nouveau. C’est un fait unique et non sans importance qu’un écrivain français ait vécu en province – bien plus ! – ait choisi la province pour y vivre. Il y a des provinciaux nés dans le pays qu’ils chantent, et qui y restent, il y a des Parisiens qui ont une patrie en province pour l’exploiter, et c’est d’un assez bon rapport. Il y a des chaumières, des Côtes-d’Azur, des fermes, des villas, des châteaux. Je ne vois que Jules Verne qui, au milieu de sa vie, ait quitté sans retour Paris, où il demeurait, pour aller se fixer dans une maison, une maison confortable, moderne, une maison sur un boulevard ! dans une ville qui n’était pas la sienne.
Amiens est sur la route d’Angleterre. Il y a la cathédrale et les Puvis de Chavannes du Musée de Picardie, il y a les cent canaux de la Somme, où, au printemps, les barques glissent sous des fleurs comme l’on en voit sur les kaké-monos, et les vastes tourbières, où de tendres brouillards embuent les peupliers… Mais ce n’est pas tout cela qu’y vient chercher Jules Verne, c’est simplement une ville propre, confortable. Il y a sa maison sur un boulevard large, aéré. Des jardins publics bien soignés. Ville industrielle. La misère y est grande, mais n’y sent pas mauvais. Il y a des sociétés, des entreprises. Le conseil municipal a fort à faire.
Une ville allemande de cette importance aurait des jardins comme Amiens, mais, en plus, des libraires, des bibliothèques, des théâtres sérieux. Ici, le théâtre joue le Dimanche, trois pièces à la fois : un drame, un opéra, un vaudeville. Le théâtre ferme pour des saisons entières. Pas de libraires : quelques papetiers. On mange bien. Cette retraite est plus sûre que la campagne. Pas de danger de s’intéresser à des spectacles, à des peintures, à des boutiques, ni même aux champs, aux gens, aux bêtes. La quotidienne vie demande le minimum d’effort. Les fournisseurs sont proches et il y a des trottoirs. Ni tentations de la ville, ni inconfort de la campagne. Seul de ses semblables, Jules Verne comprit ces avantages. Et que servait d’être l’aède du monde pratique, s’il n’avait pas été confortable dans sa vie ? Son après-midi se passe à la Société industrielle. Là il a des revues techniques et des journaux.
Cependant, il s’intéresse à la vie collective. Il est conseiller municipal ; il est assidu, actif. Ses rapports sont nets, substantiels. Il ne dédaigne pas les honneurs, il aide volontiers ses concitoyens. On sait que ce fut pour lui une réelle amertume que l’Académie, qui le couronna tant, ne l’ait pas appelé. Cette institution perdit là non seulement une gloire, mais un membre utile, qui, dévoué aux intérêts de la compagnie, eut pris fort au sérieux la besogne qu’on y fait. Cet esprit positif voulait être occupé. Paris n’offre aux grands hommes que des places de badauds. Ne vous semble-t-il pas, dans cette ville du Nord, voir un demi-Anglais ? Même propreté, même tenue presque puritaine, même recherche de confort et mépris de la beauté. Une vie pratique, voulue, régulière et tendue vers un but.
Pratique ! Jules Verne ne fut jamais scientifique. On se récrie sur ce mot : ses romans sont pleins de science… De science appliquée, jamais de science pure. Il ne cherche pas une vérité, une découverte nue ; même ce touriste ne tient pas à voir, à connaître… Tous ses romans sont des romans de volonté. Un but, même futile ! Un pari, un défi. Le voyage non pour explorer, pour arriver. Il n’y a pas d’amour ni de haine dans ses romans ; ses traîtres sont presque semblables à ses héros. Ce ne sont que gageures, conflits de volonté, et volonté pour la volonté, simplement. On sacrifie au but même toute raison de l’atteindre, puisqu’au besoin on donne sa vie ! Une religion commode qui dispense de penser, et même d’avoir à être ou ne pas être religieux, un patriotisme simple et sûr qui habille avec quelque couleur et correction les conflits d’intérêts égoïstes et brutaux, le monde transformé en un vrai champ de sport…
Voilà les conditions d’une production immense, voulue. Voilà comme cet homme fertile s’est forcé, a produit intensivement, sans s’épuiser, et comment cette imagination formidable s’est contenue, massée, alignée, entraînée, a endigué l’exubérance des forêts vierges dans les perspectives droites et aménagées d’un clair jardin à la française.
Je ne veux pas dire ce que fut son œuvre : qu’on la relise. Elle est bien jeune ! Comme les romans de son temps semblent démodés à côté ! L’intrigue étonne et peut vieillir. Je crois que les coïncidences bizarres, rencontres, hasards, intrigues, sont à excuser comme on excuse les dénouements de Molière. Mais le Chancellor, une part de l’Archipel en feu, par exemple, sont des romans à peine déviés de la vérité. Wells le continue ; chez nous, de l’abbé Bordelon, de Cyrano, de Boistard jusqu’aux « Xipéhuz » de Rosny, aux « Atlantes » de Lomon et Gheusi, à la « Malaisie » de Paul Adam, etc. les champs de l’imaginaire ne courent pas risque d’être en friche… Mais entre tous il est l’auteur réconfortant.
Il est surtout très grand dans une très grande époque, dont meurent un à un les héros, et qu’on commence à voir sous un jour magnifique. C’est le relèvement national, c’est la jeune république du lendemain de la guerre, l’heure où l’école ouvrit enfin quelques fenêtres, et où l’on voulut refaire des énergies. Il s’oppose à toute une littérature désespérée. Le pessimisme règne, dit-on. Lui règne sur la jeunesse. Il fut puissant, passionné, mais il se contint. On dit que son éditeur et ami Hetzel est responsable, par ses conseils, de l’avoir empêché d’éparpiller ses forces, d’écrire d’autres romans. Eut-il tort ? Qui peut le dire ? J’ai bien le souvenir d’une parole assombrie, un regret qu’il eut devant moi de la tâche étroite où il s’était confiné. Sans doute n’écrivant pas seulement pour les très jeunes, il aurait exercé influence plus visible… Mais cette influence même, qu’elle aurait été moindre !
Il eut l’abnégation de n’être qu’un professeur. Je revois cette tête obstinée, ce front de rêveur précis, d’imagination volontaire, cette mâchoire dure et ces yeux doux, illuminés. Voilà ce que j’ai vu, moi, une machine parfaite, spécialisée, rivée. Je n’ai pas connu le parisien, coulissier, causeur, sportif… Un grand vieux, âpre, menant une vie mécanique, ne lâchant pas une minute à l’importun quand c’était l’heure d’aller lire, levé à l’aube, couché tôt, même quand sa femme recevait, ayant décrété l’heure de sa tasse de lait, l’homme qui a de sa vie chassé toute fantaisie.
Il y avait une tour à l’angle de sa maison, une tour, pas en ivoire, en briques et pierres de taille. C’est là qu’il l’avait enfermée, sa fantaisie. Il avait des allures louches et mécaniques d’un geôlier. Il allait à heure fixe lui porter sa ration. Elle devait voler en rond, se heurtant au mur. Et je le revois devant sa tasse de café, dans les quelques minutes où il laissait le dehors pénétrer jusqu’à lui ; ce front dur et têtu était une cage solide, et il fallait qu’elle fût ainsi pour bien tenir la bête sauvage qui s’agitait là-dedans… Mais il la tenait bien, et elle fut condamnée à ne faire que de bons livres.
Qui était Jules Verne, auteur du Tour du monde en 80 jours ?
Qui n’a pas lu, au moins une fois dans sa vie, un livre de Jules Verne. Vingt Mille Lieues sous les mers, De la terre à la lune, Voyage au centre de la terre, Cinq semaines en ballon, L’île mystérieuse, Michel Strogoff, nous avons tous notre Jules Verne préféré. Des livres qui font à la fois réfléchir et rêver, peuplés de héros inoubliables, et de mondes tantôt mystérieux, tantôt effrayants. Souvent cantonné à tort au rayon des livres pour enfants, l’oeuvre de Jules Verne s’affranchit en réalité des genres et des catégories.
Où est né Jules Verne ?
Jules Verne est né le 8 février 1828 à Nantes, avant la Révolution Industrielle, avant l’avènement de l’automobile et de l’ampoule électrique. A l’âge de 20 ans, il s’installe à Paris pour y poursuivre sans conviction des études de droit. Son père, avoué, espère que son fils aîné pourra un jour lui succéder. Mais Jules Verne nourrit déjà d’autres ambitions, il rêve de devenir un «poète couronné» ou un «romancier émérite».
Si c’est à Paris que Jules Verne va publier ses premiers romans, et accéder à la reconnaissance, le romancier des voyages extraordinaires répètera inlassablement que dans sa ville natale, ouverte sur l’océan, qu’il puisa l’inspiration. Dans la capitale, Jules Verne essaie d’abord de percer au théâtre mais sans succès. Une rencontre va alors bouleverser sa vie, celle de l’éditeur Pierre-Jules Hetzel.
Quel est le premier succès de Jules Verne ?
Pierre-Jules Hetzel va permettre à Jules Verne de trouver sa voix et accepte en 1863 de publier Cinq semaines en ballon. Cet ouvrage va devenir le premier volume des Voyages extraordinaires, qui compte au total 62 romans et 18 nouvelles. Cinq semaines en ballon est le premier succès de Jules Verne.
Les lecteurs de tous les âges vont se passionner pour les aventures exceptionnelles du Docteur Samuel Fergusson qui, avec ses deux compagnons, va s’envoler vers le continent africain à bord du Victoria, un ballon gonflé à l’hydrogène. Bravoure, dangers, mystères, territoires inconnus, tous les ingrédients sont réunis pour tenir le lecteur en haleine.
Jules Verne : une oeuvre aux multiples facettes
L’oeuvre de Jules Verne échappe à toutes les tentatives de catégorisation. Elle relève à la fois du roman policier, du roman historique, du récit d’aventure, de la science-fiction et du fantastique. Un an après la publication de Cinq semaines en ballon sort Voyage au centre de la terre. Ce chef d’oeuvre raconte les aventures d’Otto Lidenbrock un savant allemand qui, après la découverte d’un manuscrit ancien, va mener une expédition périlleuse vers les entrailles de la terre grâce à un passage dans un volcan islandais, le Sneffels. Géologie, cryptologie, paléontologie, le roman mêle réalités scientifiques et récits imaginaires avec un talent exceptionnel qui se confirmera dans ses oeuvres ultérieures.
En 1872, il devient membre titulaire de l’Académie des sciences, des lettres et des arts d’Amiens. Plutôt que de faire un traditionnel discours de réception, Jules Verne va lire un extrait de son roman à paraître, l’une de ses livres les plus célèbres : Le tour du monde en 80 jours. Ce roman, très documenté et pour lequel Jules Vernes a fait énormément de recherches, met en scène Lles aventures du gentleman anglais Phileas Fogg qui, à la suite d’un pari, va tenter de faire le tour du monde en 80 jours. Le succès est à nouveau retentissant.
Jules Verne et la science
L’oeuvre de Jules Verne, d’une étonnante modernité, est indissociable des progrès scientifiques de son époque. Mais l’écrivain est aussi considéré comme un visionnaire dont l’imagination annonçait déjà au XIXème siècle certaines des grandes découvertes du siècle suivant. Il suffit de voir la manière dont l’écrivain a anticipé nos sociétés mondialisées où des machines nous permettent de parcourir la planète en un temps record !
Parmi les innovations les plus marquantes que l’on retrouve dans les romans de Jules Verne : l’incroyable Nautilus, le sous-marin de Vingt Mille Lieues sous les mers (1869), l’Albatros, plateforme volante de Robur-le-Conquérant (1886) et bien sûr le vaisseau spatial de De la Terre à la Lune (1865).
Si Jules Verne n’était pas un inventeur, il a su avec brio anticiper sur l’avenir de nos sociétés, en extrapolant sur des inventions déjà existantes et grâce à une intuition hors du commun.
Quand est mort Jules Verne ?
A partir de 1872 il s’établit à Amiens. Il y vivra jusqu’à sa mort en 1905 d’une crise de diabète.
Fervent lecteur, Jules Verne était avide d’ouvrages et revues de vulgarisation scientifique. En dépit de l’absence d’études dans ce domaine, ses diverses passions, particulièrement pour l’astronomie et les progrès techniques, faisaient de lui un homme très cultivé et au courant des avancées de son temps. Et ces intérêts ne sont pas passé inaperçus, puisqu’ils constituent des thèmes récurrents dans son œuvre. Allié à l’imagination débordante de l’auteur, ces connaissances ont su se muer en une myriade d’inventions surprenantes qui continuent de faire rêver les lecteurs d’aujourd’hui.
Jules Verne était aussi fasciné par les voyages, qui constituent le cœur de son œuvre. Mais si ses romans et nouvelles parlent plutôt de voyages géographiques, l’auteur, lui, voyait bien plus loin, narguant allègrement des frontières du possible… Car l’esprit créatif de Jules Verne se déplaçait aussi dans le temps, à l’affût de ce qui n’existait pas encore. Et les machines, bolides et autres appareils singuliers surgissant au fil des pages ne sont que les cousins (si ce n’est les jumeaux !) de notre technologie moderne qu’il avait entrevue.
… Pour un esprit avant-gardiste !
A l’heure de la Première Révolution industrielle, l’auteur avait particulièrement conscience des profonds bouleversements que subirait la société. Jules Verne a en effet prédit l’invention d’une longue liste d’objets bien avant l’heure. Parmi ses prévisions, on retrouve entre autres l’hélicoptère, les conférences à distance, la matière plastique, les exploitationsoff-shore, le chauffage tellurique et bien sûr tout ce qui est a trait à la conquête spatiale…
L’ingéniosité de l’écrivain le projette parfois très loin dans le temps : dans certains cas, des dizaines d’années s’écoulent entre l’une de ses prédictions et sa réalisation concrète ! En 1869, dans le célèbre roman Vingt Mille lieues sous les mers, les personnages utilisent le scaphandre autonome et voyagent en sous-marin. Ces objets seront respectivement conçus en 1880 et 1955. Et que dire de l’idée d’envoyer un homme dans l’espace ou de lui faire poser un pied sur la Lune : Verne avait décrit ces possibilités un siècle plus tôt, dans De la Terre à la Lune (1865) et Autour de la Lune (1865) ! Il n’y a guère que pour Le Tour du monde en quatre-vingt jours, publié en 1872, qu’il a été devancé, puisque George Francis Train avait déjà réussi cette prouesse deux ans plus tôt et a inspiré par la même occasion notre visionnaire.
De longues années après la mort de Verne, son œuvre participa dans les années 1980 au développement du mouvement littéraire et culturel Steampunk. L’univers de ce mouvement rétro-futuriste est lié à la première révolution industrielle, où l’on s’appuyait sur les technologies utilisant la vapeur (steam) ainsi que les matériaux traditionnels (le cuivre, le bois…). On repère facilement les adhérents au Steampunk dans les événements culturels, avec leurs costumes en cuir ornés d’engrenages et autres gadgets métalliques ! Un retour aux sources traduisant un regret du temps des spéculations enchanteresses de l’écrivain… et confirmant le génie de sa plume.
“Il n’écrit pas précisément des romans, il met la science en drame, il se lance dans les imaginations fantaisistes en s’appuyant sur les données scientifiques nouvelles”. C’est en ces termes qu’Emile Zola décrivait la prose de Jules Verne dans le supplément littéraire du Figaro du dimanche 22 septembre 1878. Bien qu’il soit souvent identifié à la science-fiction, le propos de Zola est plus exact pour décrire le nouveau genre littéraire que fait apparaître Jules Verne, le roman scientifique.
Né en 1828 et mort en 1905, il connaît une période de croissance jusqu’alors inconnue durant laquelle deux révolutions industrielles ont lieu grâce à des découvertes historiques dans toutes les branches scientifiques. Jules Verne est le témoin d’une période de transition absolument extraordinaire pendant laquelle se développent les bases du monde occidental industrialisé.
L’objectif du cycle romanesque de Jules Verne Les voyages extraordinaires est de raconter l’histoire de l’univers, d’entrainer les lecteurs dans toutes les profondeurs de la mer, de la terre, sur tous les continents, dans les aires et dans l’espace, jusqu’aux limites des mondes connus et inconnus. – Olivier Sauzereau
Fasciné par la science, avide de connaissances, il va s’atteler à écrire ce monde sous la forme de récits d’aventures fantastiques mettant en scène tant les nouvelles inventions de son époque que certains de ses personnages. Le tout prend la forme des Voyages extraordinaires, composés de 62 romans et de 18 nouvelles publiés par son éditeur Pierre-Jules Hetzel, qui laissent entrevoir la folie créatrice de la Belle Époque, tout en révélant ses excès.
Quand on lit Jules Verne, on se rend compte qu’il a un regard assez critique sur une mauvaise utilisation de la science et de la technique. Toutes les machines extraordinaires qu’il imagine dans son œuvre sont immanquablement détruites à la fin. – Olivier Sauzereau
C’est la folie prométhéenne, faustienne que condamne Jules Verne. Tous les personnages verniens sont en passe de devenir des Promothée ou des Faust, c’est-à-dire ravir le feu divin aux Dieux – c’est le cas de l’électricité et du tonnerre – mais également maîtriser totalement le savoir et la puissance du temps. François Angelier
L’articulation du temps et de l’espace reste la grande question de Verne, c’est-à-dire la rencontre du temps au travers de l’espace souterrain. Plus les héros de Verne progresseront dans leur quête souterraine, plus ils remonteront le temps : il y a un double mouvement. François Angelier
Verne a fasciné tout un tas d’auteurs qui voyaient en Verne un styliste extraordinaire. Le texte de Verne est un texte extraordinairement travaillé, poncé, assemblé, structuré, réécrit maintes fois, totalement dégraissé. C’est un plaisir extraordinaire de le lire. François Angelier
L’écriture de Jules Verne est en apparence neutre, parfaitement descriptive, d’une grande justesse, sans tenir compte d’une moindre psychologie et arrivant à intégrer une quantité d’informations scientifiques, géographiques… C’est tout à fait caractéristique de son style. […] C’est une écriture plane. […] Il y a des accumulations, des énumérations, un sens du qualificatif mais je persiste à penser que cette espèce de neutralité est très productive d’imaginaire. C’est parce qu’il n’en remet pas trop dans le style, que l’imaginaire, notre imaginaire, fonctionne à plein. Jean-Luc Steinmetz
Jules Verne, Voyage au centre de la Terre : résumé
L’histoire commence dans le quartier de Hambourg, en Allemagne.
Un jour, Otto Lidenbrock, professeur, géologue et minéralogiste achète un manuscrit original de SnoriSturluson. Ce livre fait partie d’une saga islandaise du XIIe siècle : Heimskringla. Dans ce vieux manuscrit, le professeur fit une découverte qui marquera le début d’une grande aventure. En effet, le 24 mai 1863, il trouve accidentellement un vieux parchemin écrit en caractères runiques. Grâce à l’aide de son neveu Axel, après de nombreux efforts, Lindenbrock finit par percer les secrets du cryptogramme. Il découvre que le parchemin était, en fait, un message d’un dénommé Arne Saknussem. Ce dernier était un alchimiste d’origine Islandais ayant vécu au XVIe siècle. Dans le vieux manuscrit, Arne Saknussem affirme avoir trouvé un passage jusque dans le centre de la terre à partir du Volcan Sneeffels. Lindenbrock s’enflamme au sujet du contenu de son manuscrit. Dans le livre, Lidenbrock est décrit comme un homme enthousiaste et impétueux. Il n’a aucune hésitation à proposer à Axel de l’accompagner pour un voyage jusqu’au centre de la terre. Au début, cette décision très soudaine de partir du jour au lendemain ne séduit pas le jeune Axel.
Voyage au centre de la Terre est raconté par Axel, le neveu du professeur Lindenbrock. Le jeune Axel y narre, comment il a décidé de suivre son oncle dans une expédition en Islande. Les deux protagonistes, le professeur et son neveu étaient en désaccord sur le fait de partir en voyage vers l’inconnu. Le premier, plus décidé, après sa lecture du manuscrit et la possible vérification des théories d’Humphry Davy. Ce dernier a proposé l’hypothèse selon laquelle la température vers le noyau terrestre serait moins élevée. Le second protagoniste est par contre un partisan de Siméon Denis Poisson. Ce dernier est défenseur de la théorie de la chaleur centrale. L’intervention de Graüben a pesé sur la décision d’Axel. Graüben, une Virlandaise, est la pupille du professeur Lidenbrock et le grand amour d’Axel. Les deux se sont fiancés à l’insu du professeur. Graüben encourage son amoureux à entreprendre le voyage avec l’espoir qu’ils se marieront à son retour. Pour cette aventure périlleuse, Axel a donc dû abandonner celle qu’il aime.
Deux jours sont passés après le déchiffrement du message du parchemin. Le professeur s’est occupé de tous les préparatifs. En deux jours, il a pu se procurer de matériels adéquats, des technologies de pointe de l’époque. À sa disposition, il a des appareils de Ruhmkorff. Il s’agit d’un dispositif pouvant fournir de l’éclairage. Aussi, il s’est équipé d’un puissant explosif : le fulmicoton. En quête de découvertes, Lidenbrock et Axel partent à destination du cratère du Sneeffels ou Snæfellsjökull. Les deux hommes se pressent, car selon les écrits de Saknussem, il fallait respecter certaines conditions pour se repérer. Un certain temps était requis pour arriver en Islande et plus précisément jusqu’au volcan. Pourtant, il était primordial d’y arriver à la fin du mois de juin pour identifier l’emplacement d’un point d’entrée. À cette date précise, l’entrée se situera dans la zone où se fonderait l’ombre d’un pic rocheux.
Sur le parcours qui les mène en Islande, Lidenbrock et Axel vont passer par plusieurs villes : Altona, Kiel, Korsør, Copenhague… Arrivé à Copenhague, le professeur sollicite l’aide de M. Thompson, le directeur du musée des Antiquités du Nord de Copenhague. Celui-ci lui donne des informations utiles pour son voyage pour Islande, ainsi que pour son séjour une fois sur place. Lidenbrock anticipe le fait que son neveu et lui devront descendre des gouffres une fois dans le cratère. Ainsi, il oblige Axel à suivre des leçons d’abîme en haut d’un clocher. Le but étant de lui permettre de surmonter son vertige. Avant d’arriver jusqu’au sud-ouest de l’Islande, les aventuriers passent par Elseneur et Skagerrak. Ils longent la Norvège avant de traverser la mer du Nord. Enfin, ils passent au large des îles Féroé et se rapprochent de leur destination. Au port de Reykjavik, les deux hommes sont hébergés par M. Fridriksson, un professeur de sciences naturelles. Cet homme leur fait part de tout ce qu’il sait sur Saknussem. Lidenbrock et Axel sont toutefois restés discrets sur l’objectif réel de leur voyage.
Suivant les sages conseils de M. Fridriksson, ils recrutent Hans Bjelke, un chasseur islandais qui peut leur servir de guide. Ensemble, ils recherchent le chemin qu’aurait suivi Arne Saknussem pour aboutir au centre de la terre. Sur la route qui mène à Sneffels, les aventuriers passent par Gardär puis Stapi. À cette étape du parcours, ils vivent quelques mésaventures engendrées par l’impatience du professeur, mais aussi par l’un de leurs hôtes. Le volcan éteint du Sneffels est constitué de 3 cheminées. Selon les indications du vieux parchemin, l’entrée du passage vers le centre de la Terre se trouve au niveau de l’une de ces cheminées. À proximité des cratères, Lidenbrock trouve une inscription runique au nom de l’alchimiste Saknussem. Ce qui à ses yeux justifie la véracité de leur cryptogramme. Ils attendent alors avec un grand espoir un moment précis pour repérer l’entrée du passage. C’est pourquoi ils devaient arriver avant « les calendes de juillet ».
Le 28 juin, les conditions citées par le parchemin sont respectées. L’ombre d’un pic rocheux se projette sur le cratère central. Les 3 aventuriers peuvent commencer la descente. Munis de cordes, ils descendent la cheminée principale. En vue de prendre des notes sur le chemin parcouru avec le maximum de précision, le professeur Lidenbrock dispose d’un journal scientifique. Lidenbrock, sans le savoir, dirige son équipe vers la perte en choisissant la mauvaise direction à partir d’un croisement entre deux galeries. Cette erreur a presque coûté la vie des 3 hommes. En effet, leur réserve d’eau s’était épuisée rapidement. De ce fait, le professeur et ses deux compagnons reviennent sur leurs pas en étant assoiffés. De retour au croisement, ils se fient à Hans qui leur mène vers une nappe souterraine d’eau ferrugineuse. Sur le trajet, Axel se rend compte que Lidenbrock avait bien raison : la théorie de la chaleur centrale n’était pas exacte. En effet, l’augmentation de la chaleur n’était nullement considérable.
Ils continuent à s’engouffrer jusque dans les entrailles de la Terre. Axel se retrouve en danger lorsqu’il se retrouve malgré lui séparé des autres. Les 3 compagnons réussissent à se regrouper, mais Axel fait une mauvaise chute. Heureusement, Lidenbrock et Hans parviennent à le guérir. L’aventure continue. À l’intérieur du cratère, ils font d’innombrables et incroyables découvertes. Parmi ces découvertes : une mer intérieure, une forêt de champignons géants, un combat d’animaux préhistoriques. Nos explorateurs baptisent certaines en leur nom : la mer Lidenbrock, l’îlot Axel, le fleuve Hans Bach. Le professeur et son équipe naviguent durant une dizaine de jours sur la mer Lidenbrock, surmontant les dangers. Sur la côte, ils trouvent un poignard rouillé portant les initiales d’Arne Saknussem. Ce qui les procurent un certain courage, car preuve qu’ils sont sur la bonne voie. Pourtant, un nouvel obstacle fait son apparition : un passage bouché par une éruption récente. Le professeur utilise alors son fulmicoton, mais l’explosion provoque un raz-de-marée. Suite à cela, l’équipe perd l’ensemble des provisions et presque tous les équipements.
Loin dans les fins fonds de la terre, le professeur et ses compagnons meurent de faim. L’équipe d’intrépides aventuriers perd espoir de retour en surface et donc de survie. Cependant, soudainement, une éruption volcanique les emporte jusqu’à la surface à un lieu qu’ils n’auraient jamais imaginé. En effet, ils ressortent en Italie, au niveau du volcan Stromboli. Au final, le professeur Lidenbrock n’est pas parvenu à aller jusqu’au centre de la Terre. Toutefois, il devient célèbre. De son côté, Axel se marie avec Graüben. Hans quant à lui retourne en Islande.
Ses voyages sortent en effet de l’ordinaire. Dépaysant, déroutant, l’auteur emmène ses lecteurs explorer les limites d’un monde tel qu’on ne le connaissait pas jusqu’à alors : les Voyages extraordinaires sont d’ailleurs sous-titrés «Voyages dans les mondes connus et inconnus«. Ses romans articulent le réel et l’imaginaire par le «merveilleux géographique«. Ils révèlent aussi le goût prononcé de l’auteur pour les sciences et les dernières découvertes. Jules Verne se tient en effet au courant de toutes les nouveautés techniques; il s’intéresse aux machines, qui l’inspirent. La connaissance est au coeur de ses fictions, et la science prétexte au rêve et à la fantaisie.
Voyage au centre de la Terre, c’est le voyage impossible. On part avec Jules Verne explorer l’intérieur du globe… Pour l’écrire, l’auteur s’est appuyé sur deux disciplines encore jeunes à l’époque, la paléontologie et la géologie, plus spécifiquement : la minéralogie.
Dans le roman, l’expédition est conduite par le Professeur Otto Lidenbrock, auteur d’un imaginaire Traité de cristallographie transcendante. Son neveu Axel l’accompagne dans ses aventures vers le centre de la Terre. C’est lui le narrateur. Ecrit à la première personne, le roman nous initie comme ce jeune homme l’est par son oncle. D’autant que Axel doute souvent au cours de ce voyage impossible. Ils n’en restent pas moins convaincus, l’un comme l’autre, que tous les phénomènes ont une explication naturelle. Un troisième personnage avance avec eux à partir de Reykjavik : Hans, le chasseur, personnage mutique, mais serviteur fidèle et sensible.
Un départ décidé à la hâte après que le professeur a découvert dans un ouvrage de sa bibliothèque un message crypté laissé par un savant alchimiste de la Renaissance. Le voyage peut commencer….
I Le 24 mai 1863, un dimanche, mon oncle, le professeur Lidenbrock, revint récipitamment vers sa petite maison située au numéro 19 de Königstrasse, l’une des plus anciennes rues du vieux quartier de Hambourg. La bonne Marthe dut se croire fort en retard, car le dîner commençait à peine à chanter sur le fourneau de la cuisine. « Bon, me dis-je, s’il a faim, mon oncle, qui est le plus impatient des hommes, va pousser des cris de détresse. – Déjà M. Lidenbrock ! s’écria la bonne Marthe stupéfaite, en entrebâillant la porte de la salle à manger. – Oui, Marthe ; mais le dîner a le droit de ne point être cuit, car il n’est pas deux heures. La demie vient à peine de sonner à Saint-Michel. – Alors pourquoi M. Lidenbrock rentre-t-il ? – Il nous le dira vraisemblablement. – Le voilà ! je me sauve, monsieur Axel, vous lui ferez entendre raison. » Et la bonne Marthe regagna son laboratoire culinaire. Je restai seul. Mais de faire entendre raison au plus irascible des professeurs, c’est ce que mon caractère un peu indécis ne me permettait pas. Aussi je me préparais à regagner prudemment ma petite chambre du haut, quand la porte de la rue cria sur ses gonds ; de grands pieds firent craquer l’escalier de bois, et le maître de la maison, traversant la salle à manger, se précipita aussitôt dans son cabinet de travail.
(…)
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Journey to the Center of the Earth – Henry Levin (1959)
Voyage au centre de la terre – Dessin animé
Voyage au centre de la Terre – Les voyages extraordinaires de Jules Verne–Dessin animé
Journey to the Center of the Earth – William Dear (1993)
Journey to the center of the Earth – George Miller (1999)
Journey to the Center of the Earth– Eric Brevig (2008)
De la Terre à la Lune trajet direct en 97 heures 20 minutes
Pendant la guerre fédérale des États-Unis, le Gun Club, composé d’Américains spécialistes de balistique, s’établit à Baltimore. Mais, le jour où la paix est signée, les membres du club se retrouvent désœuvrés de ne plus pouvoir pratiquer leur activité. C’est alors que Barbicane, le président du club, fait une annonce. Il a l’idée de mettre leurs capacités à profit dans le cadre d’une grande expérience digne du XIXe siècle : envoyer un boulet de canon sur la Lune. Ce projet est accueilli avec grand enthousiasme à travers toute l’Amérique qui s’intéresse soudainement au satellite de la Terre.
Alors, comment mettre ce projet à exécution ? Pour la partie astronomique, Barbicane s’adresse à l’observatoire de Cambridge. Il apprend ainsi que la Lune se présentera dans les conditions favorables pour son entreprise le 4 décembre de l’année suivante. Le projectile devra donc être lancé le 1er décembre afin de rencontrer le satellite de la Terre 4 jours plus tard. Sinon, il faudra attendre dix-huit ans et onze jours de plus pour mener à bien le projet. Pour le point de vue mécanique de l’entreprise, un comité d’exécution est nommé au sein du Gun Club afin de trouver les solutions adéquates au sujet du boulet, du canon et des poudres.
Si tout le pays est derrière Barbicane, un de ses ennemis de longue date s’oppose toutefois au projet. Il s’agit du capitaine Nicholl, originaire de Philadelphie. Si Barbicane est un grand fondeur de projectiles, Nicholl est quant à lui un grand forgeur de plaques. Lors de la guerre, ces deux savants s’opposaient donc continuellement dans leurs domaines respectifs. Nicholl décide de lancer publiquement à son adversaire une série de paris concernant le projet lunaire dans l’Enquirer de Richmond.
L’expérience du Gun Club doit se tenir à Tampa-Town en Floride. Le monde entier participe financièrement à l’exécution du projet. Après avoir récolté plusieurs millions de dollars, Barbicane signe un traité avec l’usine de Goldspring pour le transport à Tampa-Town du matériel nécessaire à la fonte du canon. Une fois sur place, Barbicane choisit la plaine de Stone’s Hill pour réaliser l’expérience. Afin de pouvoir observer le projectile sur la Lune, l’observatoire de Cambridge construit un nouveau télescope sur les montagnes Rocheuses.
Le projet avançant, les foules se déplacent pour voir le fameux canon. Deux mois avant la date fatidique, Barbicane reçoit un télégramme d’un aventurier français appelé Michel Ardan où il est écrit « Remplacez obus sphérique par projectile cylindro-conique. Partirai dedans. Arriverai par stamer ». L’Européen arrive à Tampa-Town le 20 octobre. Si, au début, tous trouvent sa proposition fantaisiste, le public ne tarde pas à s’enthousiasmer pour le projet du Français. Lors de la conférence publique de Michel Ardan, un seul homme paraît sceptique : le capitaine Nicholl.
De la Terre à la Lune est le premier roman où Jules Verne s’intéresse à l’astrologie – ce ne sera pas le dernier. Fidèle à sa réputation de vulgarisateur, il compulse ses connaissances scientifiques et rédige un ouvrage qui, en plus de prendre le lecteur dans son tourbillon aventurier, lui permet de s’instruire tout en s’évadant.
Les artilleurs du Gun-Club se morfondent depuis la fin de la guerre fédérale des États-Unis ; désœuvrés, ils ne savent plus quoi faire de leurs journées, eux qui ne jurent que par l’artillerie et la balistique. Un beau jour, leur président, Impey Barbicane, leur fait une proposition qui, une fois le premier moment de stupeur passé, est accueillie avec un enthousiasme délirant : ils vont se mettre en communication avec la Lune en lui envoyant un énorme projectile qui sera lancé par un canon gigantesque ! Tandis que tous s’affairent à mettre en œuvre ce projet inouï, un Parisien, Michel Ardan, envoie un télégramme à Barbicane lui disant qu’il souhaite prendre place dans le projectile lors de son lancement.
ROMAN DE VULGARISATION…
Si la vulgarisation technique et scientifique est une constante dans l’œuvre de Jules Verne, De la Terre à la Lune est sans conteste l’un des romans de l’auteur où cette vulgarisation est aussi prégnante. Son sujet l’amène à instruire brillamment le lecteur dans les domaines complexes que sont l’astrologie, l’artillerie et la balistique. Aussi il consacre pas moins de trois chapitres à faire l’état des connaissances de son époque en matière d’optique (pour l’observation de la Lune), de sélénographie et de phases lunaires. Ces bases astronomiques posées, il peut alors passer sur les sujets de l’artillerie et de la balistique afin d’expliquer comment il serait possible d’envoyer un projectile sur la Lune depuis la Terre. « Serait » car il est évident que certaines choses avancées par Jules Verne restent du domaine de l’extrapolation – d’ailleurs l’auteur avance avec prudence et n’affirme jamais rien lorsqu’il se trouve être dans ce schéma –, mais que celles-ci s’appuient néanmoins toujours sur des bases avérées.
Néanmoins, Jules Verne a été visionnaire sur certaines choses. Par exemple, aujourd’hui encore, les fusées sont lancées lorsque la Lune se trouve à son périgée, afin de raccourcir la distance à parcourir. À noter également que si l’aluminium était nouveau et méconnu à l’époque de la rédaction de De la Terre à la Lune, Jules Verne avait bien anticipé que ce matériau deviendrait très prisé pour les applications requérant de la légèreté – comme l’aéronautique.
… ET D’ANTICIPATION
De la Terre à la Lune est donc clairement un roman d’anticipation ; le récit, qui tourne autour de la planification d’une expédition à destination de la Lune, est une préfiguration des missions spatiales qui débuteront près d’un siècle après la publication du volume. Le satellite naturel de la Terre fascinait déjà les hommes de science du XIXe siècle et Jules Verne, en bon érudit qu’il est, s’empare donc du sujet et imagine comment il serait possible de rejoindre l’astre nocturne en se basant sur ses connaissances scientifiques.
Et cet alliage de vulgarisation et d’anticipation donne vie à un roman fort agréable à lire, et ce malgré les invraisemblances (présence d’eau sur la Lune, atmosphère sur place, etc…) que le lecteur de 2018, du fait de l’avancée des connaissances, ne manquera pas de relever.
I Le Gun-Club Pendant la guerre fédérale des États-Unis, un nouveau club très influent s’établit dans la ville de Baltimore, en plein Maryland. On sait avec quelle énergie l’instinct militaire se développa chez ce peuple d’armateurs, de marchands et de mécaniciens. De simples négociants enjambèrent leur comptoir pour s’improviser capitaines, colonels, généraux, sans avoir passé par les écoles d’application de West-Point ; ils égalèrent bientôt dans « l’art de la guerre » leurs collègues du vieux continent, et comme eux ils remportèrent des victoires à force de prodiguer les boulets, les millions et les hommes. Mais en quoi les Américains surpassèrent singulièrement les Européens, ce fut dans la science de la balistique. Non que leurs armes atteignissent un plus haut degré de perfection, mais elles offrirent des dimensions inusitées et eurent par conséquent des portées inconnues jusqu’alors. En fait de tirs rasants, plongeants ou de plein fouet, de feux d’écharpe, d’enfilade ou de revers, les Anglais, les Français, les Prussiens, n’ont plus rien à apprendre ; mais leurs canons, leurs obusiers, leurs mortiers ne sont que des pistolets de poche auprès des formidables engins de l’artillerie américaine.
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Le Voyage dans la lune – Georges Méliès (1902)
From The Earth To The Moon – Byron Haskin (1958)
Jules Verne’s Rocket to the Moon – Don Sharp (1967)
Jules Verne: biographie de l’auteur des Voyages extraordinaires
Jules Verne, écrivain du XIXe siècle, est un pionnier des romans de science-fiction. Jules Verne naît à Nantes le 8 février 1828. Son père, Pierre Verne, est avoué et sa mère, Sophie Allotte de la Fuyë, est issue d’une famille d’armateurs nantais. C’est l’aîné d’une famille de cinq enfants (Paul, Anna, Mathilde et Marie). Destiné à embrasser comme son père une carrière juridique, il suit des études de droit à Nantes puis à Paris. Son goût pour la littérature le pousse à écrire quelques poèmes. Petit à petit l’envie de devenir écrivain se fait plus pressante. Il rencontre les Dumas père et fils. En 1850, avec leurs soutiens, Jules Verne parvient à faire jouer sa comédie «Pailles rompues«, qui connaît un certain succès. Il se lance dans un travail d’écriture, rédige des pièces de théâtre et des nouvelles, et abandonne définitivement le métier d’avoué. En 1852, il devient secrétaire du Théâtre Lyrique. En 1856, il fait la connaissance d’Honorine Meurel à Amiens. Il épouse cette jeune veuve et mère de deux filles l’année suivante. Ils ont un fils, Michel Verne en 1861. Jules Verne, afin de faire vivre sa famille, devient agent de change à la bourse de Paris. En 1859, il part avec son ami Aristide Hignard à la découverte de l’Écosse.
Jules Verne et les Voyages extraordinaires
En 1862, Jules Verne rencontre un éditeur du nom de Pierre-Jules Hetzel. Il lui propose un manuscrit intitulé «Voyage en l’air». Ce dernier est publié un an plus tard sous le titre «Cinq semaines en ballon«, connaît un grand succès et devient le premier volume des Voyages extraordinaires (qui en compte 54 au total). C’est le début d’unelongue collaboration et d’une longue amitiéentre Verne et Hetzel. En 1863, Jules Verne rédige «Paris au XXème siècle» qu’Hetzel refuse de publier tandis que «Voyage au Centre de la Terre» sort un an plus tard en première édition puis est publié une seconde fois en 1967. «De la Terre à la Lune» est édité en feuilleton dans Le Journal des Débats durant l’année 1865.
En 1867, il embarque avec son frère à bord d’un énorme paquebot à destination de l’Amérique. Cet amoureux de la mer acquiert en 1868 son premier bateau, baptisé le Saint Michel en hommage à son fils. Il sera ensuite remplacé par le Saint Michel II et III. En 1871, il part s’installer à Amiens, la ville d’origine de sa femme. Jules Verne écrit cette année-là le «Tour du monde en 80 jours» qui sera publié l’année suivante. Cette œuvre reçoit les acclamations du public. Jules Verne organise en avril 1877 un grand bal costumé sur le thème «De la Terre à la Lune». Il donnera un deuxième bal en 1885. De 1878 à 1883, Verne navigue sur les flots, allant d’Alger en Ecosse, puis en Norvège. Il fait en 1884 une grande croisière en Méditerranée avec son épouse Honorine.
Voyage au centre de la Terre, résumé
Roman d’aventure écrit en 1864, il est publié en novembre de la même année, puis une seconde fois en 1867. Jules Verne écrit ce troisième roman d’aventure après «Cinq semaines en ballon» (1863) et «De la Terre à la Lune» (1865). «Voyage au centre de la Terre» est réellement un voyage vers le centre de la planète mené par un savant allemand, son neveu et un guide, grâce à un passage dans un volcan islandais, le Sneffels (Snæfellsjökull). Grâce à la découverte d’un ouvrage ancien de runes, les explorateurs se penchent sur les secretsde la planète au fur et à mesure de leurs aventures. L’auteur mêle ainsi la cryptologie, une science en plein essor, avec des données scientifiques et des aventures imaginaires, mais rendues vraisemblables par le génie de Verne. La paléontologie, la géologie, l’exploration de l’Islande, les merveilles imaginées par Jules Verne sont jusqu’à aujourd’hui restées fascinantes et font l’objet de nombreuses représentations (en films par exemple).
Mort de Jules Verne et héritage
1886 est une année sombre pour Jules Verne. Il est victime de la folie de son neveu qui lui tire dessus avec un revolver. Touché à la jambe, il boitera pour le reste de sa vie. Quelques jours plus tard, son éditeur Hetzel décède à Monaco. En 1888, Jules Verne devient conseiller municipal d’Amiens. Parallèlement à ces fonctions, il continue d’écrire. Il publie l’année suivante «Famille Sans-Nom» et «Sans-dessus dessous». La santé de Jules Verne se fait de plus en plus fragile. A sa blessure à la jambe qui ne le laisse jamais en paix s’ajoutent la cataracte et le diabète. Le 24 mars 1905, Jules Verne meurt suite à une crise de diabète. Près de 5 000 personnes assistent à ses funérailles au cimetière de la Madeleine à Amiens. Après sa mort, son fils Michel Verne publie plusieurs livres qu’il a parfois remaniés. Celui que beaucoup considèrent comme le père français de la science-fiction laisse derrière lui de très nombreuses œuvres. Ses livres ont marqué ce genre littéraire et la littérature française en général. Verne vécut à l’époque de grand progrès (l’électricité, le téléphone, le télégraphe, les chemins de fer et les machines à vapeur), il est donc parfois à tort considéré comme un romancier pour enfant ou un écrivain scientifique. Mais il était plus que ça, il avait le génie de rendre vraisemblable ce qui ne l’était pas.
Bibliographie des plus grandes œuvres de Jules Verne
Romans
Cinq semaines en ballon (1863)
De la Terre à la Lune (1865)
Voyage au centre de la Terre (1867)
Les Enfants du capitaine Grant (1868)
Vingt mille lieues sous les mers (1869) – roman où apparaît le Capitaine Nemo et son Nautilus.
Paris au XIXe siècle (1869)
L’île Mystérieuse (1869)
Le Tour du monde en 80 jours (1872)
Michel Strogoff (1876)
Pièces de théâtre
Les Pailles rompues (1850)
Un neveu d’Amérique ou les deux Frontignac (1873)
Monna Lisa (lue pour la première fois en (1874)
Le Tour du monde en quatre-vingts jours (1874)
Les Enfants du capitaine Grant (1878)
Michel Strogoff (1880)
Ouvrages historiques
À propos du Géant (1863)
Edgard Poe et ses œuvres (1864)
Géographie illustrée de la France et de ses colonies (1867-1868)
Découverte de la terre : Histoire générale des grands voyages et des grands voyageurs (3 tomes : 1870, 1879, 1880)
Pierre Verne, originaire de Provins, acheta en 1826 une charge d’avoué à Nantes, et épousa l’année suivante Sophie Allotte de la Fuÿe. De cette union naquirent cinq enfants : Jules (le 8 février 1828), Paul, Anna, Mathilde et Marie. L’île Feydeau, où se trouve la maison natale de Jules Verne, était alors vraiment une île, enserrée entre deux bras de Loire. L’immeuble du 2, quai Jean-Bart, où il passa les quatorze premières années de sa vie, dominait le confluent de la Loire et de l’Erdre. De la maison de campagne de Chantenay, on voyait l’activité du port se déployer jusqu’au cœur de la ville. Jules Verne n’a vu la mer pour la première fois qu’à l’âge de douze ans, mais les îles, les ports et les bateaux, qui seront les thèmes favoris de tant de ses œuvres, étaient depuis longtemps déjà dans sa vie et dans ses rêves.
Un poète de quinze ans
Dans la famille Verne, on pratiquait volontiers la poésie de circonstance : naissances et mariages étaient l’occasion de célébrer en vers les joies de l’amour et de la famille. Jules Verne a commencé à versifier très jeune : «Dès l’âge de douze ou quatorze ans», devait-il déclarer en 1904 à un journaliste, «j’avais toujours un crayon sur moi et du temps où j’allais à l’école, je n’arrêtais pas d’écrire, travaillant surtout la poésie». à l’adolescence, il commença de remplir les deux cahiers de poésies qui l’ont accompagné toute sa vie et qui, restés inédits à sa mort, ne furent publiés qu’en 1989. Poésie lyrique ou satirique, émois amoureux ou rimes de chansonnier, les genres les plus divers s’y côtoient. Plus tard, il fut aussi parolier, fournissant à son ami le compositeur Aristide Hignard des poèmes à mettre en musique. Ces chansons, réunies en recueil, parurent en 1857, sous le titre de Rimes et mélodies.
Les tribulations d’un Nantais à Paris
Au début des années 1850, Jules Verne, «monté» à Paris pour y terminer ses études de droit, ne sait pas encore qu’il sera romancier, mais il sait qu’il ne sera pas juriste. L’étude d’avoué de son père attendra vainement qu’il en prenne la succession. En attendant que ses œuvres lui apportent gloire et fortune, il dévore avec appétit les joies de la vie parisienne. dans la mesure où une modeste pension paternelle et quelques travaux alimentaires le lui permettent. Les lettres qu’il envoie à ses parents témoignent de sa vie quotidienne et de ses difficultés : comment un jeune homme qui envisage une carrière littéraire peut-il fréquenter les salons avec des chemises en lambeaux ? Comment pourrait-il résister à la tentation d’acheter (à crédit) un piano ou une collection de livres en parfait état ? Cependant, il commence à publier ses premiers textes dans le Musée des familles, que dirige son compatriote Pitre-Chevalier.
De Graslin au Châtelet
Jules Verne s’est toujours considéré comme un auteur dramatique. A 17 ans, il écrivait des drames romantiques imités de Victor Hugo, mais c’est plutôt avec le vaudeville et l’opérette qu’il obtint ses premiers succès. Grâce à Alexandre Dumas, il put faire jouer au Théâtre-Lyrique, dont il deviendra ensuite secrétaire, Les pailles rompues (pièce reprise ensuite à Nantes au Théâtre Graslin) et Le colin-maillard dont le fidèle Artistide Hignard écrivit la musique. Bien des années plus tard, les modestes succès deviendront triomphes quand il adaptera pour la scène, en collaboration avec D’Ennery, Le tour du monde en quatre-vingt jours, Michel Strogoff et Les enfants du capitaine Grant. Le savoir-faire du dramaturge uni au faste des mises en scène à grand spectacle remplissent chaque soir, pendant des mois, les théâtres du Châtelet et de la Porte Saint-Martin. C’est donc bien au théâtre, sa première vocation, autant qu’à ses romans, que Jules Verne devra gloire et fortune.
31 janvier 1863
C’est la date de naissance d’un romancier. Le 31 janvier 1863, l’éditeur Jules Hetzel met en vente le premier roman d’un écrivain inconnu : Cinq semaines en ballon, par Jules Verne. Le premier tirage est de 2 000 exemplaires ; du vivant de l’auteur, il s’en vendra 76 000 (seul Le tour du monde en quatre-vingt jours fera mieux avec 108 000 exemplaires). L’année suivante, Jules Verne signe avec Hetzel un contrat aux termes duquel il s’engage à fournir deux volumes par an. à partir de 1865 , ce sont trois volumes annuels qui naissent de leur collaboration. à la mort de Hetzel, en 1886, son fils prend sa succession et continue la publication des Voyages extraordinaires, qui représentent au total 62 titres regroupés en 47 volumes. Au sein de la maison d’édition, Jules Verne n’est pas seulement un auteur prolifique : il est également codirecteur du Magasin d’éducation et de récréation, périodique fondé par Hetzel et Jean Macé dans le but de proposer aux familles «un enseignement sérieux et attrayant à la fois, qui plaise aux parents et profite aux enfants».
18 rue Jacob
Avant d’installer sa maison d’édition au 18 rue Jacob, Hetzel connut une première vie d’éditeur et d’homme politique. Républicain convaincu, il participa à la révolution de février 1848 et servit le gouvernement provisoire comme chef de cabinet de Lamartine, ministre des Affaires étrangères. Il dut donc s’exiler en Belgique sous Napoléon III et ne put rentrer en France qu’en 1859. En 1844, il avait lancé Le diable à Paris, revue à laquelle collaboraient Balzac, Théophile Gautier, Alfred de Musset, Gérard de Nerval, Charles Nodier, Georges Sand, Stendhal et Eugène Sue, et qu’illustraient Gavarni, Grandville et Bertall. à cette «écurie» déjà prestigieuse se joignirent par la suite Erckmann-Chatrian, Victor Hugo et Jules Sandeau. À son activité d’éditeur, Hetzel joignait celles de traducteur et d’écrivain. Sous le nom de P.-J. Stahl, il contribuait à remplir les colonnes du Magasin d’éducation et de récréation et se chargeait lui-même d’écrire les textes des albums pour enfants qu’il publiait.
Amiens (61 063 habitants)
La vie de Jules Verne, c’est vingt ans à Nantes, vingt-trois ans à Paris, et trente-quatre ans à Amiens, 61 063 habitants, comme il l’écrit dans sa Géographie de la France. Marié en 1857 à l’amiénoise Honorine de Viane, il s’installe en 1871 dans la ville d’origine de sa femme, avec leur fils Michel et les deux filles nées du premier mariage d’Honorine. Il mène une vie de bourgeois bien rangé et reçoit la bonne société pour faire plaisir à sa femme, mais préfère aux mondanités du salon la solitude laborieuse de son cabinet de travail. Couronnement de sa vie de notable, il est élu conseiller municipal en 1888. Il est chargé du théâtre, qu’il fréquente assidûment ; il prononce des discours pour la distribution des prix au lycée et inaugure le cirque, en 1889.
De la Coralie au Saint-Michel
La légende familiale des Verne rapporte que Jules, âgé de onze ans, fit une fugue et embarqua clandestinement à bord du trois-mâts La Coralie, en partance pour les Indes. L’authenticité de l’incident est loin d’être avéré, mais la passion de Jules Verne pour la mer et les bateaux est une réalité. Quant à l’autre légende, qui veut que les Voyages extraordinaires soient l’œuvre d’un sédentaire endurci, les nombreux romans inspirés des voyages réels de l’auteur suffisent à la démentir. De son premier périple, qui le mena en Grande-Bretagne en 1859, il rapporta non seulement Voyage à reculons en Angleterre et en Ecosse (resté inédit jusqu’en 1989), mais encore Les Indes noires et Le Rayon-vert. Une ville flottante est le récit romancé de sa traversée de l’Atlantique à bord du Great-Eastern, le plus grand paquebot du monde. Il fut propriétaire de trois bateaux successifs, tous trois baptisés Saint-Michel ; avec le troisième, il fit entre 1878 et 1885 plusieurs grandes croisières en Méditerranée, d’où naquirent Mathias Sandorf et Clovis Dardentor.
La bête d’une somme
Accablé de travail par Hetzel, Jules Verne, fraîchement installé en Picardie, signait plaisamment une lettre à son éditeur : «Votre bête de Somme». Comme Balzac avec La comédie humaine ou Zola, son contemporain, avec les Rougon-Macquart, il a conçu avec Les voyages extraordinaires, un vaste cycle romanesque qui ne représente toutefois, malgré ses dimensions impressionnantes, qu’une partie de sa production. Les manuscrits de ses œuvres, dont la plus grande partie est conservée à la Bibliothèque municipale de Nantes, sont le témoignage de presque soixante ans de travail acharné. Des premiers essais de théâtre, écrits sur des cahiers de tous formats et corrigés dans tous les sens, aux romans de la maturité, à la présentation méthodique et immuable, l’examen des manuscrits montre bien que, si les thèmes et la méthode de travail ont évolué, c’est autant à l’inspiration fulgurante d’un visionnaire qu’au labeur quotidien d’un homme rivé à son bureau que nous devons De la terre à la lune et Le tour du monde en quatre-vingt jours. Non content de corriger sans cesse et de récrire plusieurs fois chaque œuvre, Jules Verne correspondait plusieurs fois par semaine avec son éditeur et terminait souvent ses lettres en réclamant avec insistance de nouveaux jeux d’épreuves qui n’arrivaient jamais assez vite!
Jules Gabriel Verne est né en 1828 à Nantes au sein d’une famille bourgeoise. Son enfance a été assez tranquille et aisée; son père était avocat et Jules, dès son plus jeune âge, s’est pris de passion pour les voyages.
Une légende raconte (et on pense qu’elle est réelle) que Verne, alors qu’il était encore tout jeune, a essayé de s’enfuir de chez lui pour s’enrôler en tant que mousse sur un navire partant pour l’Inde. Son père l’a découvert à temps et lui a fait promettre de ne voyager qu’à travers son imagination.
Et c’est ce que fera Jules Verne. Ces voyages imaginaires feront même naître quelques-unes des œuvres les plus emblématiques de la science-fiction. En 1848, en pleine période révolutionnaire, Verne déménage à Paris afin d’y étudier le droit. Son père lui payait ses études, mais sa rétribution était assez limitée.
Jules Verne a toujours été convaincu que nourrir son esprit était plus important que nourrir son corps. C’est pour cette raison qu’il dépensait son argent dans des livres et ne se nourrissait que de lait et de pain pendant de longues périodes.
À cause de toutes ces privations, Jules Verne n’a pas eu une très bonne santé. Cependant, malgré ces difficultés économiques, il s’est toujours considéré comme très heureux à cette époque.
C’est précisément lors de ces années d’études, au cours desquelles il fréquentait les cercles littéraires parisiens, qu’il a fait la connaissance d’Alexandre Dumas. Il a noué une amitié très étroite avec lui. Les influences de Dumas et Victor Hugo ont aussi marqué sa vocation littéraire.
La vie familiale de Jules Verne
Verne a achevé ses études de droit en 1850. Cependant, contre la volonté de son père, il a décidé de se dédier aux lettres. En 1856, il a fait la connaissance d’Honorine de Viane, avec qui il s’est marié en 1857.
En dépit de la mauvaise relation avec son père, ce dernier lui a donné 50.000 francs pour son mariage. Verne s’est alors installé à Paris en tant que courtier mais sa carrière n’a pas donné de bons résultats : il était en effet né pour faire d’autres choses.
Jules Verne n’a pas trouvé la stabilité émotionnelle qu’il recherchait dans son mariage. Son épouse l’exaspérait et il essayait de s’échapper chaque fois qu’il le pouvait en réalisant des voyages de manière intempestive. L’an 1861 a marqué la naissance de son seul enfant, Michel Verne. C’était un enfant difficile. Son père l’a fait interner dans un établissement pénitentiaire et dans un hôpital psychiatrique, et ces faits ont marqué une relation de haine entre les deux.
À 58 ans, Verne a reçu un coup de feu dans la jambe. Cette blessure l’a fait boiter pour le reste de sa vie. Le coup de feu venait de son jeune neveu Gaston. Les circonstances de cet événement n’ont jamais été très claires car tout semblait indiquer qu’ils n’avaient pas de problèmes relationnels. On a cependant fait interner Gaston dans un asile.
Une vie de voyages extraordinaires
La première période littéraire de Jules Verne s’est étendue de 1862 à 1886. En septembre 1862, Verne a fait la connaissance de Pierre-Jules Hetzel, l’éditeur qui a publié la première des œuvres des Voyages extraordinaires, Cinq semaines en ballon (1863). Au début, elle a été éditée dans Le Magasin d’éducation et de récréation d’Hetzel; elle s’est rapidement transformée en succès planétaire.
Après cette magnifique reconnaissance, Hetzel a offert un contrat à long terme à Verne. Celui-ci devait écrire beaucoup plus d’œuvres de “fiction scientifique”. Jules Verne a donc enfin pu faire ce pour quoi il était né : devenir un écrivain à temps complet.
La relation entre Verne et Hetzel a été si fructueuse qu’elle a duré quatre décennies. Verne a composé, pendant quarante ans, toutes les œuvres comprises dans les Voyages extraordinaires. Cette relation entre les deux a été l’une des plus productives de l’histoire de la littérature.
Verne a réinventé le genre du livre de voyages et a énormément contribué à d’autres genres, comme celui d’aventures ou de science-fiction. Cette série de romans d’aventures, très populaire, a été totalement visionnaire. Il faut savoir que les Voyages extraordinaires ont été le fruit de nombreuses recherches et s’appuient sur des données scientifiques et géographiques réelles.
Parmi les 45 récits des voyages extraordinaires, on retrouve les célèbres œuvres Voyage au centre de la Terre (1864) et De la Terre à la Lune (1865), tout comme Vingt milles lieues sous les mers (1870), Le tour du monde en quatre-vingt jours (1872) ou L’île mystérieuse (1874).
En 1886, Verne avait acquis une renommée mondiale et une fortune modeste. Au cours de cette période, il a acheté plusieurs yachts et a navigué vers de nombreux pays européens. Il a aussi collaboré dans des adaptations théâtrales de plusieurs de ses romans.
Jules Verne: désenchantement et œuvres posthumes
Au cours de sa seconde étape littéraire, qui s’est étendue de 1886 à 1905 (date de sa mort), le ton de ses écrits a radicalement changé. Verne a commencé à s’éloigner de sa propre identité. Ses textes ne s’imprégnaient plus de données scientifiques, d’aventures et d’explorations.
Sa thématique se concentrait sur les dangers de la technologie forgée par des scientifiques pleins d’arrogance. Il a, en quelque sorte, adopté un ton plus pessimiste, en montrant au lecteur les conséquences de certaines avancées.
Quelques exemples de ce changement ont été : L’île à hélice (1895), Face au drapeau (1896), Maître du monde (1904). Ce changement de ton a eu lieu en même temps que les différentes adversités qu’il a rencontrées dans sa vie. Jules Verne a été profondément affecté par les décès successifs de sa mère et de son mentor, Hetzel.
La troisième période, qui va de 1905 à 1919, est celle où ses œuvres posthumes ont été publiées. Ces écrits ont surtout été édités par son fils, Michel. Parmi les titres posthumes, nous retrouvons : Le volcan d’or (1906), L’agence Thompson and Co (1907), Le pilote du Danube (1908).
Le problème est que l’oeuvre de Jules Verne était alors bien connue. Par conséquent, les critiques ont trouvé que ces titres posthumes étaient trop contaminés : la marque de Michel avait effacé l’identité de Jules Verne et cela n’a pas été vu d’un bon œil.
Verne, précurseur de la littérature et de la science
Jules Verne a acquis une renommée mondiale. Comme nous l’avons déjà signalé un peu plus tôt, il a été considéré comme le père de la science-fiction moderne. Il a même reçu la Légion d’Honneur pour ses apports à l’éducation et à la science.
La popularité de l’oeuvre de Jules Verne se reflète à travers le nombre de traductions de ses écrits, et ce dans le monde entier. Son influence est si grande que ses récits ont été adaptés au théâtre et parfois même au cinéma.
La renommée de Jules Verne est encore bien vivante à notre époque. Le simple fait de penser qu’un homme ait pu anticiper des inventions qui sont apparues des décennies plus tard est tout simplement incroyable. Les détails, les voyages, les progrès scientifiques ont transformé son oeuvre en une production extrêmement singulière.
L’empreinte de Verne s’étend bien au-delà du monde de la littérature et du cinéma : elle a aussi atteint le monde de la science et de la technologie. Des générations de scientifiques, d’inventeurs et d’explorateurs ont admis puiser leur inspiration dans son travail. Jules Verne et ses voyages extraordinaires continuent de nous rappeler que “ce qu’un homme peut imaginer, d’autres hommes sauront le réaliser”.
Jules Verne est né en 1828, à une époque où l’on se déplaçait exclusivement grâce à la force animale et où l’on se chauffait au bois. Une époque durant laquelle l’automobile était encore un rêve lointain. Une époque d’avant la révolution industrielle, bien plus proche encore de Napoléon et de la Révolution Française. Pourtant, Jules Verne est si associé à la machine, la technique, les boulons, les pistons et les sous-marins, qu’il nous parait presque plus proche d’un Cousteau que d’un Balzac.
Jules Verne est un auteur prolifique, qui commença l’écriture dès ses 15 ans et publiera pas moins de 62 romans et 18 nouvelles, regroupées sous le titres Voyages Extraordinaires. C’est l’éditeur Pierre-Jules Hetzel qui publiera son premier roman Cinq semaines en ballons qui connaîtra un grand succès. Jules Verne travaillera près de quarante ans à l’écriture de cette œuvre «extraordinaire». Cantonnée à une étude scolaire, au début du XXème siècle, son œuvre sera redécouverte par Michel Butor, Julien Gracq ou encore Roland Barthes dans les années 1960. Elle fera l’objet de nouvelles approches. Jules Verne entre dans la bibliothèque de la Pléiade chez Gallimard en 2012 et depuis le 15 avril, une nouvelle édition est parue.
Jules Verne invite aux voyages imaginaires et extraordinaires selon notre invité Daniel Compère. Où a-t-il puisé cette imagination fantastique ? Grand admirateur de Victor Hugo, William Shakespeare ou encore Alexandre Dumas, Jules Verne est également influent par sa modernité.
Jules Verne va s’essayer à de nombreux genres romanesques nouveaux pour lui : le roman historique (Le chemin de France 1885-1886), le roman social (P’tit bonhomme 1892), le roman policier (Un drame en Livonie, Les Frères Kip 1897), le roman d’espionnage (Face au drapeau) ou encore le roman parodique (Claudius Bombarnac), influencé par Baudelaire et Edgar Allan Poe. Sa littérature aux multiples voies a également été constamment reprise par le cinéma populaire, de Méliès à Hollywood.
«Comment l’homme va-t-il continuer à habiter le monde ?»: c’est l’une des principales questions que pose le genre de la science-fiction, dont Jules Verne est l’un des grands précurseurs. Agnès Marcetteau, conservatrice du Musée Jules Verne de Nantes, et fondatrice de la revue Planète Jules Verne, nous parle de ce genre nouveau propre aux «univernes», qui porte le nom de «merveilleux scientifique». Patrick Gyger, directeur du Lieu Unique de Nantes et grand connaisseur de l’oeuvre du romancier, échange avec elle aux Utopiales de Nantes, pour cette vingtième édition du Festival international de science-fiction, consacrée au thème «Coder/ décoder«
On ne peut pas dire que Jules Verne soit un auteur de science-fiction parce que ce n’est pas lui qui a inventé ce genre. En revanche, c’est un précurseur revendiqué. Si Wells en est le père, Jules Verne pourrait en être le grand-père. En même temps, ils sont relativement contemporains, et Jules Verne est toujours très attentif à signaler ces différences. (Agnès Marcetteau)
Je pense qu’il était un sceptique et un ironique. Je pense que c’est une des raisons pour lesquelles son oeuvre a une telle force et reste tellement présente. Comme il ne se laisse entraîner par aucune idéologie, il a cette capacité à porter un regard sur le monde qui fait réfléchir. (Agnès Marcetteau)
Il y a une construction très particulière de la narration chez Jules Verne, il affectionne les héros […]. Les personnages transforment le monde, décryptent le monde, le réinventent parfois. Eux-mêmes évoluent assez peu, à l’inverse du personnage balzacien, alors qu’ils transforment le monde. Il y a aussi ces célèbres descriptions encyclopédiques, qu’on ne trouve vraiment pas si souvent avant Jules Verne. Jules Verne en tant qu’écrivain, ce n’est pas que pour la jeunesse, ce n’est pas que du divertissement, ce ne sont pas que des idées novatrices. (Patrick Gyger)
« Je ne peux pas dire que je suis particulièrement emballé par la science. En vérité, je ne l’ai jamais été : c’est-à-dire que je n’ai jamais suivi d’études scientifiques ni même fait d’expériences. Mais quand j’étais jeune, j’adorais observer le fonctionnement des machines. » Un postulat surprenant de la part de celui qu’on appelle le « père de la science-fiction ». Mais Jules Verne était-il vraiment un auteur de science-fiction ? D’anticipation ? Quelle est la nature de l’univers littéraire fantastique qu’il déploie à travers ses Voyages Extraordinaires, et quelle en est la postérité ?
“Dans mes romans, j’ai toujours fait en sorte d’appuyer mes prétendues inventions sur une base de faits réels et d’utiliser pour leur mise en œuvre des méthodes et des matériaux qui n’outrepassent pas les limites du savoir-faire et des connaissances contemporaines” – Jules Verne
Cinq semaines en ballon : Voyage de découvertes en Afrique par trois Anglais de Jules Verne
J’ai été très surprise de constater le nombre impressionnant de critiques sur des auteurs très divers mais je l’ai été encore plus lorsque je n’ai découvert aucune critique portant sur les oeuvres littéraires d’un grand auteur tel que Jules Verne. Je me permets donc de combler cet oubli avec un de ses livres «Cinq semaines en ballon». Il est vrai que l’univers de Jules Verne est un peu particulier. Un univers particulièrement masculin, pas d’héroïnes mais uniquement des héros et surtout des domaines auxquels a priori seuls les hommes s’intéressent. Mais, voyez-vous, je suis pourtant une fille et j’apprécie tout autant les Jules Verne que n’importe quel garçon. Ici, dans «Cinq semaines en ballon», Jules Verne nous raconte les débuts de l’aéronautique et la découverte de l’Afrique avec pour héros, trois anglais : le docteur Fergusson, inventeur du projet de construire la nacelle pour partir à la découverte de l’Afrique, Joe son plus fidèle serviteur prêt à suivre son maître au bout du monde, et Dick Kennedy, hésitant mais qui finit finalement par céder et embarqua avec ses deux autres compagnons. Que d’aventures alors leur arrive-t-il! La fièvre de Kennedy, des nègres carnivores, le sauvetage d’un missionnaire français, le manque d’eau, la traversée du désert, le dévouement de Joe, les mésaventures de ce dernier pour sauver le ballon, d’importantes découvertes… Bref, ce livre ne se raconte pas, il se lit…. Le début est un peu long à démarrer surtout lorsque le docteur Fergusson y donne des descriptions très précises et très physiques (grr… La matière que j’adore… grrr…) sur le ballon. «De la partie inférieure de mon ballon qui est hermétiquement clos, sortent deux tubes séparés par un petit intervalle. L’un prend naissance au milieu des couches supérieures du gaz hydrogène, l’autre au milieu des couches inférieures…. Le diamètre horizontal fut de cinquante pieds et le diamètre vertical de soixante-quinze ; il obtint ainsi un sphéroïde dont la capacité s’élevait en chiffres ronds à quatre vingt dix mille pieds cubes…» Evidemment, pour ceux qui n’y comprennent rien (comme moi….) c’est un peu embêtant, les autres vont se régaler. Heureusement, après les préparatifs du voyage, Jules Verne met l’accent sur les péripéties et l’aventure du voyage… Il y en a pour tous les goûts… Je vous laisse découvrir un petit passage du livre histoire de vous mettre l’eau à la bouche : » Cet atlas devait servir au voyage tout entier du docteur, car il contenait l’itinéraire de Burton et Speke aux Grands Lacs, le Soudan d’après le docteur Barth, le bas Sénégal d’après Guillaume Lejean, et le delta de Niger par le docteur Baikie. Fergusson s’était également muni d’un ouvrage qui réunissait en un seul corps toutes les notions acquises sur le Nil et intitulé : The sources of the Nil, being a general surwey of the basin of that river and of its heab stream with the history of the Nilotic discovery by Charles Beke, th.D. Il possédait aussi les excellentes cartes publiées dans les Bulletins de la société de Géographie de Londres, et aucun point des contrées découvertes ne devait lui échapper. En pointant sa carte, il trouva que sa route latitudinale était de deux degrés ou cent vingt milles dans l’ouest (cinquante lieues). Kennedy remarqua que la route se dirigeait vers le midi. Mais cette direction satisfaisait le docteur, qui voulait autant que possible, reconnaître les traces de ses devanciers. Il fut décidé que la nuit serait divisée en trois quarts, afin que chacun pût à son tour veiller à la sûreté des deux autres. Le docteur dut prendre le quart de neuf heures, Kennedy celui de minuit, et Joe, celui de trois heures du matin. Donc, Kennedy et Joe, enveloppés de leurs couvertures, s’étendirent sous la tente et dormirent paisiblement, tandis que veillait le docteur Fergusson.»
La fin d’un discours très applaudi. — Présentation du docteur Samuel Fergusson — « Excelsior. » — Portrait en pied du docteur. — Un fataliste convaincu. — Dîner au Traveller’s club. — Nombreux toasts de circonstance.
Il y avait une grande affluence d’auditeurs, le 14 janvier 1862, à la séance de la Société royale géographique de Londres, Waterloo place, 3. Le président, sir Francis M…, faisait à ses honorables collègues une importante communication dans un discours fréquemment interrompu par les applaudissements.
Ce rare morceau d’éloquence se terminait enfin par quelques phrases ronflantes dans lesquelles le patriotisme se déversait à pleines périodes :
« L’Angleterre a toujours marché à la tête des nations (car, on l’a remarqué, les nations marchent universellement à la tête les unes des autres), par l’intrépidité de ses voyageurs dans la voie des découvertes géographiques. (Assentiments nombreux.) Le docteur Samuel Fergusson, l’un de ses glorieux enfants, ne faillira pas à son origine. (De toutes parts : Non ! non !) Cette tentative, si elle réussit (elle réussira !), reliera, en les complétant, les notions éparses de la cartologie africaine (véhémente approbation), et si elle échoue (jamais ! jamais !), elle restera du moins comme l’une des plus audacieuses conceptions du génie humain ! (Trépignements frénétiques.) »
— Hourra ! hourra ! fit l’assemblée électrisée par ces émouvantes paroles.
— Hourra pour l’intrépide Fergusson ! » s’écria l’un des membres les plus expansifs de l’auditoire.
Des cris enthousiastes retentirent. Le nom de Fergusson éclata dans toutes les bouches, et nous sommes fondés à croire qu’il gagna singulièrement à passer par des gosiers anglais. La salle des séances en fut ébranlée.
(…)
Audio:
Vidéo:
Five Weeks in a Balloon – Irwin Allen (1962)
5 Weeks in a balloon – Dessin animé (1977)
Cinco Semanas em um Balão – Sabre de Luz Teatro (2016)
“Le tour du monde en 80 jours”, selon Jules Verne.
Le roman raconte la course autour du monde d’un gentleman anglais, Phileas Fogg, qui a fait le pari d’y parvenir en quatre-vingts jours. Il est accompagné par Jean Passepartout, son serviteur français. L’ensemble du roman mêle récit de voyage (traditionnel pour Jules Verne) et données scientifiques comme celle utilisée pour le rebondissement de la chute du roman.
Ce voyage extraordinaire est rendu possible grâce à la révolution des transports qui marque le XIXe siècle dans le contexte de la révolution industrielle. Le développement de nouveaux modes de transport (chemin de fer, bateau à vapeur) et l’ouverture du canal de Suez en 1869 raccourcissent les distances, ou du moins le temps nécessaire pour les parcourir.
Londres, 2 octobre 1872. Comme tous les jours, Phileas Fogg se rend au Reform Club. En feuilletant le journal, il apprend qu’il est possible d’accomplir le tour du monde en quatre-vingts jours.
Une vive discussion s’engage à propos de cet article. Phileas Fogg parie 20 000 livres, la moitié de sa fortune, avec ses collègues du Reform Club qu’il réussira à achever ce tour du monde en quatre-vingts jours. Il part immédiatement, emmenant avec lui Jean Passepartout, son nouveau valet de chambre, un jeune Français débrouillard. Il quitte Londres à 20 h 45 le 2 octobre et doit donc être de retour à son club au plus tard à la même heure, quatre-vingts jours après, soit le 21 décembre 1872 à 20 h 45, heure locale.
Phileas Fogg est un maniaque de l’heure, qui aime agir de façon exacte et précise. Pour lui, « l’imprévu n’existe pas ». Mais le voyage va être semé d’embûches et de contretemps.
Le pari et le départ de Fogg font la une des journaux. La police se demande si Phileas Fogg est le fameux voleur qui vient de dévaliser la Banque d’Angleterre et qui chercherait à s’échapper. L’inspecteur Fix part à sa recherche et ne cessera de le poursuivre dans tous les pays traversés.
Phileas Fogg et Passepartout partent de Londres en train et utilisent ensuite différents moyens de transport, comme l’éléphant, une fois arrivés en Inde. En chemin, à travers les forêts indiennes, ils sauvent Mrs. Aouda, une jeune veuve qui devait être brûlée vive comme le veut la coutume de la sati, au cours d’une cérémonie dédiée à la déesse Kali.
À Hong Kong, Fogg manque le paquebot mais Passepartout embarque à son bord. Ils finissent par se retrouver quelques jours plus tard au Japon, à Yokohama, dans un cirque où Passepartout s’était engagé comme acrobate.
Lorsque Phileas Fogg arrive à San Francisco, il tombe en pleine effervescence électorale, se fait un ennemi, le colonel Stamp W. Proctor, prend le train, y retrouve le colonel avec lequel il s’apprête à se battre en duel, lorsque le train est attaqué par les Sioux. Passepartout réussit à stopper le train emballé (les mécaniciens ayant été neutralisés par les assaillants) mais est fait prisonnier. Fogg réussit cependant à le libérer, aidé par quelques autres passagers. Hélas, entre-temps, le train a quitté la gare. Fogg, Passepartout, Fix et Mrs. Aouda retiennent les services d’un traîneau à voile qui les conduit à toute vitesse, sur les étendues glacées, jusqu’à Omaha. De là, le groupe prend le train jusqu’à Chicago, puis New York d’où, malheureusement, le paquebot pour Liverpool vient à peine de partir.
Pressé par le temps, Phileas Fogg « emprunte » un bateau à vapeur pour arriver à temps en Angleterre du nord (le capitaine ne voulant pas le conduire à Liverpool, Phileas Fogg a acheté l’équipage). À court de charbon, Fogg achète le bâtiment et les matelots démontent tout ce qui est en bois pour l’utiliser comme combustible. Mais dès que Fogg débarque en Angleterre, Fix l’arrête, avant de le relâcher lorsqu’il découvre son erreur, le véritable voleur ayant été arrêté entre-temps. Ayant raté le train pour Londres, Fogg réquisitionne une locomotive et s’y fait conduire, mais y arrive cinq minutes trop tard. Pensant avoir perdu son pari, Phileas Fogg rentre chez lui, désormais ruiné. Le lendemain, lui et Mrs. Aouda se déclarent leur amour ; Fogg envoie alors son domestique prévenir le révérend pour que son mariage avec Mrs. Aouda ait lieu le lendemain. C’est chez le révérend que Passepartout se rend compte qu’ils ont en fait gagné vingt-quatre heures dans leur périple, en accumulant les décalages horaires ; ce qui fait qu’ils sont arrivés un jour en avance et qu’on est bien le 21 décembre. Il accourt prévenir son maître, qui se rend à toute vitesse au Reform Club et gagne finalement, de quelques secondes, son pari grâce à ce dernier imprévu.
Comme à son habitude, Jules Verne a parsemé Le Tour du monde en quatre-vingts jours de données scientifiques et anthropologiques, et c’est ce qui fait tout le charme du roman : le récit de cette trépidante course contre-la-montre autour du globe est étayé par d’intéressantes pastilles didactiques – surtout en considération de l’époque où le grand public n’était pas forcément au fait de ces connaissances, à la différence d’aujourd’hui. De plus, les tribulations des personnages les faisant traverser de nombreux pays, Jules Verne s’attache à décrire les mœurs de l’époque desdits pays, ce qui est fort passionnant.
Rendu possible grâce à la révolution des transports qui marque le XIXe siècle, ce tour du monde et ses vicissitudes sont également l’occasion pour l’auteur d’aborder deux thèmes chers à ses yeux : la fidélité (notamment lorsque Phileas Fogg choisit, compromettant au passage la réussite de son entreprise, de porter secours au malheureux Passepartout capturé par des Sioux), ainsi que l’honneur et l’importance de la parole donnée.
En définitive, Le Tour du monde en quatre-vingts jours est sans conteste l’un des meilleurs romans de Jules Verne, l’un des plus rocambolesques. Rien d’étonnant donc à ce qu’il soit également l’un des plus adaptés, que ce soit au cinéma (deux longs-métrages), à la télévision (deux dessins animés, trois téléfilms et une série télévisée), en bande-dessinée (trois fois) ou bien encore au théâtre (deux adaptations).
I Dans lequel Phileas Fogg et Passepartout s’acceptent réciproquement, l’un comme maître, l’autre comme domestique En l’année 1872, la maison portant le numéro 7 de Saville-row, Burlington Gardens – maison dans laquelle Sheridan mourut en 1814 –, était habitée par Phileas Fogg, esq., l’un des membres les plus singuliers et les plus remarqués du Reform-Club de Londres, bien qu’il semblât prendre à tâche de ne rien faire qui pût attirer l’attention.
À l’un des plus grands orateurs qui honorent l’Angleterre, succédait donc ce Phileas Fogg, personnage énigmatique, dont on ne savait rien, sinon que c’était un fort galant homme et l’un des plus beaux gentlemen de la haute société anglaise.
On disait qu’il ressemblait à Byron – par la tête, car il était irréprochable quant aux pieds –, mais un Byron à moustaches et à favoris, un Byron impassible, qui aurait vécu mille ans sans vieillir.
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Audio:
Vidéo:
Around the World In 80 Days – Michael Anderson (1956)
Le tour du monde en 80 jours – Les voyages extraordinaires de Jules Verne – Dessin animé
Le tour du monde en 80 jours – 01 – Le pari – BRB INTERNACIONAL, S.A. – Dessin animé(1984)(26 Épisodes)
Le tour du monde en 80 jours – 02 – Le départ – BRB INTERNACIONAL, S.A. – Dessin animé(1984)(26 Épisodes)
Around the World in 80 Days – Geoff Collins (1988)
Around The World in 80 Days – Buzz Kulik (1989)
Around The World In 80 Days – Disney (1999)
Le Tour du monde en 80 jours – Théâtre des Argonautes (2000)
Around the World in 80 Days – Frank Coraci (2004)
Faire le Tour du Monde en 80 Jours – Les Enfantastiques (2013)
Faire le Tour du Monde en 80 Jours
refrain :
FAIRE LE TOUR DU MONDE EN 80 JOURS
POUSSÉ PAR LE VENT
ALLER TOUT DROIT DEVANT
FAIRE LE TOUR DU MONDE EN 80 JOURS
DU HAUT D’UNE NACELLE
REVER D’UNIVERSEL
Voyager en montgolfière
Du Pôle Nord au Pôle Sud
Echapper à la colère
Du Triangle des Bermudes
Voir les Chutes du Niagara
La Grande Muraille de chine
Et les sables du Sahara
Quand la lune illumine
Survoler l’Himalaya
Immense toit de la terre
Les troublants Temples Maya
Entourés de mystère
Retrouver, quelle merveille,
Les ruines de l’Atlantide
Se coucher avec le soleil
Aux pieds des Pyramides
refrain : FAIRE LE TOUR DU MONDE …
Pleurer sur le Grand Canyon
Les Indiens disparus
Regretter à Babylone
Les jardins suspendus
Reconstruire la Tour de Babel
Le Phare d’Alexandrie
Et saluer la Tour Eiffel
En passant par Paris
Puis se poser quelque part
Trouver l’Eldorado
Iles Marquises ou Zanzibar
Paradis en cadeau
Et s’éveiller hébété
Sous les cloches de Big-Ben
En trouvant ouvert à côté
Un livre de Jules Verne
refrain : FAIRE LE TOUR DU MONDE …
Le tour du monde en 80 jours – LES MATTAGUMBER (2016)
Le tour du monde en 80 jours – Compagnie théâtrale «La Chimère» (2016)
Desde la antigüedad, han llegado hasta hoy pruebas de que desde hace muchos siglos, al hombre ya le rondaba por la cabeza el concepto de utilizar dos ruedas unidas con una barra como medio de locomoción. Por ejemplo:
En tiempos del Antiguo Egipto, es posible que se pensara en un artilugio similar a la bicicleta. De hecho, en uno de los jeroglíficos del obelisco de Luxor dedicado a Ramsés II, hoy ubicado en una plaza de París, se muestra a un hombre montado a horcajadas sobre una barra horizontal montada sobre dos ruedas hacia el año 1300 a.C.
Los babilonios, otro pueblo de Oriente Próximo, incluyeron entre los motivos decorativos de uno de sus bajorrelieves un artilugio que recuerda mucho en su forma a un velocípedo.
También los romanos parece que pensaron en ella, según reflejan los frescos hallados en las antiguas ruinas de la ciudad de Pompeya. Se pueden observar unas figuras parecidas a las del obelisco de Luxor.
Y en la catedral renacentista de la ciudad inglesa de Buckinghamshire existe una pintura en la que un querubín parece ir montado en una especie de rara bicicleta; era el año 1580.
También entre los dibujos de Leonardo da Vinci, hace casi cuatrocientos años, sorprende ver un artefacto muy similar a un biciclo.
Aunque los casos descritos puedan ser casuales dado los 5.000 años que el hombre viene utilizando la rueda, lo cierto es que hasta finales del XVII no se le ocurrió a nadie situar dos ruedas alineadas y sentarse sobre la barra que las unía.
Veamos cómo fue el origen de la bicicleta.
Un francés llamado Jean Théson rodó en 1645 con un armatoste que llamó “celerífero” y que impulsaba con los pies por las calles de Fontainebleau.
Se podría decir que era ya una bicicleta, aunque se parecía poco a lo que hoy entendemos como tal. Sus trayectos eran cortos al no haberse creado todavía un sistema de dirección para poder guiarla.
En 1790, el Conde de Sivrac montó sobre un artefacto con ruedas y se lanzó a horcajadas cuesta abajo por las calles parisinas con gran risa de los circundantes y escándalo de la nobleza.
Posteriormente los franceses M. Blanchard y M.Masurier construyeron un vehículo cuya descripción apareció en el Journal de Paris de 1799 con el nombre de vélocipèdes o pies ligeros. A Luis XVI y María Antonieta, reyes de la época, les gustó tanto la idea que patrocinaron el invento y animaron a sus impulsores.
Blanchard y Masurier, mecánico y físico respectivamente, se habían servido de las ideas que un siglo antes tuvo Jacques Ozanam, ilustre matemático a quien su médico recomendó construir lo que se llamó en su tiempo la carroza mecánica, un triciclo cuyas ruedas traseras se accionaban mediante un berbiquí que giraba como un molinillo.
No obstante lo dicho, acaso aquellos locos cacharros del siglo XVIII no merezcan el nombre de bicicleta ya que solían contar con más de dos ruedas.
Quién inventó la bicicleta
Si te preguntas ¿cuándo y quién inventó la bicicleta? Debes saber que la primera bicicleta apareció en el siglo XIX.
En 1818, el barón Carl von Drais von Sauerbronn ingenió una máquina de correr que se patentó con el nombre de vélocipède. La gente popularizó con el nombre de draisiana.
Como curiosidad, el nombre completo de este barón era Karl Wilhelm Ludwig Friedrich von Drais von Sauerbronn. Y es que, aunque la draisiana contaba con dirección giratoria, ésta no era un verdadero manillar.
El esperpéntico artilugio de Carl von Drais, inspirado en el invento del conde de Sivrac, se impulsaba con los pies, ya que no se había inventado aún la cadena de transmisión, y su aparición por las calles de París mediado el XIX provocó curiosidad y cierto escándalo.
No todos se atrevían a montar en un vehículo así, pero un obrero parisino llamado J. Lallement se atrevió a montar el armatoste por las avenidas parisinas en un gesto valiente, ya que el primer ciclista de la historia fue apeado de su novedoso vehículo por la chiquillería que no dudó en apedrearle. Además, la policía lo detuvo luego por escándalo público.
Sin embargo, el cacharro de Von Drais estaba dotado de un sistema de dirección llamado laufmascine, o máquina para correr. Fabricada dos años después en Londres por Dennis Johnson para los dandys de la ciudad.
Entre sus principales usuarios, se encontraba el príncipe regente, con el nombre de dandy horse o hobby horse. Pero desde luego, el invento no estaba perfeccionado todavía.
Evolución de la bicicleta
Como hemos comentado al principio, desde su invención, la bicicleta no ha dejado de obtener mejoras o sufrir evoluciones hasta llegar a tal y como la conocemos en la actualidad. Las vemos con detalle:
La primera bicicleta gobernable fue cosa del escocés Kirkpatrick MacMillan en 1839.
Por primera vez se podía montar en bicicleta sin que los pies del ciclista tuvieran que propulsarla directamente, sino mediante el pedal; el manillar existía ya desde 1817.
Aquella bicicleta era muy peculiar ya que tenía las dos ruedas de madera y la llanta era metálica. La rueda principal medía treinta pulgadas de diámetro y la otra cuarenta.
Llegado el año 1861, el herrero francés Pierre Michaux pensó añadir unos pedales a la rueda delantera de una draisiana. Se le reconoce como unos de los precursores de la bicicleta, pero del mismo modo, también tuvieron su mérito Philip Moritx o Galloux.
El invento de Michaux recibió el nombre de “Michaulina” y se comenzó producir en serie, haciendo que se hiciera muy popular en Francia. Los pedales estaban situados en la rueda delantera que estaba construida de madera con una banda metálica que estaba en contacto con el suelo.
La bicicleta se fue perfeccionando. La primera que contó con cadena de transmisión fue la fabricada por James Slater en 1864; seis años después James Starley dotó a las ruedas de radios de alambre.
Fue Starley quien inventó la bicicleta de mujer en 1874.
Tenía sólo un pedal y se maniobraba de costado para evitar que las damas tuvieran que enseñar las piernas, con lo que se acallaban las voces críticas que se habían alzado en contra de un vehículo, que según ellas atentaba contra la moral.
La primera bicicleta completa echó a rodar en 1840; era de Kirkpatrick MacMillan. Y casi medio siglo después otro británico, John Starley Kemp, construyó lo que llamó la Rover Safety.
Kemp fue el padre de la industria de la bicicleta; en 1885 creó la bicicleta Rover, rápida, cómoda, de fácil manejo, mucho mejor que la de su tío James.
Era ya la bicicleta moderna, con sus dos ruedas del mismo tamaño, transmisión de cadena y engranaje, pedales, bielas, cuadro romboidal y conducción directa con horquilla inclinada.
Con el invento del neumático en 1888, se convertiría la bicicleta en rama poderosa de la industria de la locomoción y producto que ofrecía seguridad, siendo tal su auge que en 1896 el ciclismo fue declarado deporte olímpico en las primeras Olimpiadas de la era Moderna.
En el siguiente vídeo puedes ver en un minuto cómo ha sido la evolución de la bicicleta a lo largo de los años.
Se ha investigado mucho sobre cómo mejorar y evolucionar la bicicleta; la forma más eficaz que se conoce se convertir el esfuerzo humano en potencia.
La mayoría de los cambios son aparentemente menores y a menudo en beneficio de un tipo concreto de bicicleta, como la absorción de choque en las bicicletas de montaña (Patente US 5429344) o manillares para bicicletas de carrera (Patente US 5145094).
Menos frecuentemente se han realizado esfuerzos para rediseñar la bicicleta de manera considerable. Uno de estos esfuerzos fue la “bicicleta Moulton” (Patente GB 907467), que constaba no sólo de ruedas más pequeñas (que reducen la resistencia), sino también de un rediseño del funcionamiento del chasis.
La bicicleta plegable de Harry Bickerton (Patente GB 1460565) es un intento de hacer una bicicleta que se plega fácilmente y que se puede transportar por el manillar.
También está la bicicleta WO 97/29008, un “vehículo con vela e impulsado por pedales”, y la US 5342074, una bicicleta para dos con un chasis unido.
Otra idea nueva, volviendo tal vez a la patente US 690733 de Harold Jarvis en 1901 (un bicicleta para hacer loopings), es un esfuerzo para rediseñar el concepto entero al colocar al ciclista en posición recostada en vez de sentado erguido. Estos modelos se pueden ver cada vez más por las calles.
La bicicleta recostada es un invento de Richard Forrestal, Wilmington y David Gordon Wilson, para la compañía Fomac Inc, en Wilmington, Massachusetts (USA). Presentada el 26 de diciembre y publicada como WO 81/01821 y US 4283070.
El dibujo de la patente que puedes ver a continuación es un atractivo ejemplo del concepto, aunque hay muchas variaciones.
El motivo de la ausencia del manillar es que la patente es para poder ajustar el asiento más cerca o más lejos de los pedales para acomodar a personas de distintas alturas.
La patente ofrece muchas razones de por qué este diseño es mejor que la bicicleta estándar. Las principales son la comodidad del ciclista, que puede apoyar la espalda durante durante viajes largos, y la seguridad.
El centro de gravedad más bajo y la postura del ciclista significan que en cualquier tipo de colisión éste puede frenar más fácilmente; tiene menos posibilidades de salir despedido; se puede sujetar mejor con ambos pies y, en caso de colisión, éstos se llevarían la peor parte en vez de la cabeza o el cuerpo.
Además, es más fácil tomar curvas cerradas porque los pedales están más arriba y es menos probable que se rasquen en el suelo, y (curiosamente) también está la “facilidad que tiene el ciclista para comunicarse con los conductores de automóviles”.
La bicicleta moderna tiene diversos padres, pues consiste en una serie de inventos que se van añadiendo a la máquina hasta obtener la pieza actual.
En 1790, el francés Comte De Sivrac inventa un artefacto con dos ruedas sobre un bastidor de madera que no se podía dirigir y se impulsaba con los pies en el suelo. Muchos la consideran la primera bicicleta de la historia.
No servía para nada, al carecer de dirección, como los dibujos que había hecho de un vehículo similar Leonardo da Vinci. Lo más fácil era irse directo de cabeza al suelo, ya que la única manera de frenar era clavar los pies en tierra.
En 1817, el alemán Karl Drais von Sauerbronn añade la dirección. Su máquina se llamará “draisiana” en su honor, aunque también hay que impulsarse con los pies sobre el suelo.
En Estados Unidos añaden un asiento ajustable y un apoyo para el codo y adquiere el nombre de balancín.
En 1839, el escocés Kirkpatrick MacMillan inventa los pedales: están en el cuadro y se unen a la rueda trasera con barras y palancas; ya no hace falta tocar el suelo para impulsarse.
En 1842, los franceses Pierre Michaux y su hijo Ernest añaden los pedales a la rueda delantera, más grande que la trasera. El mismo Michaux decide construir el artefacto de hierro y hacer la rueda delantera más grande para ganar velocidad en 1861. Ha nacido el velocípedo.
En 1869, el francés André Guilmet sitúa los pedales en el centro y añade una cadena que transmite el movimiento a la rueda trasera, pero la guerra franco prusiana hace que nadie la tenga en cuenta.
Ese mismo año, los ingleses añaden neumáticos de goma maciza a los cantos de acero de las ruedas y le dan el nombre de bicicleta. En 1873, el inglés James Starley diseña una bicicleta con radios igual a las bicis modernas, salvo que la rueda delantera es tres veces más grande que la trasera.
Durante varios años, se lucha por hacer bicis más seguras, se trasladan los pedales al centro, se añade la cadena, y por fin en 1880, se igualan las ruedas y la bicicleta adquiere la forma moderna. Solo faltaba que Dunlop inventara el neumático.
Cronología de la historia de la bicicleta
Siglo XV: Leonardo da Vinci diseña la que podría haber sido la primera bicicleta de la historia. Tenía las ruedas iguales, un asiento y pedales. La tracción se dirigía mediante una polea a la rueda trasera, pero carecía de dirección y la rueda delantera no podía moverse, así que no era práctica y se quedó en un esquema en los papeles del genio italiano.
Año 1790: el francés Comte De Sivrac añade dos ruedas a un bastidor de madera que sólo puede impulsarse hacia delante con los pies en el suelo. Esta máquina se llama celerífero y muchos la consideran la primera bici de la historia.
Año 1817: el alemán Kart Drais von Sauerbronn añade la dirección, dejando suelta la rueda delantera, y presenta su invento en París. Recibe el nombre de draisiana o draisina,
Año 1839: Kirkpatrick MacMillan, de nacionalidad escocesa, inventa los pedales, que están unidos con palancas a los ejes de la rueda trasera.
Año 1842: Pierre Michaux, herrero francés, añade los pedales a la rueda delantera.
Año 1861: Pierre Michaux y su hijo Ernest fabrican la primera bicicleta moderna con un cuadro de hierro, pedales y la rueda delantera más grande.
Año 1868: se celebra la primera carrera documentada del mundo, en el parque de St. Claude, en París, ganada por el inglés James Moore.
Año 1875: inventan los radios y toda la bicicleta se construye de hierro, con una rueda delantera enorme. Se conoce como araña.
Año 1885: el suizo Renold inventa la cadena, los pedales se ponen en el centro y la tracción se desvía a la rueda trasera. En esta época, adquieren forma los platos dentados, con el delantero más grande que el trasero.
Año 1887: el inglés Thomas Stevens se convierte en la primera persona en dar la vuelta al mundo en bicicleta. Sale de San Francisco el 22 de abril de 1884 y después de atravesar Eurasia (vía Alemania, Hungría, Constantinopla, Irán, Afganistán, India y China) y alcanzar Japón, vuelve a San Francisco en enero de 1887.
Año 1890: las ruedas se igualan. John Boyd Dunlop (1840-1921) inventa los neumáticos, incorporando un tubo delgado dentro de la goma, y las bicis adquieren su aspecto moderno. Dunlop desarrolló el neumático alentado por su hijo de 9 años, que estaba cansado de traquetear sobre un triciclo que tenía las ruedas de goma maciza.
Etimología de la palabra bicicleta
La palabra bicicleta se introdujo en el idioma español en el siglo XIX procedente del francés bicyclette, forma diminutiva del inglés bicycle.
En castellano se documenta por primera vez en un periódico en el año 1899 por el autor catalán Aniceto de Pagés.
Bicicleta es palabra formada por dos vocablos del griego: kuklos = círculo + el sufijo latino bi- = dos. Comúnmente también recibe el nombre de bici. Pero en algunos países latinoamericanos también recibe otros nombres, como por ejemplo:
Lo único que está claro de la historia de la bicicleta es que se trata de un invento europeo. Dependiendo de lo que consideremos una bicicleta existen unas fechas u otras. Sin embargo, la del británico John Kemp Starley en 1885 fue la primera bicicleta con pedales patentada como tal. A partir de esta, ha evolucionado la industria de la bici en el siglo XX. Starley se basó en los modelos europeos construidos a lo largo de todo el siglo XIX.
Existe la creencia de que Leonardo Da Vinci creó el primer boceto en papel de una bicicleta (¡que incluía hasta la cadena de transmisión!) a finales del siglo XV. Sin embargo, el investigador alemán Hans-Erhard Lessing demostró en 1997 que el diseño se introdujo en los documentos de Leonardo a partir de 1961. También a finales del siglo XVIII, un francés, el conde de Sivrac habría inventado el celerífero, un primitivo cuadro sobre dos ruedas con una cabeza de animal, pero autores como Max Rauck, Gerd Volke y Felix Paturi han desmentido esta fecha atribuyéndola a antiguas rivalidades nacionalistas entre franceses y alemanes.
En 1816, Karl Dreis, inventor y aristócrata alemán creó el primer vehículo dirigible con dos ruedas en linea. No tenía ni pedales, ni cadenas, ni frenos, sino que avanzaba y frenaba con los pies. Pero sí tenía las ruedas, el sillín, el manillar, el cuadro y un sistema de dirección bastante más aparatoso que el que hoy conocemos. Dreis pensaba que su “máquina de correr” o laufmaschine, como la bautizó revolucionaría el transporte de su época. Pero tristemente no pasó de ser una máquina recreativa muy poco utilizada, aunque sirvió como prototipo para otros posteriores.
En 1839 el herrero escocés Kirkpatrick Macmillanañadió pedales con barras a un prototipo. Estas innovaciones permitieron al ciclista impulsar la máquina con los pies sin tocar el suelo. El mecanismo de impulsión consistía en pedales cortos fijados a la rueda trasera y conectados por barras a unos pedales situados delante del ciclista. Era impulsada por el empuje de los pies hacia abajo y hacia adelante. La utilizó para realizar viajes dentro de su Escocia natal, pero no llegó a patentar ni vender su invento. Ante la falta de evidencias documentales de esas fechas siempre ha habido escepticismo al rededor de la fecha concreta de creación.
En 1845 el escocés Robert William Thomson sustituyó las ruedas hechas completamente de madera por unos neumáticos inchables que combinaban cuero y goma, y cuyos remaches le daban tracción al conjunto, aunque su invento cayó en desuso y solo se usó durante algunos años en carruajes.
En 1861, Ernest Michaux decidió dotar de unos pedales a la rueda delantera de una vieja draisiana, por lo que el nuevo invento requería de más equilibrio. Se reconoce a Michaux como el precursor directo de la bicicleta aunque se deben citar nombres como Philip Moritx o Galloux que construyeron bicicletas a pedales para uso particular. El invento de Michaux, la “Michaulina” se empezó a producir en serie atrayendo la atención de las clases populares. Así se hizo muy popular en Francia. El cuadro y las ruedas se fabricaban en madera, y estas última llevaban una banda de hierro que era la que tocaba el suelo. Los pedales estaban colocados en la delantera, que era un poco más alta que la rueda de atrás.
En 1869, en Gran Bretaña se introdujeron los neumáticos de goma maciza montados en el acero.
En 1873 James Starley, un inventor inglés, produjo la primera máquina con casi todas las características de la famosa bicicleta de rueda alta. La rueda delantera de la máquina de Starley era tres veces más grande que la de atrás. Su uso se hizo muy popular durante la década de las 70 y los 80. Tal fue el éxito que en enero de 1887, el norteamericano Thomas Stevens realiza el primer viaje en bicicleta alrededor del mundo. Partió de San Francisco y regresó a la misma ciudad después de pedalear durante más de tres años.
La historia de la bicicleta refleja una evolución tecnológica relacionada con diferentes épocas
En 1885, John Kemp Starley crea la “bicicleta de seguridad” o Safety Bicycle, muy parecida a una bicicleta urbana actual. Tenía frenos y la postura era mucho más cercana al suelo, de ahí su nombre. Se añadieron poco después, en 1888, los neumáticos con cámara de aire desarrollados por el irlandés John Boyd Dunlop, cuyo tubo interior se rellena de aire amortiguando parte del golpeteo contra los caminos. Las ruedas eran casi del mismo tamaño y los pedales, unidos a una rueda dentada a través de engranajes y una cadena de transmisión, movían la rueda de atrás. La bicicleta de seguridad se extendió rápidamente por todo el mundo industrializado y su precio gracias a la fabricación en serie se fue abaratando cada vez más.
En Francia, los hermanos Michelín crearon un neumático desmontable y en Italia, Giovanni Battista Pirelli hizo lo propio. Con el neumático y unas cuantas cámaras de recambio se podía ir a todas partes. Las bicicletas de entonces pesaban entre 18 y 20 kilos.
El 31 de mayo de 1889 nació oficialmente el ciclismo de competición. Los hermanos Olivier , asociados de la fábrica de Michaux, organizaron una carrera en el parque de Saint Cloud de París con 1200 metros de recorrido en la que tomaron parte unos pocos ciclistas. A partir de entonces comenzó la fiebre del ciclismo. En el aspecto técnico se investigaba a marchas forzadas para encontrar nuevas soluciones. La velocidad se convirtió en una obsesión en detrimento del peso, el equilibrio o la seguridad. Los fabricantes tendieron a homogeneizar sus máquinas y las descomunales ruedas delanteras se redujeron a un diámetro de 80 centímetros. Estos inventos, junto con el uso de tubos de acero soldados y los asientos de muelles, llevaron a la bicicleta a la cumbre de su desarrollo.
En muchas ocasiones la búsqueda de documentos para certificar estos descubrimientos ha sido muy complicada
A principios del siglo XX nacerían las primeras competiciones nacionales de gran nivel, como el Tour de Francia, o el Giro de Italia pero todos los avances surgidos desde el siglo XIX contribuyeron a crear la bici tal y como la conocemos hoy.
Todo lo que necesitas saber acerca de la historia de la bicicleta
Historia de la bicicleta: de la antigüedad a nuestros días
Egipto y China
La historia de la bicicleta se remonta al Antiguo Egipto, época en la que se combinaron ruedas con barras para crear algo muy parecido a lo que hoy conocemos como la bicicleta. Este medio de transporte, para la época de la que hablamos, también estaba destinado a la movilidad de personas.
Asimismo, la bicicleta tiene antecedentes en China, lugar en el que se utilizaron ruedas y barras para crear un medio de transporte novedoso para la época. Un dato interesante es que las ruedas de las bicicletas chinas estaban fabricadas con bambú, la planta de gran altura tan común en esta zona del mundo.
Alemania
Nacimiento de la draisana
Viajando al continente europeo nos encontramos con las primeras máquinas que oficialmente forman parte de la historia de la bicicleta. En 1817, Karl Drais, barón e inventor alemán, creó un vehículo compuesto por dos ruedas al que bautizó como “máquina andante”, la cual se impulsaba gracias al movimiento que generaran los pies de la persona que la usara. Los materiales que Drais utilizó para su invención fueron, principalmente, la madera y el hierro. Con el paso de los años, la “máquina andante” de Drais fue conocida bajo el nombre de “draisana”, término que homenajea a su inventor, uno de los hombres que forman parte de la invención de la bicicleta.
Escocia
La bicicleta con pedales es una realidad
En Escocia empezó a crearse la primera versión de la bicicleta con pedales, gracias al herrero Kirkpatrick Macmillan, quien en 1839 crea el primer medio de transporte con estas características. Los materiales que utilizó para su fabricación fueron, igualmente, madera y hierro. Sin embargo, la idea de Macmillan jamás fue patentada, lo que produjo que en el año 1846 Gavin Dalzell, también escocés, copiara el modelo, lo patentara y respondiera a la interrogante de quién inventó la bicicleta.
Francia
Creación de la primera bicicleta moderna
Este país europeo también tuvo participación en la historia de la bicicleta, gracias a Pierre Michaux, quien se dedicaba al trabajo de la herrería. Como herrero, Michaux fabricaba principalmente carrozas, sin embargo, en 1861 se convirtió (junto a su hijo) en el inventor de la bicicleta moderna y, así, creó su propia empresa.
“Michaux et Cie” fue el nombre de la sociedad que, en 1865, se convirtió en la primera empresa en fabricar bicicletas modernas con pedales. Lamentablemente, esta sociedad acabó en 1869 y, junto a ella, la compañía entera fracasó.
Inglaterra
Las bicicletas seguras llegan al mercado
El inventor inglés John Kemp Starley también contribuyó a la mejora de la bicicleta moderna, gracias a su asociación con William Sutton, conocido por su fanatismo al ciclismo. Esta sociedad trajo consigo, en el año 1877, la creación de una compañía de fabricación y comercialización de triciclos y bicicletas seguras, llamada “Starley & Sutton”.
Asimismo, cinco años después, este inventor inglés le añadió otro de los avances que no sólo harían avanzar la industria de la bicicleta, sino la automovilística en general: el neumático. Su precursor fue John Boyd Dunlop, que inventó una cámara de tela y caucho que se inflaba con aire comprimido y se colocaba en la llanta, facilitando la circulación y reduciendo los desperfectos provocados por los baches del camino (por aquel entonces las bicicletas pesaban más de 20 kilos).
En el año 1883, la empresa creó la marca Rover, ampliamente conocida en Inglaterra por ofrecer bicicletas seguras gracias al soporte que ofrecían sus ruedas de tamaño similar. A diferencia de las ruedas utilizadas en el pasado, la “máquina segura” de esta empresa se comercializaba bajo la premisa de la seguridad y la estabilidad que podían disfrutar las personas que las usaran a través de sus ruedas.
A partir de ese momento, la bicicleta se extendió rápidamente por el mundo industrializado, y eso a pesar de que el precio de los primeros modelos podía llegar a suponer el salario de tres meses de un trabajador medio. Sin embargo, su coste bajó y en poco tiempo se convirtió en el principal medio de transporte, ayudado además por nuevos inventos como los neumáticos desmontables ingeniados por los hermanos Michelin en Francia y por Giovanni Battista Pirelli en Italia.
Estados Unidos
A partir de la bicicleta segura de “Starley & Sutton” se empezaron a hacer mejoras en el medio de transporte en cuestión y, así, en Estados Unidos comienzan a lanzarse al mercado bicicletas de pistas, bicicletas de montaña y más. Actualmente los tipos de bicicletas que existen son realmente numerosos y, de hecho, muchas de ellas se han creado en los países mencionados a lo largo de la historia de la bicicleta.
Por lo tanto, podemos asegurar que, a pesar de todos los avances posteriores, el siglo XX fue el de la bicicleta, aunque desde su segunda mitad el automóvil se convirtiera en el principal modo de transporte en los países más ricos. Claro que si nos atenemos a las cifras, en el mundo el número de bicicletas duplica al de automóviles, lo que, sin lugar a dudas, supone un respiro para nuestra atmósfera.
Tipos de bicicletas
A partir de 1960 las mejoras a los tipos de bicicletas antiguamente creados fueron el tema principal de las grandes compañías fabricantes de estos medios de transporte alrededor del mundo. Así, hoy en día podemos encontrar los siguientes tipos de bicicletas:
Bicicletas de paseo
También conocidas bajo el nombre de bicicletas domésticas o bicicletas urbanas, están destinadas principalmente a viajes cortos. Por lo general, cuentan con una cesta o caja para almacenar cosas y, por supuesto, tienen un asiento y manubrio. Con el paso de los años se le han añadido ciertos accesorios, como bocinas, luces y más.
Bicicletas de carreras
A diferencia de las bicicletas tradicionales, este tipo de medios de transporte cuenta con un sistema capaz de alcanzar mayor velocidad, ideal para las personas que practican ciclismo de forma profesional. Su secreto se ubica en su sistema, el cual es capaz de otorgarle mayor velocidad a los pedales, una vez que se genera el movimiento.
Bicicletas plegables
Uno de los principales problemas que empezaron a sufrir las personas que utilizaban este medio de transporte sostenible en las grandes ciudades fue su dificultad de almacenaje. El gran tamaño de las bicicletas hacía prácticamente imposible ubicarla en ciertos espacios, por este motivo, las bicicletas plegables se crean a partir de bisagras que permiten su doblez.
Bicicletas eléctricas
La innovación y la tecnología también trajeron avances para la bicicleta, el medio de transporte que, combinado a un motor eléctrico, empezó a satisfacer las necesidades de las personas que usaban bicicletas pero deseaban mayor velocidad. Hoy en día las bicicletas eléctricas son aún más conocidas en las grandes ciudades, donde personas de todas las edades hacen uso de estos medios para ir a la escuela, al trabajo o dar un paseo el domingo por la tarde.
La bicicleta es uno de los medios de transporte que más cambios ha sufrido a lo largo de la historia: de una, de dos, de tres ruedas; de un tamaño, de varios, del mismo; sin batería, con ella… La “bici”, como popularmente se le llama, forma parte de nuestras vidas aunque no la usemos, ya que día a día la vemos en nuestro entorno y, en el caso de usarla, aprovechamos sus beneficios para cuidar el medio ambiente y, además, mantenernos sanos.
¿Eres de las personas que usan bicicletas?, ¿sabías todos estos datos acerca del medio de transporte protagónico de nuestro artículo? Compártenos en los comentarios algún otro dato curioso que sepas acerca de las bicis y, en caso de que tengas amigos que no se separen de sus bicis, compárteles la información que hoy aprendiste acerca de quién inventó la bicicleta.
Antes de que te vayas, no olvides echarle un vistazo a las medidas de seguridad básicas que debes tener presentes mientras estés usando una bicicleta. ¡Tu seguridad, y la de tu entorno, es primordial!
«antes pensaba que lo peor que podía hacer una mujer era fumar, pero he cambiado de idea. Lo peor que he visto en mi vida es una mujer montando en bicicleta». Así se manifestaba el 25 de julio de 1891 la corresponsal del Chicago Tribune en una pequeña columna en la que afirmaba que podría hacerle la vida imposible a su futura nuera si ésta demostraba la más mínima inclinación por el ciclismo; las pioneras de la bicicleta estaban empezando a causar una impresión abrumadora.
El camino de la bicicleta había sido largo. Los primeros modelos, desde 1817, consistían en una mera barra que unía dos ruedas. Alrededor de 1870 se le añadieron pedales, lo que aparte de permitir avanzar montado también aumentaba las posibilidades de salir indemne de la aventura. Estos «velocípedos», con la rueda delantera más grande que la trasera, fueron sustituidos por bicicletas con ruedas de igual tamaño y cadenas que transmitían la energía del pedal a la rueda trasera. Mucho más seguras, las bicicletas de principios de la Belle Époque empezaron a venderse a precios exorbitantes a aquellos que podían permitírselo.
Las mujeres de clase alta fueron atreviéndose a montar en este nuevo invento, que ponía a su alcance la posibilidad de desplazarse con libertad y rapidez en un mundo que las condenaba al enclaustramiento en la vivienda familiar. Estas pioneras atraían todas las miradas, lo que ya de por sí era malo. Los manuales de comportamiento de la época dejaban muy claro que lo último que debía hacer una dama en la calle era llamar la atención de los viandantes. Andar deprisa era un signo de mala educación, lo mismo que hablar alto o mover los brazos lejos del cuerpo.
ROMPIENDO ESQUEMAS
La mujer que montaba en bicicleta rompía las reglas establecidas sobre el comportamiento femenino y se convertía en una persona de dudosa moral. Un gran escándalo acompañó a las primeras ciclistas. A la londinense Emma Eades la recibían a pedradas; a otras muchas las insultaban y agredían. Por si fuera poco, los médicos de la época opinaban que el ciclismo era una actividad perjudicial para el organismo femenino, considerado más débil que el masculino. Montar en bicicleta, creían, podía causar esterilidad y trastornos nerviosos.
Pero estas pioneras no sólo se enfrentaron a los cimentados prejuicios de la época. Tuvieron delante un obstáculo aún mayor: la vestimenta femenina, compuesta por pesados vestidos (la ropa interior pesaba unos seis kilos) y apretados corsés con los que hacer el más mínimo ejercicio sin desmayarse era un prodigio.
Al rescate de las ciclistas vinieron los bloomers, unos pantalones muy anchos. Pero cuando algunas mujeres se atrevieron a vestirlos, el escándalo fue mayúsculo. Los sacerdotes dedicaron sermones a resaltar lo pecaminoso del asunto; a las profesoras francesas se les prohibió acudir con ellos a la escuela y a la aristócrata Lady Haberton se le impidió entrar, por llevar bloomers, en una cafetería donde pretendía beber algo antes de montar de nuevo en su bicicleta. La batalla por los pantalones estaba perdida, pero mientras tanto se había avanzado un largo trecho en la emancipación femenina.
LA POPULARIZACIÓN DE LA BICICLETA
Poco a poco, la imagen de la mujer en bicicleta fue dejando de ser extraña. Cada vez más baratas, las bicicletas se popularizaron. Surgieron multitud de clubes femeninos que ofrecían la oportunidad de viajar en compañía y evitar así el acoso callejero. Ejemplos como la vuelta al mundo en bicicleta de Annie Londonderry en 1895 cautivaron la imaginación de muchos y demostraron que las mujeres eran capaces de las mismas hazañas que los hombres. Mientras, la publicidad presentó el ciclismo como una actividad respetable. Ahora los médicos recomendaban montar en bicicleta, y los periodistas veían en la ciclista a la «nueva mujer». El género femenino conquistaba un nuevo terreno que antes le había estado vedado.
De hecho, el fenómeno se había vuelto tan popular que, a finales de la Belle Époque, una mujer soltera se quejaba de que ya no se podía ligar sin montar en bicicleta. Por mucho que ensanchara los horizontes de su género, a ella le molestaban sobremanera las incomodidades de este deporte. Nunca ha llovido a gusto de todos.
Tan grande como la vida, el ciclismo ha sido la excusa perfecta para que, durante décadas, grandes escritores dejaran volar su talento. Pero es ahora cuando la literatura ciclista vive su mejor momento en España: exploramos esta tendencia con algunos de sus protagonistas.
Ha sido tierra de grandes campeones. De importantes carreras, excelentes cronistas y, sin duda, millones de practicantes y aficionados. Pero a diferencia de Francia, Italia, los Países Bajos o, recientemente, Gran Bretaña, España no ha sido tierra propicia a la literatura ciclista.
Pero, hace poco más de un lustro, algunos aficionados al “ciclismo de papel” se atrevieron a lanzarse al negocio editorial. “Siempre me han encantado la bicicleta y los libros”, explica Eneko Gárate, de Libros de Ruta, “pero me llamaba la atención la escasez de títulos en castellano. Para llenar ese vacío empezamos a editar y publicar traducciones, descubriendo además, en el camino, títulos nacionales que habían pasado desapercibidos”. La historia de La Biciteca, responsabilidad de Manu Iron, es similar, y también su sensación de que este género vive una buena época: “El sector está creciendo”, reconoce Iron, “porque la bici está de moda y, por extensión, también su literatura. Pero hay un cierto estancamiento y, para algunos, también algo de saturación. No nos engañemos: en España se lee poco, y libros sobre ciclismo aún menos”.
¿Cómo es el consumidor de estos libros? Según los expertos, un gran aficionado al ciclismo deportivo que devora todo lo que tenga que ver con sus carreras favoritas y la vida de sus ídolos. Algunos, incluso, van más allá: son coleccionistas, fetichistas que acumulan gorras, maillots, carteles y, por supuesto, libros. Pero hay más: “El auge del ciclismo urbano”, dice Gárate, “ha provocado que un amplio y joven público de ciudad se interese por la restauración de bicicletas, la estética vintage y, por extensión, mitos como Coppi o Merckx”. Pero, casi siempre, lo más vendido siguen siendo guías de viajes, manuales de entrenamiento o las peripecias de algún aventurero a pedales: “El Alpe d’Huez de Javier García Sánchez, los volúmenes de viajes de Salva Rodríguez o algunas biografías siempre se venden bien”, explica Iron, “pero afortunadamente se abren nuevos campos. Se publican grandes novelas de ficción, libros infantiles o novelas gráficas que, además de rejuvenecer al público, logran atraer a gente a la que no le interesa el ciclismo”.
Carácter extremo
Eso pasó con Plomo en los bolsillos, obra de Ander Izagirre que roza ya su décima edición y ha seducido a todo tipo de lectores. Publicado en 2003 como una recopilación de diez textos por el centenario del Tour, no fue hasta 2012 cuando, reeditado por Libros del K.O., se transformó en un éxito. Desde entonces no ha parado de crecer: Izagirre ha reescrito capítulos, añadido otros y hasta incorporado un pequeño cómic. “El ciclismo es un filón de grandes historias”, reconoce el escritor. “El Tour lo inventan los periodistas, y hay un material inmenso en hemerotecas, periódicos, libros y, claro, Internet. Podrías pasarte toda una vida escribiendo sobre ciclismo”. Pero es que, además de muchas historias, las hay muy buenas: “El ciclismo representa una enorme variedad de comportamientos humanos”, acepta Izagirre. “En él se reúnen tragedia y traiciones, trampas, épica, barbaridades, curiosidades históricas, aventura y exploración. Pero creo que lo que más fascina al lector medio es su carácter extremo: la muerte de Tom Simpson en la cuneta y en plena carrera, las traiciones entre compañeros… Hablar de ciclismo no supone ceñirse a gestas grandiosas, sino también a descensos al infierno como los de Pantani o Lance Armstrong”.
Fascinado por cómo el ciclismo refleja la sociedad de cada época, y usándolo como batidora para mezclar elementos históricos, sociales y hasta nacionales, el autor de Arriva Italia, Marcos Pereda, acaba de publicar Periquismo, donde Pedro Delgado es la excusa para radiografiar la España de los ochenta. “El ciclismo es uno de los deportes donde más se aprecia el bagaje histórico”, asegura.
¿Por qué, siendo tan literario, el ciclismo no ha sido tan visitado por los escritores como, por ejemplo, el boxeo? “Es cierto”, acepta Pereda, “aunque no me gusta nada el boxeo ha dado frutos literarios extraordinarios. Creo que es una cuestión de idiomas: en el mundo anglosajón escritores como Mailer y Hemingway no tenían pudor en utilizar el deporte para contar su historias, pero allí no gustaba el ciclismo. En cambio, en países como España, donde sí era muy popular, si escribías sobre deporte parecía que era porque no tenías capacidad para hablar sobre otra cosa”. También sobre las posibles afinidades entre ciclismo y boxeo reflexiona Gárate: “Secretos que se transmiten de entrenador a deportista, el encuentro entre el sabio y veterano campeón y el ambicioso aspirante… Boxeo y ciclismo son círculos cerrados, valores, ritos. En el fútbol, al final, todo se resume en si la pelota entra o no mientras cien cámaras lo reflejan todo. Pero en el ciclismo, en cambio, hay muchas cosas que no se ven. Está lleno de aristas ocultas, y los mejores libros son los que tratan de arrojar luz sobre ellas”.
El gran salto
Un tema de moda, una cantidad infinita de historias, secretos por revelar… ¿Es el ciclismo, entonces, la panacea para quien esté planeando escribir un libro? “Nos llegan muchas propuestas”, reconoce Gárate, “pero a casi todas les falta dar un salto de calidad. Y no, no es rentable ser un escritor de ciclismo. Los que lo intentan no pretenden hacerse ricos sino satisfacer una pasión”. “Es cierto”, corrobora Izagirre, “pero es algo que pasa con cualquier otro género: escribir en España no es negocio. Salvo que hables de grandes escándalos o escribas una biografía muy ambiciosa y comercial, te pasará con cualquier libro”. Pereda, por último, busca motivos para el optimismo: “Al menos hay editoriales especializadas donde escucharán tu propuesta, lo que no siempre es habitual. Pero es verdad que es complicado: si vas a una editorial generalista con algo relacionado con bicicletas, lo verán como puro deporte y lo descartarán. Lo que no es descabellado, en cambio, es pensar en mercados como el mexicano o, sobre todo, el colombiano, con un potencial histórico-ciclista brutal. Aunque, a nivel editorial España y Latinoamérica parecen darse la espalda, es posible tender puentes y, gracias a Internet, dar el salto será más factible”.
Maillots blanco y negro
Son pocos los que conocen el nombre de Roger Walkowiak, un gris corredor francés sin apenas victorias en sus nueve temporadas como profesional. Sin embargo, en el Tour de 1956 los astros se aliaron con él: las retiradas, la ausencia de algunos favoritos y una escapada que parecía intrascendente le llevaron a coronarse en los Campos Elíseos. Sin embargo, algo falló, y hasta se acuñó una expresión (‘un Tour à la Walko’) para explicar la victoria en una carrera de un corredor secundario. “Sin duda alguna merecería una novela”, exclama Izagirre. “Era un gregario de tercera fila, y fue destrozado por imponerse en el Tour: minimizaron su victoria, le ridiculizaron por ella y sufrió tanto que, al retirarse, afirmó desear no haber ganado. Que un deportista consiga el mayor éxito en su especialidad y que le traiga tanta amargura, que se convierta en una maldición, sólo pasa en el ciclismo”. “Los desconocidos, los últimos, los que engañaban a los jueces con el fuera de control son los que más merecen un libro”, coincide Pereda. “Pero, en el otro extremo, también Eddy Merckx. No por su carrera, sin sentido trágico porque lo ganaba todo, pero sí porque explica muy bien lo que es Bélgica, sus diferencias locales, sus divisiones y particularidades históricas, y eso es algo que me gusta mucho”.
Libros imprescindibles
La lista es larga, variable y, como toda selección, injusta. Sin embargo, es cierto que casi cualquier encuestado coincide en una serie de lecturas de cabecera para cualquier aficionado al ciclismo: El ciclista de Tim Krabbé, Una dura carrera de Paul Kimmage y* Los forzados de la carretera,* de Albert Londres, son las novelas que Eneko Gárate se llevaría al fin del mundo. Manu Iron cita un clásico español,* Mi querida bicicleta* de Miguel Delibes, el divertídisimo ¡Bici! ¡Toro! de Édouard de Perrodil y la fascinante novela gráfica Las leyendas del Tour de Francia, de Jan Cleijne. “Leer literatura ciclista es también pedalear”, asegura el propio Iron: “La afición a la bici no se acaba cuando llegas a tu casa, sino que a muchos nos gusta seguir indagando en el tema”.
Andar en bicicleta podría ser considerado como uno de los placeres del mundo. Ante la posibilidad de disminuir el estrés que producen los medios de transporte públicos en las grandes ciudades, la bicicleta se ha convertido en los últimos años, en una válvula de escape que hace mucho más llevadera la vida en medio del caos citadino. Eso sin contar además el deporte tan importante en el que se ha convertido con eventos mundiales como el Giro de Italia, el Tour de Francia y la Vuelta a España, en donde los grandes como Nairo y Rigo nos han robado la emoción y el corazón.
Pero eso no es todo, andar en bicicleta ha sido también un hobby: pasear por paisajes maravillosos con la posibilidad de sentir el viento en la piel, es un suceso que ha sido idealizado por muchos. Y la literatura, en muchas de sus formas, nos ha dado cuenta de esto, como ese poema con el que inicia este artículo, del chileno Pablo Neruda. Y la verdad es que han sido muchos los escritores que han encontrado en un buen paseo en bici la inspiración para su trabajo literario, pues además andar en bicicleta es un gran ejercicio para la reflexión.
Lejos de querer hablar sobre libros e historias del ciclismo profesional, creímos conveniente hablar de la bicicleta como una musa de los escritores, y no solo como eso, sino en muchos casos como fiel compañera de esos que con palabras nos han conducido a otros mundos.
Lo mejor es que de esas relaciones escritor-bicicleta, tenemos una gran evidencia visual. Estas son algunas fotos de grandes personajes de las letras y sus fieles compañeras de dos ruedas:
León Tolstoi:
El escritor de ‘Guerra y paz’ uno de los clásicos de la literatura occidental, la primera bicicleta que tuvo y con la que aprendió a montar fue a la edad de ¡67 años! Nunca es tarde para intentarlo.
Patti Smith:
Poeta y cantautora, Patti Smith fue una de esas escritoras que convirtieron las bicis, y puntualmente los viajes en bicicleta, en musa de inspiración. Una de las canciones que más recordamos de la cantante norteamericana es ‘April Fool’.
Ernest Hemingway:
El autor de ‘El viejo y el mar’ también era un apasionado por las bicicletas. Incluso en tiempos de guerra, recorría las calles de Italia durante la Primera Guerra Mundial, vendiéndoles cigarrillos y chocolates a los soldados italianos. Fue entonces, al servicio de la Cruz Roja, cuando cayó herido en uno de los ataques y en su recuperación conoció a la enfermera de la que se enamoraría y sería inspiración para escribir ‘Adiós a las armas’.
Sylvia Plath:
Siendo aún muy joven, uno de los mayores placeres de la escritora de Boston, era recorrer las calles en bicicleta. Pasó gran tiempo de su juventud pedaleando de un lado a otro y esta experiencia le sirvió en muchas ocasiones como inspiración para sus creaciones.
Henry Miller:
El escritor norteamericano era un ciclista apasionado y enamorado de las competencias ciclísticas. Desde muy pequeño creó un vínculo muy cercano con este medio de transporte tanto así que le dedicó una novela completa que se llama ‘Mi bicicleta y otros amigos’. En este libro relata que cuidaba de ella como si fuera un Rolls Royce.
Simone de Beauvoir:
La escritora francesa estaba enamorada del mundo, le encantaba viajar y conocer lugares diferentes cada vez que podía. Cuando ya era una escritora consagrada con gran reconocimiento se dio el gusto de conocer cientos de países, pero cuando aún era una mujer muy joven su único medio para viajar era la bicicleta, y aunque no le alcanzaba para llegar muy lejos, vivía feliz de poder recorrer caminos pedaleando. En su libro la plenitud describe varios de sus recorridos, incluso uno en el que acompañada de Jean Paul Sartre se cayó de la bicicleta y perdió un diente.
Las bicicletas no han estado alejadas del mundo de la cultura, en especial de la literatura. Hay clásicos, como Diarios de bicicleta, de David Byrne, Elogio de la bicicleta, de Marc Augé, o Ladrones de bicicletas, de Luigi Bartolini, adaptada por Vitorio de Sicca para su emblemática película. En el año de 1790 se encuentran los orígenes de la bicicleta, en un artefacto desarrollado en Francia por el conde Sivrac, quien le puso celerífero a su invención. Un vehículo que se popularizó con el paso de los años y bajo cuyo encanto cayeron distintos sectores sociales, algunos más como un acto lúdico, otros como una necesidad.
Y entre todo ese abanico, hay quienes han encontrado en la bicicleta a la metáfora ideal para sus incursiones literarias, ya sea como protagonista de las historias o como punto de partida de otro tipo de reflexiones en torno a la vida cotidiana… o a la intelectual. “Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al frente y no al suelo”. Enciclopedia Espasa, artículo Bicicleta. Esta definición sirvió a Gabriel Zaid para escribir una de sus obras clásicas: Cómo leer en bicicleta, aparecido en 1975, donde se dio a la tarea de hablar sobre los escritores, las librerías, los críticos literarios… una forma diferente de abordar la literatura.
“Es un libro alegre, juguetón, por momentos soberbiamente irresponsable, que tiene la capacidad, más bien infrecuente en la literatura de nuestros días, de excitar la inteligencia y provocar carcajadas al mismo tiempo”, escribió Mario Vargas Llosa en una edición más reciente.
Entre el pasado y el presente
Hace un par de años, Paco Ignacio Taibo II terminó la escritura de un volumen doble: El olor de las magnolias y La libertad, la bicicleta, sendas novelas cortas, aparecidas en un mismo volumen bajo el sello de Planeta, muy diferentes entre sí y, al mismo tiempo, viejos proyectos que buscaban saldar deudas en lo personal y en lo profesional, la primera tardó casi dos décadas en ponerle el punto final. “La otra pude terminarla porque me pude meter el año pasado en una biblioteca en España y encontrar los viejos artículos de mi padre y ya con eso la pude armar; sabía que había oculto en el pasado de mi padre una historia inexplicable: cómo un joven periodista, que en su infancia había sido admirador profundo del periodismo socialista de la época, en el que estaba involucrado su abuelo y su tío, y que en pleno franquismo, después de la derrota, decide ser periodista: piensa ser cronista de ciclismo profesional, cuando en su vida había hecho deportes”. La bicicleta es símbolo de una revista web sobre arte y cultura, pero también de una editorial, la española Demipage, que hace unos años invitó a escritores como Antonio Muñoz Molina, Luis Landero, Andrés Neuman, José Ovejero o Santiago Auserón “a subirse en su velocípedo y pedalear junto a ella a lo largo de este libro de relatos, con lo que se dan a conocer bicicletas holandesas, africanas, urbanas, rurales, filósofas, enamoradas, con y sin ruedines, que representan temas tan diversos como el desamor, el sexo, el paso del tiempo, el azar, la madurez, el coraje o la incertidumbre”. No se puede andar en bicicleta con un libro bajo el brazo, pero sí llevarlo a un destino donde podamos viajar a otros universos, a otros tiempos.
Quizá porque de todos los atletas el ciclista es quien dispone de más tiempo para reflexionar, el ciclismo es el deporte que más se parece a la literatura. Entre ambas actividades hay un parentesco especial. Al contrario de los que se practican en grupo (fútbol, baloncesto…) o de los que necesitan un adversario (tenis, boxeo…), el ciclismo es una tarea de solitarios, como la escritura es un trabajo que se ejerce en soledad. Cierto que en las carreras profesionales el corredor va encuadrado en un equipo que lo ampara bajo una marca, una camiseta y una imagen y le paga por su esfuerzo, del mismo modo que la casa editorial incluye al escritor en su catálogo, le edita los libros con su sello, formato y logotipo y le paga por los derechos de comercialización y venta, pero en ambos casos los patronos exigen rendimientos: el director del equipo quiere victorias en carreras o etapas y el editor exige que se vendan los libros. Si transcurre un par de años y no reciben beneficios, rescindirán amablemente los contratos.
En las etapas fáciles y llanas, el ciclista puede ampararse en el grupo, entre compañeros que colaboran con él en la lucha contra el viento, lo relevan y le pasan el bidón de agua si tiene sed. Pero en las etapas decisivas, la contrarreloj y la montaña, el ciclista, como el escritor, se enfrenta solo con sus fuerzas contra la gravedad de la Tierra, contra la escasez de oxígeno en los altos puertos, contra el dolor de rodillas, contra el cansancio y la fatiga, contra las dudas sobre la validez de su trabajo. En los momentos trascendentales, subiendo en solitario una montaña o ante una página en blanco, de nada valen los demás, y es uno solo el que tiene o no tiene fuerzas o talento. Ni el entrenador puede empujarlo para que vaya más deprisa, ni el editor puede venir a decirle qué palabra es la adecuada en una frase que se atraganta de banalidad.
Ambas pasiones imprimen una marca indeleble en quienes las han practicado. Ni se olvida montar en bicicleta, ni se le olvida escribir a quien escribe. Por otra parte, las dos son carreras de fondo, de largo recorrido, de paciencia larga. Si un aforismo se parece a un salto de trampolín, o un relato breve, un artículo o un soneto pueden parecerse a los esfuerzos intensos y brillantes de una carrera de cien metros, donde se mide el número de pasos como en el poema se mide el número de versos o de sílabas, una novela o un ensayo, en cambio, exigen la misma concentración, resistencia y fe que empujan a un ciclista a seguir pedaleando cuando aún faltan doscientos kilómetros para la meta y doscientos lobos se turnan en su persecución. Y cuando por fin se terminan, sus autores quedan agotados, vacíos, sin reservas después de haberlo dado todo.
Un libro colectivo es una contrarreloj por equipos en la que todos deben aportar solidariamente el mismo sacrificio, sin que se produzcan altibajos, aunque siempre alguien tira con más fuerzas.
En su libro Manual de literatura para caníbales, Rafael Reig compara la historia de la literatura con una carrera de equipos, como la «Vuelta a España: los románticos, los naturalistas, los modernistas, los surrealistas, los novísimos y así sucesivamente» y afirma que, asimismo, también en la escritura existen los líderes, los gregarios, los fuguistas, los escaladores, los esprínteres y hasta el rey de la montaña.
Hay carreras que el ciclista emprende por una necesidad interior de dar fe de su existencia, por el prestigio, por la gloria del triunfo: el Tour, el Giro, la Vuelta o las grandes clásicas, y hay criteriums locales en los que participa por motivos alimenticios, del mismo modo que el escritor asiste en ocasiones a ferias, congresos y mesas redondas que no le interesan demasiado, pero con cuyos frutos compra tiempo para intentar contar lo que sabe del corazón del hombre.
A menudo, el ciclista y el escritor, a pesar de hacer los mayores esfuerzos en todo el proceso, resultan los más frágiles y vulnerables, y prueban en la piel los mordiscos del asfalto y en los dientes el sabor del barro y de la sangre, y soportan el abuso de los fuertes, de los poderosos que cuentan con mejores armas: de los automovilistas blindados en sus coches, o de quienes manejan los poderes políticos o los media para atacar o silenciar a los contrarios.
En ocasiones se pregunta por el dopaje de los escritores. A veces se ve a algunos demasiado acelerados por un chute en vena de un suero donde van mezcladas las campañas de marketing, las pantallas, las orquestas de grupos y de afines. Pero los mejores escritores llevan la sangre limpia, sólo se alimentan de ideas, de palabras y de las lecciones que ofrecen los viejos maestros.
Por último, ciclismo y literatura no se parecen en nada en un aspecto. En los anuarios ciclistas están grabados con oro los nombres de los triunfadores, y hundidos en el olvido los de excelentes gregarios que nunca ganaron una carrera o una etapa. En la literatura, en cambio, sucede a menudo lo contrario y una suerte de justicia poética termina poniendo las cosas en su sitio. ¡Con cuánta frecuencia el tiempo eleva a la inmortalidad a los escritores gregarios de ayer y reduce a cenizas los best-sellers de quienes en la misma época batieron récords, subieron al podio y se colgaron todas las medallas!
Y como el ciclismo es el deporte que más similitudes tiene con la literatura, no han faltado autores que han escrito sobre la bicicleta (Alberti, GarcíaMárquez, AmosOz, MuñozRojas, RolandBarthes, L. P. Hartley, Joseph Roth, Conan Doyle, Flann O’Brien, Pablo Neruda, BlancaVarela, MartínGarzo, Paco Ignacio Taibo II…). Y escritores que han practicado este deporte, desde León Tolstói, que aprendió a montar en bicicleta a los sesenta y siete años, a Emile Cioran, desde Friedrich Dürrenmatt a Coetzee, desde Julian Barnes a JavierGarcía Sánchez.
No tengo aquí espacio para desarrollar una relación de obras sobre ciclismo. Solo indicaré algunas ideas generales. Por un lado, abundan más las biografías de ciclistas que las novelas sobre ciclismo. En España, hay biografías de JuliánBerrendero, de Mariano Cañardo, de Jaume Janer, de Federico Martín Bahamontes, de PericoDelgado, de RuizCabestany, de Luis Ocaña (excelente, por cierto, escrita por Carlos Arribas), de AlbertoContador… Y fuera de España, de cientos de ciclistas. Y en cuanto a la narrativa, sería muy injusto comenzar a citar títulos cuando se tiene la seguridad de que otros quedarán en silencio. Así qu, es preferible dejarle a Wikipedia la responsabilidad de la bibliografía y puestos a elegir, mencionar una sola obra, uno de los textos más hermosos de todo lo escrito: Mi querida bicicleta, de Miguel Delibes. Sus treinta páginas son un canto de amor a este frágil y maravilloso vehículo, con el que mantuvo una relación que duró toda su vida. Con talento, nostalgia, gracia y orgullo, lo vincula a recuerdos de su padre, de su mujer y de sus hijos. La bicicleta, que en otros autores es un artilugio de sufrimiento, en Delibes está muy cerca de ser nube, asociada a la libertad, a la luz, al esplendor físico.
Este año la bicicleta cumple dos siglos de rodar en la historia y dejar sus huellas en la cultura. “El invento más noble de la humanidad”, como la llamó el novelista William Saroyan en La comedia humana, también es una máquina de letras con dos ruedas: el ciclismo y la escritura. “Son oficios que pueden convertirse en arte”, dice el poeta Sandro Cohen, “la diferencia es que el ciclismo es efímero y al terminar de andar se acaba el arte. En cambio, la escritura permanece”.
La primera ficción bicicletera es el mismísimo conde Mede de Sivrac y su Celerífero, el personaje creado en 1891 por el periodista Louis Baudry de Saunier en su Historia general del velocípedo para atribuirle a un francés el origen del invento. Este es uno de los mitos del ciclismo más extendidos, tanto como la bicicleta de Leonardo da Vinci. El origen de la bicicleta es una tragedia llamada “El año sin verano”, un fenómeno climático que afectó a Europa en 1816, ocasionado por la erupción del Monte Tambora en Indonesia.
En aquel invierno volcánico no hubo cosechas y todos los animales fueron sacrificados como alimento. En 1817, a falta de caballos y carruajes, el inventor alemán Karl Drais Von Sauerbronn ideó un medio de transporte de autopropulsión humana: la Draisiana o Máquina corredora. A partir de ella se encadenaron una serie de contribuciones que resultaron en la bicicleta moderna de John Starley en 1885, cuyo desarrollo se debe a las competencias deportivas y bélicas. Desde aquellas versiones clásicas del velocípedo los escritores han sido ciclonautas seducidos por la libertad al pedalear y esa percepción distinta que se adquiere del mundo. El paso de la bicicleta por las páginas de la literatura es indeleble, las llantas dejaron sus marcas de tinta sobre el papel.
Mark Twain montaba una Highwheeler o Grand Bi, inventada por el inglés James Starley en 1869, con una rueda delantera gigante para alcanzar mayor velocidad y distancia. Entusiasmado, en 1884 Twain escribió el ensayo “Domando a la bicicleta”:
Andar en bicicleta no es como estudiar alemán durante treinta años; y al final, justo cuando crees que ya lo dominas, te descubren el subjuntivo. La gran pena del idioma alemán es que no te puedes caer ni lastimar. No hay nada como eso para atender estrictamente el asunto. Pero también he visto, por lo que he aprendido en bicicleta, que la única forma correcta de estudiar el alemán es con el método ciclista: te caes de un lado, quizá del otro; pero te caes. Te levantas y lo haces otra vez; y una vez más; y después muchas veces… Consigue una bicicleta. No te arrepentirás si vives.
John Starley (sobrino de James) diseñó la Safety Cycle, la bicicleta con las dos ruedas del mismo tamaño, transmisión de cadena con bielas y pedales, frenos de varilla y los neumáticos inventados por el veterinario escocés John Boyd Dunlop en 1888. León Tolstoi aprendió a pedalear a los 67 años en una Safety que le regalaron, para ello tuvo que tramitar una licencia para rodar en Moscú. Acostumbraba pedalear por las mañanas después de escribir. Se dice que así logró superar la depresión causada por la muerte de su hijo Ivan Lvovich “Vanechka”. Tolstoi defendió su pasatiempo favorito en un Diario de 1895, cuya entrada tituló con tres siglas “S.L.V.” (Si logro vivir): “Siento que tengo derecho a compartir mi alegría y no hay nada de malo con disfrutarse uno mismo simple, como un niño. La vida puede ser un gozo interminable, si sólo pudiéramos tomarla por lo que es, en la forma en la que se nos otorga”.
La bici en las carreras, las guerras y las letras
La evolución de la bicicleta ha tenido como meta la velocidad, la ligereza, la resistencia y la portabilidad. Se convirtió en un vehículo de proezas deportivas en las competencias del siglo XX, como el Tour de France y las Carreras de los Seis Días, “el deporte de la era del jazz”. Ciclista y aficionado a las competencias, Henry Miller escribió en su novela Mi bicicleta y otros amigos:
De pronto dejé todo, no hacía nada. Nada, salvo pedalear mi bicicleta. Seguido estaba en el asiento, es decir, desde la mañana hasta el atardecer. Rodaba a todas partes y siempre a buen ritmo. A veces me encontraba con los ciclistas de las carreras de los seis días y me dejaban acompañarlos a Coney Island… Habituado a pasar tantas horas al día en mi bicicleta, empecé a sentir menos interés en mis amigos. Mi bici se había convertido en mi única amiga.
Otro apasionado fue Ernest Hemingway, quien presuntamente conducía una bicicleta de la Cruz Roja cuando cayó herido en 1918, mientras repartía chocolates y cigarros a los soldados italianos. En su libro París era una fiesta, cambia las carreras de caballos por las de bicicletas y describe su experiencia en el velódromo:
Algún día lograré meter en unas páginas la pista de madera y sus empinados virajes, el zumbido de los tubulares al pasar los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas, con sus cascos pegados a los manubrios, sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales y las ruedas.
Durante las dos guerras mundiales surgieron las bicis todo terreno, plegables y portátiles, con suspensión y equipamiento. Y se masificó como un medio de transporte civil en la economía de guerra. En su novela de 1928, La Vagabunda, Alain Fournier apunta:
Una bicicleta es justamente divertida para un hombre ordinario: ¿Qué significa para un pobre tipo como yo, quien tan solo hace poco arrastraba su pierna sudando una milla? Bajar por las colinas, adentrarse en el valle y entrar a la villa; cubrir con alas los lejanos caminos adelante y encontrarlos floreciendo; atravesar la villa en un momento, y llevarte todo en una mirada… Sólo en sueños he conocido semejante placer.
Alguien que también soñó con pedalear es H. G. Wells, quien seleccionó los puntos clave de La guerra de los mundos en bicicleta y escribió Las ruedas de la fortuna, novela en la que introduce a Jessie, la primera ciclista en la literatura que rompió con el estigma de ser mujer en bicicleta:
Después de tu primer día de rodar, un sueño es inevitable. La memoria del movimiento permanece en los músculos de las piernas y parecen moverse en círculos una y otra vez. Tú pedaleas a través de la Tierra de los Sueños en bicicletas fantásticas que cambian y crecen
Montada y encarrerada en este rol, Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo:
A los 18, T. E. Lawrence fue a un recorrido por Francia en bicicleta; a una joven mujer nunca se le permitiría realizar semejante aventura… Aun así, esas experiencias tienen impacto estimable: así es como un individuo embriagado por la libertad y el descubrimiento aprende a mirar a todo el mundo como a sí mismo.
Deportista obsesivo, Samuel Beckett le dedicó tanto a la bicicleta que Janet Menzies escribió el ensayo “Las bicicletas de Beckett”. Es célebre la carta de Molloy a su bici verde. También las historias de Belacqua en Sueño con mujeres mediocres y en Más pinchazos que pedaleos:
Era una bicicleta buena y ligera, con llantas rojas y rines de madera. Él la montó y volaron colina abajo hasta que llegaron al prado donde se encontraba la iglesia. La máquina estaba construida para rodar, a su mano derecha el mar se hacía espuma entre las rocas, las arenas adelante eran de otro amarillo, atrás de ellos, en la distancia, las cabañas de Rush brillaban rojas. La tristeza de Belacqua cayó de él rápidamente.
William Saroyan fue más allá en su ensayo El ciclista en Beverly Hills:
Lo que quiero recordar sobre mis bicicletas es la forma en que las pedaleaba, lo que pensaba mientras rodaba, y la música que vino a mí. Primero que nada, mis bicicletas eran de segunda mano y reconstruidas. Eran esbeltas, rápidas y diseñadas para uso rudo. Las rodé con velocidad y estilo. Encontré el estilo rodando en ellas. El estilo escritural, quiero decir. Estilo en todo… La acción de la imaginación le revela al ciclista el potencial ilimitado en todas las cosas. Descubre que hay muchas formas de pedalear una bicicleta, y la relación de esas formas y sus comparaciones le dan conciencia del potencial paralelo en otras acciones. De esa acción de la imaginación también vienen la música y la memoria.
Entonces apareció Lolita, de Nabokov, a mediados de los cincuenta:
Para su cumpleaños le compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una gacela, y añadí a ella una Historia de la pintura norteamericana moderna. Todo lo relacionado con su manera de ir en bicicleta, es decir, el modo como la sostenía, el movimiento de su cadera al montarse en ella, su gracia al pedalear, me proporcionó un placer supremo…
Me gustaba verla pedalear arriba y abajo por la calle Thayer en su hermosa bicicleta: se encaramaba en los pedales para trabajar sobre ellos, y después volvía a sentarse en actitud lánguida mientras la máquina iba perdiendo velocidad gradualmente.
Y el abismal Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger:
De pronto empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallon. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta. Allie nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: “Bueno, anda. Ve a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby”. Casi siempre nos acompañaba. Pero aquél día no le dejé. Él no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la depresión.
El cambio de velocidades y el desviador trasero del francés Paul de Vivie, así como el bloqueador de liberación instantánea para cambiar las ruedas del campeón italiano Tullio Campagnolo, revolucionaron las carreras ciclistas en 1927. Quizá fueron las dos aportaciones esenciales durante el siglo XX que hicieron de la bicicleta una máquina deportiva épica. Tim Crabbé, ajedrecista y ciclista profesional, dedicó su novela El ciclista al Tour del Mont Aigoual, narrada en primera persona desde el sillín y el manubrio:
Una persona consta de dos partes: una mente y un cuerpo. De las dos, el ciclista es, sin duda, la mente. Esa mente dispone de dos instrumentos —un cuerpo y una bicicleta— que deben ser lo más ligeros posible… El ciclismo es un deporte de paciencia… Cuanto mayor sea el sufrimiento, mayor será también
el placer. Ésa es la recompensa que la naturaleza otorga a los ciclistas por el homenaje que le rinden con sus padecimientos. Por eso hay ciclistas. Sufrir es preciso; la literatura es superflua… Sigo acelerando directamente desde mi cerebro.
Pero la bicicleta no sólo puede encumbrar a una persona, también la puede conducir al éxtasis, como sucede en la novela de Amos Oz, La bicicleta de Sumji:
Era una Raleigh de segunda mano; no le faltaba un solo accesorio: tenía timbre, un faro, una parrilla y un reflector en la rueda de atrás… Loco de orgullo y de alegría galopé en mi bicicleta hacia mi escondrijo tras de la casa. Y allí, en donde nadie podía verme, besé el manubrio, y luego me besé el dorso de las manos una y otra vez, y en un susurro tan alto que parecía un grito, exclamé: Bendito sea Dios Todopoderoso.
Ciclismo urbano, la movilidad, el estilo y la moda
Doscientos años después, la bicicleta volvió a cobrar importancia como un medio de transporte en medio de la crisis urbana, causada por mala planeación y sistemas de transporte público deficientes, el tráfico, la contaminación y el precio del combustible. Bicis plegables, bicis personalizadas y bicis públicas toman zigzagueantes las calles por gusto, necesidad, activismo y moda. Ante la cultura imperante del automóvil, Pablo Fernández Christlieb, en su ensayo La velocidad de las bicicletas, afirma:
Una bicicleta es sobre todo un viaje a Ítaca (“llegar allí es tu meta / pero no apresures el viaje”): es el mejor mirador para ver sucederse a la inopinada, implaneadamente, en calles, callecitas, parques, banquetas, rutas inéditas, como un Marco Polo de la cotidianeidad; para detenerse donde la curiosidad lo haga menester en un mercado, una fachada, una miscelánea, un aparador.
Cualquiera puede montar una bici y experimentar lo que Gabriel García Márquez en Memoria de mis putas tristes:
Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por un gozo radiante… Esa semana, en homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los noventa años.
En ese ir y venir de las bicicletas, Sandro Cohen reflexiona en sus meditaciones de El zen del ciclista urbano:
El ciclista sano nunca debe tener prisa. Obedecer a la presión del reloj es ceder a la tentación de la muerte. La mejor defensa del ciclista es no querer ganarle a nadie. Que la vida de todos fluya, cada quien en su respectivo carril.
O como fantasea Edgar Borges en La ciclista de las soluciones imaginarias:
La ciclista volaba sobre su bicicleta como si fuese la materialización de un fuego sagrado; en un microsegundo giró en dirección a la tierra y bajó hasta caer en el espacio preciso. Rueda trasera, rueda delantera, asiento y hembra.
El justo orden de un aterrizaje. Pedaleó de un extremo a otro, dio el gran salto y tomó vuelo (el gran vuelo). En el aire llegó al punto máximo, soltó las manos y en fracciones de segundo sacó la cámara fotográfica de la mochila y disparó hacia un lugar determinado… Vida en el aire ii, nuevo
desafío para guardar la cámara en otro microsegundo… La caída de la Diosa, la ejecución de cada bajada anunciando la buena nueva de que el paraíso sí es posible en la Tierra.
Sin duda, andar en bicicleta es caminar en el aire y volar con los pies.
LA BICICLETA DE MOLLOY
Así, pues, me levanté, ajusté las muletas y bajé hasta el camino, donde encontré mi bicicleta (vaya, esto sí que no me lo esperaba) en el mismo lugar donde debía de haberla dejado. Lo cual me permite hacer notar que, lisiado y todo, en aquel tiempo yo montaba en bicicleta con cierta soltura. Lo hacía del modo siguiente. Sujetaba las muletas en la barra superior de la armazón, una a cada lado, apoyaba el pie de mi pierna inválida (no me acuerdo de cuál era, ahora tengo inválidas las dos) en el extremo del eje de la rueda delantera, y con la otra pierna pedaleaba. Era una bicicleta sin cadena, de rueda libre, si es que existe tal cosa. Querida bicicleta, no te llamaré bici, estabas pintada de verde, como tantas bicicletas de tu promoción, ignoro por qué causa. Con qué gozo vuelvo a verla. Me gustaría describirla. Tenía una pequeña bocina o trompeta en lugar de esos timbres que ahora gustan tanto. Hacer sonar esta bocina era para mí un verdadero placer, casi una voluptuosidad. Diré más, si tuviera que establecer la lista de honor de las cosas que no me han dado demasiadas ganas de vomitar en el curso de mi interminable existencia, el bocinazo y trompeteo ocuparían un lugar de preferencia. Y cuando tuve que separarme de mi bicicleta, le quité la bocina y la guardé. Creo que todavía la conservo en alguna parte, y si ya no me sirvo de ella es porque se me quedó muda. Hoy en día, ni siquiera los automóviles llevan bocina, en el concepto que yo tengo de bocina, o la llevan muy raramente. Cuando yendo por la calle diviso una tras la ventanilla abierta de un coche aparcado, muchas veces me paro y la hago funcionar. Habría que escribir otra vez todo esto en pluscuamperfecto. Hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso. […]
Mientras reponía fuerzas, de pie, busqué mi bicicleta con la mirada. Lousse me hablaba. Rápidamente saciado, partí a la búsqueda de mi bicicleta. Lousse me siguió. Terminé por encontrar la bicicleta apoyada en un matorral que la ocultaba a medias. Tiré las muletas y tomé la bicicleta entre las manos, por el sillín y el manubrio, con la intención de hacer girar unas cuantas veces las ruedas, hacia adelante y hacia atrás, antes de montar en ella y alejarme para siempre de aquellos lugares malditos. Pero por más empujones y tirones que di, las ruedas se negaban a girar. Se diría que los frenos estaban atascados, pero no era este el caso, porque mi bicicleta no tenía frenos. Y sintiéndome de pronto invadido por una gran fatiga, pese a hallarme en la hora de mi mayor vitalidad, volví a dejar la bicicleta apoyada en el matorral y me tendí en el suelo, sobre el césped, sin preocuparme por el rocío, nunca le temí al rocío.
«No he probado la bicicleta, pero reconozco todas sus maravillas y creo que tendrá una influencia importante en el futuro de la humanidad”, aseguró Stéphane Mallarmé. Horacio Quiroga, por su parte, admitió que ni la Gran Exposición Universal ni la vida literaria de París despertaron tanto su interés durante su estancia en 1900 como el ciclismo. Quiroga se paseó por la capital francesa “como el individuo de sensibilidad quebradiza, aficionado al opio y la cocaína y amante de las jovencitas lánguidas” que decía ser (en Quiroga íntimo, Páginas de Espuma, 2010), pero regresó a su ciudad natal (y a su Club Ciclista, que había cofundado unos años antes) en cuanto le fue posible.
Al igual que Quiroga, Alfred Jarry dedicó varios textos al vehículo (reunidos en Ubú en bicicleta, Gallo Nero, 2012) por cuyas páginas circulan ciclistas imaginarios y templarios, se exhorta a prohibir el tránsito de peatones para que no entorpezcan el tránsito sobre dos ruedas, Sísifo es liberado de su condena y el lector puede aprender cómo enseñar a andar en bicicleta a un cadáver; contra lo que pudiera parecer, estos escritos del creador del Padre Ubú (que fue miembro del Club Velocipédico de Laval desde los 15 años) no sólo son el resultado de un interés personal por el ciclismo, sino que constituyen también una sátira de costumbres. En su relato ‘La carrera de las diez mil millas’, por ejemplo, cinco ciclistas alimentados con una mezcla de estricnina y alcohol se enfrentan a una locomotora en una carrera de ida y vuelta entre París e Irkutsk: el texto constituye tanto una burla del entusiasmo de la época por las gestas deportivas como un cuestionamiento de la visión del hombre como “máquina”. En ‘La Pasión considerada como una carrera de montaña’, por otra parte, el vía crucis es narrado como una carrera en bicicleta: Barrabás desiste de participar, Pilatos da la orden de salida, Jesús pincha la rueda delantera con las espinas, los dos ladrones le adelantan, cae en la tercera curva, etcétera. Jarry vivió toda su vida en la miseria; como muchos de sus contemporáneos, veía en la bicicleta una forma de “vivir y no pensar”, una metáfora de la escritura liberada de la racionalidad y una vida eximida de la obligación de respetar las convenciones. Cuando murió, dejó impagadas prácticamente todas las cuotas de la bicicleta que había adquirido 10 años antes.
No sabemos si Mallarmé llegó a probar la bicicleta: murió por causas naturales en 1898, lo que invita a pensar que no lo hizo, ya que su consumo de alcohol hubiera hecho de él un pésimo ciclista. León Tolstói aprendió a montar en bicicleta a los 67 años y nunca se arrepintió, Arthur Conan Doyle solía utilizarla para distraerse, Herbert George Wells recuperaba su “esperanza en el futuro de la raza humana” cuando veía a alguien montado en una, Pablo Neruda le dedicó una oda (“las vertiginosas bicicletas / que silbaban / cruzando / puentes, rosales, zarza / y mediodía”, etcétera), Henry Miller, Ray Bradbury y Miguel Delibes estuvieron entre sus usuarios y principales defensores, y Ernest Hemingway lamentó no haber podido escribir nunca un relato de ciclismo que evocara convincentemente la emoción de una carrera. Mark Twain hizo a los caballeros de Camelot librar sus batallas sobre dos ruedas en Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), uno de sus mejores libros, y Émile Zola (que la utilizaba para desplazarse en sus excursiones de fotógrafo aficionado) desarrolló un especial interés en retratar a mujeres ciclistas: como afirmó Susan B. Anthony algo excesivamente, “la bicicleta hizo más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”, ya que le otorgó una libertad de movimiento sin precedentes al tiempo que contribuía a su liberación de corsés y otras prendas restrictivas en nombre de la seguridad vial.
Las buenas ideas de la literatura suelen convertirse en las malas decisiones de la sociedad: años después de que Twain imaginara a los caballeros de la Mesa Redonda en bicicleta, durante la Primera Guerra Mundial los futuristas italianos se sumaron a un batallón de ciclistas voluntarios; como afirma Claudia Salaris en su Dizionario del futurismo, veían en la bicicleta la posibilidad de popularizar el “dinamismo arrollador” de los nuevos medios de transporte y el arte de vanguardia, como recordó una exhibición en 2012 que reunió las pinturas sobre el tema de Umberto Boccioni, Fortunato Depero, Gino Severini y Mario Sironi, al igual que Al velódromo (1912), del cubista francés Jean Metzinger. Su única (pero importante) baja durante esa primera conflagración mundial fue, por cierto, la del pintor Boccioni: se cayó de la bicicleta y murió en el acto.
Gabriel Josipovici hizo reflexionar extensamente sobre el vehículo a Jack Toledano, el protagonista de Moo pak (Cómplices, 2012), y dedicó un magnífico ensayo a Tête de taureau (1942), la obra de Pablo Picasso consistente en la unión de un manubrio y un asiento de bicicleta. Samuel Beckett la utilizó recurrentemente como metáfora de aquello que nunca concluye, y Gabriel Zaid, de la lectura valiente. Kurt Vonnegut, Jr. decidió incluir entre los sobrevivientes de la destrucción del mundo a un fabricante de bicicletas en su novela Cuna de gato (La Bestia Equilátera, 2012), J. M. Coetzee expresó su entusiasmo en conversación con Paul Auster y Sergi Pàmies concibió el juego de la literatura como una bicicleta estática (Anagrama, 2011). Las salas de cine habían conocido ya El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948), y al cartero de Jacques Tati en Día de fiesta (1949), y en breve los Monty Python imaginarían su carrera de pintores impresionistas en bicicleta.
David Byrne argumentó en sus Diarios de bicicleta (Reservoir Books, 2010) que la prefiere para sus paseos porque le permite observar mejor; la bicicleta, dice, es “más rápida que caminar, más lenta que un tren, y a menudo más alta que una persona”. No es la única razón de su éxito como medio de transporte y objeto cultural; según Gilbert K. Chesterton en ‘La rueda’ (en Alarmas y digresiones, Acantilado, 2015), esa razón es que cada una de sus ruedas “es una paradoja sublime: una parte de ella va siempre delante y la otra va siempre atrás. Y en eso se parece mucho a la condición humana y a cualquier estado político. Cualquier alma cuerda mira al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante, e incluso retrocede para avanzar”. Una explicación más banal es que cualquiera puede aprender a utilizarla y todos podemos permitírnosla; como la literatura, y las otras disciplinas artísticas.
Horacio Quiroga, uno de los más grandes narradores latinoamericanos, era un apasionado de la bicicleta. En 1897, tras un viaje que realizó entre Salto y Paysandú, explicó las claves de su afición: «El gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógrafo, y exclamar al fin de la carrera: mis fuerzas me han traído». Quiroga fundó, con su amigo Carlos Berruti, el Club Ciclista Salteño y en 1900 se desplazaría a París, la tierra prometida para los creadores, y diría: «Yo fui a París sólo por la bicicleta». Otro de sus discípulos, el gran Julio Cortázar, intentó explicar en qué consistía un cuento y dijo: «Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta». La historia de la bicicleta es un cuento en sí mismo y está plagada de personajes, de narraciones, de aventuras, de historias increíbles y cotidianas que han dado lugar a numerosos libros.
El origen de la llegada de la bicicleta a España, al menos en una de las conjeturas más utilizadas, está envuelto en una atmósfera de fábula. El polígrafo regeneracionista Joaquín Costa (1846-1911) logró ir, como albañil, a la Exposición Internacional de París de 1867. Consiguió que el cacique oscense Manuel Camo intercediese por él y fue seleccionado entre la docena de «artesanos discípulos observadores» que acudieron en representación de España. En su estancia de tres meses en París aprendió mucho y escribió de casi todo. Un día, en el pabellón de inventos, vio la bicicleta de Ernst Michaux, que había patentado en 1860. Se quedó fascinado: le pareció un descubrimiento más o menos prodigioso. Sacó su papel de fumar y dibujó la máquina con todo lujo de detalles. Mandó sus dibujos a Huesca, a sus amigos ilustrados como Vicente Cajal, ingenieros algunos de ellos, y estos les pasaron los papelillos a tres mecánicos de la ciudad: Mariano, José y Nicomedes Catalán.
Los escritores siempre han tenido una vinculación especial con la bicicleta, como cualquier ciudadano, y la han elevado a categoría de metáfora. Es un medio de transporte, un privilegiado lugar de contemplación del paisaje, tiene algo de aventura íntima que facilita la reflexión y el dominio de los espacios «con esa velocidad arrulladora y despreocupada del paseo», tal como ha escrito Valeria Luiselli en el libro Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Allí, entre otras cosas, desliza otra observación que tendría bastante que ver con la idea de Cortázar: «El que ha encontrado en el ciclismo una ocupación desinteresada de resultados últimos, sabe que es dueño de una rara libertad sólo equiparable con la de la imaginación».
Montar en bicicleta también es terapéutico. Arthur Conan Doyle, que solía pasear en tándem con su esposa, escribió: «Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y da un paseo por la carretera sin pensar en nada más». H.G. Wells aún fue algo más allá: «Siempre que veo a un adulto encima de una bicicleta recupero la esperanza en el futuro de la raza humana». Albert Einstein, otro enamorado de la bicicleta, insistió por ese camino: «La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando. (…) Descubrí la Teoría de la Relatividad mientras iba en bicicleta». Lev Tolstói aprendió a montar en bicicleta a los 67 años y convirtió esa pasión tardía en una de sus ocupaciones favoritas para el ocio. Y ya puestos a ser específicos, el periodista y escritor Christopher Morley dijo: «Seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los novelistas y los poetas». Fue, al menos sentimentalmente, el vehículo de Pablo Neruda, que le dedicó en 1955 una espléndida y breve oda.
La bicicleta también fue a menudo el vehículo de Gabriela Mistral. Y de Alejandra Pizarnik. Y de Sylvia Plath, pongamos por caso. Y de Marie y Pierre Curie: ellos se casaron en una ceremonia modesta, recibieron un poco de dinero, adquirieron dos bicicletas e hicieron su luna de miel por distintos lugares de Francia en 1895. Y, entre nosotros, Juan Carlos Mestre ha publicado La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), un poemario casi novelesco cuyo título rinde homenaje a su padre, aunque la bicicleta no aparezca explícitamente.
Hay muchos poemas dedicados a la bicicleta, claro. Pero quizá cabría decir que la bicicleta ha tenido una mayor presencia entre los novelistas y cuentistas. Hace muy poco, Demipage publicaba Diez bicicletas para treinta sonámbulos, un libro realmente imaginativo y plural donde hay multiplicidad de perspectivas y de relatos, algunos del género del microcuento. Isabel Mellado, que también es violinista, escribe en Un pentagrama: «Andar en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días. Hacia adelante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?». Elsa Fernández Santos hace un recorrido por la presencia de la bicicleta en la música, en el arte, en el cine y en la televisión (inevitable Verano azul), y Luis Eduardo Aute le dedica este suspiro cinéfilo a El ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica: «A 24 imágenes por segundo y en blanco y negro, el ladrón escapó montado en una bicicleta que dibujó sobre el muro de la comisaria». Entre otros, Ricardo Menéndez Salmón ofrece un desconcertante y kafkiano cuento, Kafka en bicicleta; José Ovejero fantasea alrededor de un viaje a Australia; Fernando Aramburu propone una pelea pugilística con bicicleta entre Tirolín y Taylor; Juan Gracia Armendáriz escribe: «Llevo diez años montado en esta bicicleta. Sudo tinta, destino palabras». Marta Sanz evoca las secuencias de su iniciación a los ocho años: «Aprendo a montar en bicicleta con la misma facilidad con la que aprendo a nadar o a deducir el mínimo común múltiplo».
Luis Landero asocia las bicicletas a la niñez, a la idea de transporte y al trabajo. Diez bicicletas para treinta sonámbulos es un libro muy misceláneo, original e imaginativo, lleno de sorpresas, con un finísimo prólogo de Eloy Tizón. Por poner otro ejemplo, Santiago Auserón y Catherine François escriben a cuatro manos un diálogo entre Gran Rueda y la Rueda Pequeña de un velocípedo. Participan también varios poetas: Jordi Doce, Álvaro Valverde, Andrés Neuman, Felipe Benítez Reyes o el ya citado Juan Carlos Mestre.
Hay otros nombres clave vinculados a la bicicleta. Uno de los libros más conmovedores es Mi vida al aire (1988), una suerte de autobiografía de naturalista y deportista de Miguel Delibes, donde convergen varias de sus pasiones: el fútbol, la bicicleta, la moto, la pesca, la natación y la caza. El texto Mi querida bicicleta, que se había publicado aparte, es una auténtica maravilla. Quizá el episodio más bonito tiene que ver con el noviazgo con Ángeles Castro. Dice Delibes: «Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas, fue el día que me enamoré». Delibes veraneaba en Molledo-Portolín (Santander) y su novia en Sedano (Burgos), a cien kilómetros de distancia, y decidió emprender un viaje que repetiría en muchas ocasiones: «Recuerdo aquel primer viaje que hice a Sedano, como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuela sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo». La historia de amor con Ángeles y con la bici tendrá un suceso entre cómico e inverosímil, cuando ya casados, Delibes confiesa que «intenté incorporar a mi mujer a mis veleidades ciclistas y en la petición de mano, además de la inevitable pulsera, le regalé una bicicleta amarilla de nombre Velox». Por cierto, este texto fue incluido en una antología muy recomendable: Mi querida bicicleta. Cuentos de ciclismo de Holanda y España (Experimental, 2009).
Miguel Delibes es un clásico. Y con él debemos situar a otros clásicos: Hemingway ha expresado a menudo su pasión por la bicicleta, especialmente en el libro póstumo Fiesta: «Comencé a escribir muchas historias que trataban de las carreras de ciclismo, pero nunca se acercaron a lo magníficas que son las carreras reales, ya sean bajo techo, al aire libre, de pista o de ruta». Otro enamorado de la bicicleta fue Ray Bradbury. Y Henry Miller, retratado a menudo con su máquina.
En la correspondencia cruzada entre Paul Auster y J.M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Mondadori, 2012) descubríamos que el premio Nobel sudafricano es un apasionado de la bicicleta y que se traslada por el mundo, con varios amigos, para correr en bicicleta. Aquí le cuenta a su amigo un gozoso viaje por Francia. En distintos momentos de su obra aparece la máquina: por ejemplo en Infancia (Mondadori acaba de publicar en un único tomo Escenas de una vida de provincia que recoge Infancia, Juventud y Verano, revisadas todas ellas para la nueva edición), el hijo y el padre se avergüenzan de que la madre cumpla uno de sus sueños: desplazarse sobre dos ruedas. La presionan tanto que dejará de hacerlo. En Hombre lento, su protagonista Paul Rayment, fotógrafo profesional, perderá una pierna tras un accidente de bicicleta.
El escritor Amos Oz, autor israelí candidato al premio Nobel año tras año, firmó La bicicleta de Sumji (Siruela, 2005; ilustraciones de Joaquín Peña), que relata la historia de un niño de once años al que su tío Zémaj le regala una bicicleta, para niñas, que es motivo de burla. El libro es, ante todo, el relato de un soñador, de alguien que inventa territorios y su propio mapa de la imaginación.
Hay sin duda otros libros y otros autores interesados por la bicicleta: Miguel Mena firmó Paisaje del ciclista (Mira Editores, 1991), que es un diario y un libro de viajes, y Cambio de marcha (Alba, 2002), una novela de intriga que sucede durante un viaje por el Camino de Santiago y pone a prueba la relación y la amistad de los protagonistas que viajan en bicicleta. Sergi Pàmies publicó una espléndida colección de relatos, La bicicleta estática (Anagrama, 2010), de inspiración autobiográfica y familiar que constituye una mirada a la madurez. En catalán Llucia Ramis publicó Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes (Columna, 2012. Existe edición castellana en Libros del Asteroide, 2013), que es un viaje a los secretos de familia y a su propio pasado casi a tumba abierta, como cuando intentas consumar una escapada. Javier Sebastián es autor de El ciclista de Chernóbil (DVD, 2011) que es una visión, un cuarto de siglo después, de la catástrofe de la central nuclear. Ramón Bodegas publicó El ciclista solitario (Siruela, 2004), donde cuenta la historia de Cosmés que recorre poblaciones, calzadas, valles, montes y praderas como quien huye de sí mismo. Ese personaje se parece un poco al músico David Byrne, autor de Diarios de bicicleta (Mondadori, 2011), la crónica de treinta años de travesía en bicicleta portátil a lo largo y ancho del mundo que está lleno de instantáneas, de historias, de edificios, de calles, de países y ciudades, de sueños. Un libro atractivo en el que se puede entrar y salir por cualquier sitio.
Lord Charles Beresford (1846- 1919) dijo: «Aquel que inventase la bicicleta merece el agradecimiento de la humanidad». Parece fácil estar de acuerdo con él.
En 1933, el empresario de New Jersey Richard M. Hollingshead tuvo una idea excelente: el autocine; la sala cinematográfica al aire libre a la que el espectador acudía en su coche. Un sistema de postes con megafonía individual permitía seguir la proyección en la relativa intimidad del vehículo. No obstante, el modelo no alcanzaría su edad de oro hasta los años 50, cuando la explosión de la cultura juvenil convirtió los solares con auto-cine en un tejido de Arcadias adolescentes. En 1958 había 5.000 autocines en funcionamiento en EE UU, poblados de jóvenes que descubrían las delicias del manoseo lúbrico, bautizaban sus gargantas a tragos de alcohol y, ocasionalmente, miraban la pantalla, donde solía proyectarse alguna serie de la American International en el mejor de los casos.
El goce colectivo
En 2007, el colectivo activista británico Magnificent Revolution tuvo otra idea no menos notable: montar, en el Big Chill Festival, el primer cine alimentado energéticamente con el pedaleo de bicicletas. En aras de concienciar a la ciudadanía del vínculo entre individuo y consumo de energía, el grupo pretendía ir abriendo camino a una suave transición hacia formas más sostenibles de producción energética. El modelo no tardó en encontrar sus ecos: Pow Wow Pedal Power en Manchester, Spoke’n’Chain en Bristol y Electric Pedals en Brighton y Womad decidieron incorporar el concepto.
En los Cycle-In Cinemas, doce bicicletas suministran, a razón de 50 vatios por unidad y a través del pedaleo de sus usuarios, la electricidad necesaria para poner en marcha el proyector y el sistema de sonido. Al resto de espectadores se les conmina a que asistan en sus propias monturas, aunque estas no servirán para suministrar luz al proyector. He aquí una manifestación de la utopía del cine en tanto que ritual de goce colectivo en tiempos de micro-pantallas y radical ensimismamiento aislado.
Si el autocine creaba burbujas de privacidad en un espacio colectivo, los Cycle-In Cinemas fomentan no sólo la idea de comunicación, sino que convierten al espectador –al menos, a doce de ellos- en una suerte de fuente de energía para el sueño, para el desfile de imágenes sobre una pantalla. Una estampa de futuro, por cierto, muy distinta a la de otra bicicleta (apocalíptica) que inmortalizó la gran pantalla: la máquina estática sobre la que pedaleaba Edward G. Robinson para alumbrar una parca bombilla en el oscuro futuro distópico de Soylent Green:* Cuando el destino nos alcance* (1973) de Richard Fleischer.
Las bicicletas de los Cycle-In Cinemas de Londres, Brighton, Womad, Bristol y Manchester parecen evocar la utopía grupal que representó Michel Gondry en su estupenda Rebobine, por favor (2008): la importancia de volver a ver (y sentir) el cine juntos en tiempos de consumo solipsista. De la mano de Magnificent Revolution, el proyecto se engrandece con un matiz: el espectador y la imagen proyectada unidos por la corriente de energía que genera el primero (mientras, de paso, ejercita sus músculos). Nadie hubiese podido prever que la bicicleta era el futuro del cine, pero ¿ha significado la bicicleta algo, también, en el pasado del medio? ¿Qué imágenes se podrían proyectar en un bici-cine para testimoniar la estrecha relación entre pedales y bobinas?
La juventud de las bicicletas
En Sus primeros pantalones (1927) de Frank Capra, el cómico Harry Langdon ve refrendado su ingreso en la madurez cuando sus padres le regalan sus primeros pantalones largos. Su primera salida fuera del hogar le lleva a ser deslumbrado por una mujer fatal, traficante de cocaína, cuyo coche se ha averiado en una carretera cercana. Montado en su bicicleta, Langdon emprende un coreográfico cortejo ciclista, elaborando toda clase de cucamonas en una suerte de feliz regresión a la infancia de la que justo acaba de salir (se supone). 42 años más tarde, Paul Newman rendiría tributo a esas mismas cucamonas en la escena más desconcertante de Dos hombres y un destino (1969) de George Roy Hill: el interludio musical donde suena el Raindrops Keep Falling on My Head de Burt Bacharach y, sí, Butch Cassidy muestra su lado más juguetón, infantil, romántico y sentimental.
Dos años antes, el Nuevo Hollywood había sido oficialmente fundado por el Bonnie y Clyde (1967) de Arthur Penn, una película americana que, en el fondo, soñaba en la libertad expresiva de la Nouvelle Vague (como, a su modo, también lo haría la película de George Roy Hill). En Langdon y en Newman, la bicicleta responde, pues, al mismo anhelo simbólico: introducir una espontaneidad en un género –la comedia silente o el western- que estaba forjando su propia renovación, una nueva y feliz inmadurez.
Pedalear el neorrealismo
Quizá no haya habido bicicleta que haya significado más en –y para- la historia del cine que la que perdía el protagonista de Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio de Sica, una de las actas fundacionales de ese movimiento cinematográfico de posguerra que transformaría de manera radical la representación de la realidad en el cine.
En la película, bicicleta e individuo conforman algo así como el mínimo común denominador de una supervivencia en la intemperie: el robo de la bicicleta es una concisa (y precisa) representación del desvalimiento, del sujeto despojado de aquello que lo convertía en frágil proveedor.
Esa bicicleta tan cargada de significado estaba, de alguna manera, orientada a reencarnarse: lo hizo en Cyclo (1995) del vietnamita Tran Anh Hung, en La bicicleta de Pekín (2001) del chino Wang Shiaouxuai y en La bicicleta verde (2012) de la saudí Haifa Al-Mansour, todas ellas películas vocacionalmente fundadoras de inéditas formas de realismo en sus respectivas cinematografías.
Velocidades de la comedia
A Harry Langdon se le suele considerar el cómico revolucionario que introdujo la suspensión, la melancolía y, sobre todo, la lentitud en la comedia veloz y muscular de los años 20. Una era de gags motorizados y persecuciones aceleradas donde pedalear lánguidamente alrededor de una mujer fatal, como hizo Langdon en Sus primeros pantalones, era una manera de ir a la contra. Veinte años después del cortejo de Langdon a su venenoso objeto de deseo, otro cómico se subiría a otra bicicleta, pero con propósitos directamente opuestos.
El Jacques Tati del cortometraje L’École des facteurs (1947) y del largo Día de fiesta (1949) es un cartero de pueblo a una bici pegado, con la secreta intención de rescatar toda la memoria de la comedia silente para darle una nueva velocidad a la conquista del futuro y un inesperado impulso a nuevas maneras de leer (y ejecutar) el gag: el cómico en bicicleta como imagen perfecta del artista en control de su propio tempo, una dinamo para generar risas en la platea, sus piernas como la batuta del director de una orquesta de carcajadas.
Sobrecarga de sentido
Una de las bicicletas más desbordantes de poder simbólico en la historia del cine es la que la pareja adúltera formada por Lucía Bosé y Alberto Closas dejaban en la cuneta al principio de Muerte de un ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem. Un ciclista atropellado en el que se coagula toda la culpa de clase de una burguesía hipócrita. Una tragedia que acaba espoleando una toma de conciencia. Y, sobre todo, una lección práctica (y magistral) acerca de cómo un cineasta puede ingeniárselas para decir verdades bajo el peso de la censura dictatorial.
Máquina de emancipación
Pero quizá la película que mejor encajaría en la inauguración de Cycle-In Cinema es La gran aventura de Pee Wee (1985) de Tim Burton. Una road-movie en busca de una bicicleta robada* que es paradigma de la inmadurez, pero también de la auto-afirmación, la emancipación y la libertad de movimientos fuera de toda regla. El arranque de la película, con ese sueño triunfal en el Tour de France, convenientemente iluminado por la acción combinada de doce ciclistas/espectadores/proyectores podría proporcionar una gran imagen redentora de comunión entre realidad y ficción, a la conquista de la utopía (no sólo energética).*
Erotismo de sillín
Cuenta la anécdota que el célebre erotómano italiano Tinto Brass iba al volante de su coche cuando se cruzó en su trayecto una joven ciclista: Anna Ammirati*. Quiso el destino que la chica no muriese atropellada, sino que se convirtiese en la nueva estrella en el lúbrico catálogo del cineasta. Ammirati se convirtió en la díscola, espontánea y vitalmente hedonista Lola deMonella* (1998), película que convirtió en su imagen insignia los felices paseos en bicicleta -falda estampada al viento, níveas braguitas al aire– de su protagonista en una Italia de los años 50 recreada con nostalgia de provinciano onanista.
En el cine, la bicicleta es capaz de recorrer todos los géneros, pero resultaba inevitable (de hecho, casi estaba escrito en los cielos de la lujuria) que el responsable de reivindicar el vehículo para el cine erótico fuera Brass, señor particularmente obsesionado con las bondades del trasero femenino, aquí levantado sobre ese pedestal, a su mayor honra y gloria, que es el sillín.
En España, la bicicleta forma parte fundamental de la memoria colectiva audiovisual: aquellos tours de Ángel Arroyo y Perico Delgado antes de que llegara el robot Induráin vistos en la tele a la hora de la siesta, el ir y venir de la chavalada de Verano azul, la mítica serie de Antonio Mercero… Y por supuesto, el cine. En la gran pantalla han triunfado todo tipo de manillares, ruedas, pedales y viseras (inolvidable la gorrilla que portaba el preso encarnado por Luis Zahera en Celda 211). Hacemos un repaso por algunas películas ciclistas que, cuesta abajo y sin frenos, podrían ser 20, 30, 40…
Ladrón de bicicletas (1948) Vittorio de Sica cambió las historia del cine con esta amarga película sobre la búsqueda de un obrero y de su hijo de la bicicleta que le han hurtado. Nunca una posguerra fue tan deprimente.
Muerte de un ciclista (1955) Juan Antonio Bardem hace estallar por los aires una relación de pareja: la chispa la causa un accidente en el que no ayudan a un ciclista tras atropellarlo. Una de las obras maestras del cine español.
E. T., el extraterrestre (1982). Si te cansas de pedalear, tu amigo del espacio exterior puede hacer que tu bicicleta vuele y ofrezca una hermosa silueta con la luna de fondo. Al menos a Elliott le funcionó.
Los bicivoladores (1983). Hubo un tiempo en que los adolescentes más molones montaban BMX. Si a eso lo sumas una joven Nicole Kidman y grupo de atracadores de bancos ya tienes película.
Las bicicletas son para el verano (1984). Jaime Chávarri lleva a la gran pantalla la enorme obra de Fernando Fernán-Gómez, que cuenta la vida de un chaval durante la Guerra Civil Española.
Cinema paradiso (1988). Otra imagen mítica del cine de bicicletas, por obra de Giuseppe Tornatore: la del proyeccionista que encarnaba Philippe Noiret paseando en el manillar al pequeño Totò.
El cartero (y Pablo Neruda) (1994). Pues sí, el humilde empleado de correos que absorbía el talento del genial poeta chileno se trasladaba de un lugar a otro en bicicleta, medio de transporte que también usaba el protagonista de La vida es bella (1997), con el que se cantaba al amor en Dos hombres y un destino (1969) o se gana la vida el mensajero de Sin frenos (2012).
La bici de Ghislain Lambert (2001). ¿Qué ocurre si en los años setenta eres un ciclista profesional belga pero sin el talento y la fortaleza de Eddie Merckx? Eso le pasaba en esta delirante tragicomedia a tal Lambert (Benoît Poelvoorde), que recurría a todo tipo de ayudas ilegales para rascar algo en las metas.
La bicicleta (2006). Curiosa película de Sigfrid Monleón en la que a través de una bicicleta que va cambiando de dueños disfrutamos de tres historias protagonizadas por personaje de tres edades muy distintas.
La bicicleta verde (2012). El primer largometraje filmado íntegramente en Arabia Saudí, y encima por una directora, Haifaa Al Mansour. Una niña decide competir en un concurso de recitado del Corán para conseguir el suficiente dinero para comprar su ansiada bicicleta verde.
Decía el escritor norteamericano Christopher Morley, reconocido por su refinado sentido del humor, que “seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los escritores y los poetas”. Yo me atrevería a decir que también de los cineastas, porque muchos filmes, algunos de ellos entre los más importantes de la historia del cine, giran en torno a una bicicleta, o bien, algunas de las secuencias memorables en el imaginario colectivo cinematográfico cuentan con uno de estos vehículos como protagonistas relevantes.
“Siempre que veo a un adulto montado en una bicicleta, recupero la esperanza en el futuro de la raza humana”, decía otro escritor, H. G. Wells. Pues sí, a veces una bicicleta puede significar una luz en medio de la oscuridad. En sus llantas, su manubrio, en su existencia misma, puede soportar los sueños de muchos miles que tratan de sobrevivir, como le sucede al obrero Ricci (Lamberto Maggiorani) en Ladrones de bicicletas (Italia, 1948) de Vittorio de Sica.
Obra cumbre del Neorrealismo italiano, Ladrones de bicicletas es el urgente retrato de la desesperación colectiva. La Italia de la posguerra inmediata, con sus calles ruinosas, estaba habitada por seres desesperanzados, sin empleo, sin higiene. Por eso, cuando al protagonista del filme se le ofrece un empleo que implica contar con una bicicleta propia, éste es capaz de empeñar hasta sus sábanas para conseguirla. La bicicleta lo es todo. Por eso cuando, mientras trabaja pegando carteles en la calle, un raterillo roba su bicicleta, la tragedia colectiva de la supervivencia diaria se vuelve la tragedia de un hombre común solo contra un mundo con demasiados problemas como para compadecerse de él.
La búsqueda de la bicicleta por las calles de Roma se vuelve una pesadilla kafkiana, en la cual el objeto deseado parece reproducirse hasta el infinito. En las plazas públicas, en los mercados populares, en cada esquina, en el nutrido número de ciclistas que pululan por doquier. Pero la suya no aparece. No aparecerá nunca. Y ante el silencio del mundo entero, Ricci decide entonces pagar con la misma moneda con la cual lo despojaron. Pero no alcanza a huir a tiempo y es casi linchado por una turba iracunda, de la que lo rescatan las lágrimas de su hijo. El plano final los mira perdiéndose entre la multitud; tan solo una tragedia entre muchas. Hombres y bicicletas caminan hacia el sol que se oculta como punto final de un día en el cual una odisea personal se convirtió en una de las historias más memorables de la historia del cine. La figura de la familia unida por la bicicleta en medio de un entorno adverso fue retomada por el comediante y cineasta Roberto Benigni en La vida es bella (1998), cinco décadas después de la aparición del clásico filme de Vittorio De Sica.
“La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando”, decía nada menos que Albert Einstein. Porque hay algunos que no dejan de pedalear la bici. Tal es el caso del nieto obstinado de la ancianita protagonista de Las trillizas de Belleville (2003), película de animación del belga Sylvain Chomet. Sin diálogos, pletórica en un sentido del humor absurdo y de comedia física que parecen extraídos de una película de Jacques Tati, Las trillizas… se vale de la figura del ciclista y su bicicleta, inseparables ambos, para orquestar una metáfora de la obsesión. El nieto no dejará de pedalear, siempre hacia adelante, aunque lo secuestre una extraña y famosa organización que lo usará para juegos clandestinos. Mientras, su anciana abuela, con la ayuda de las trillizas titulares, una simpática triada de cantantes en decadencia, vive su propia obsesión por recuperar a su querido nieto. La bicicleta como metáfora de la vida misma, que si se detiene, todo colapsa.
“Si te preocupa caerte de la bicicleta, nunca te subirás”, decía el campeón ciclista Lance Armstrong, antes de mostrarnos que no todo lo que brilla es oro. Pero lo cierto es que no pocas películas toman la figura de la bicicleta como una herramienta imprescindible en el proceso de autodescubrimiento del ser humano. Como le sucede a Elliott, el niño protagonista de E.T. el extraterrestre (1982). Steven Spielberg consiguió un momento icónico para el cine de Hollywood cuando –para ponerse a salvo de una caída desde un risco que pone en riesgo las vidas del niño y la criatura titular– la bicicleta en la cual ambos se dirigen hacia un punto en el bosque donde el ser de otro planeta se contactará con los suyos, emprende el vuelo hacia las alturas, cruzando sobre la luna. El vuelo termina de forma abrupta, el aterrizaje se complica un poco y ambos ruedan por el suelo. En E.T. la bicicleta es el vehículo ideal para los jóvenes protagonistas del filme; es un refuerzo a su ímpetu, a sus ganas de vivir en un mundo creado por imperfectos adultos que los dañan con sus decisiones, erróneas o no. La película es entonces una elegía a la necesidad de crecer, de encontrar la fuerza interna. Por eso, en la fuga de los muchachos para llevar al extraterrestre hacia su nave, el viaje los lleva justo frente al sol. Y el vuelo termina ahora en un aterrizaje perfecto. Las cosas han cambiado. Elliott y todos los involucrados en la aventura de E.T. en la tierra ya no son los niños del principio. Se subieron a la bicicleta de sus vidas y no volverán a temer la caída.
“Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y date un paseo por la carretera, sin pensar en nada más”. Así pensaba Sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes. Varios paseos por la provincia belga tiene Cyril, el conflictivo adolescente protagonista de El niño de la bicicleta (2010), película de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, retratistas privilegiados de la Europa moderna de los desposeídos, económica y emocionalmente hablando. Dichos recorridos los lleva a cabo el joven protagonista en compañía de Samantha, una mujer joven que se vuelve su principal sustento emocional durante los fines de semana. Fines de semana soleados, alegres, que contrastan con la tragedia personal de Cyril, quien padece el rechazo de su irresponsable padre, lo cual le provoca arrebatos de furia que ponen en riesgo su integridad. De acuerdo con la frase de Conan Doyle, la bicicleta encarna para el protagonista una felicidad siempre en movimiento, nunca estable, nunca quieta, y a final de cuentas, inalcanzable si se deja de pedalear, si se decide no seguir adelante.
El movimiento perpetuo de la bicicleta también puede dar pie a la expresión de lo romántico. En una hermosa secuencia de Las dos inglesas y el continente (1971) de François Truffaut, crónica de una historia de amor, obsesión, locura y desencanto entre un joven francés y dos hermanas inglesas con muy distintas razones del corazón, hay un momento en el cual los protagonistas viajan por los caminos empedrados de la campiña. En un punto del trayecto, los tres viajan cuesta abajo por una ladera. Él queda rezagado, pudiendo observarlas desde atrás, casi como un hombre invisible. Entonces, la voz en off que acompaña casi todo el relato dice una de las frases más hermosas que se hayan escuchado en el cine: “Me gusta tu nuca. Porque en ella puedo admirarte sin que te des cuenta…”.
“La tolerancia requiere el mismo esfuerzo del cerebro que el necesario para mantener el equilibrio sobre una bicicleta”, dijo alguna vez Hellen Keller. ¿Puede una bicicleta representar un motivo de revuelta social? Según lo planteado por la cineasta Haifaa Al-Mansour (la primera mujer directora saudiárabe) en su ópera prima La bicicleta verde (2012), puede suceder. Wadjda, la protagonista del filme, es una niña de doce años que vive con su madre en un suburbio de la capital de Arabia Saudita. Pero a diferencia de otras niñas de su edad, ella es emprendedora, independiente, con una idea propia de lo que quiere en la vida, características que la vuelven una amenaza para el orden de una sociedad en particular represora hacia las mujeres. Todo se complica aún más cuando Wadjda decide vencer a un compañero de juegos en una carrera de bicicletas para demostrarle su valor. Pronto descubrirá una bicicleta verde a la venta con la cual conseguir su objetivo. Sin embargo, su madre y el mundo entero se opondrán, pues el Islam considera indigno que una mujer use una bicicleta. Lo que Haifaa Al-Mansour propone con La bicicleta verde es enfatizar el papel de la mujer en la sociedad árabe como motor de cambio, cuyo mayor impulso viene por parte de las nuevas generaciones, que escuchan rock, hablan en voz alta, rechazan el velo y, claro, andan en bicicleta.
“Nada es comparable al sencillo placer de dar un paseo en bicicleta”, dijo alguna vez el ex presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy. Puede ser. El cine se ha encargado de que la bicicleta, como hemos podido ver, simbolice la libertad, la felicidad fugaz, la subversión, la capacidad de creer en uno mismo y hasta poder volar.
Hay otras muchas bicicletas memorables entre las imágenes en movimiento que pueblan el imaginario colectivo. Está esa bicicleta que, con muchos esfuerzos, llevaba de un cine a otro los rollos de una película en plena función, retratada por Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1989). O ese delicioso momento, tan erótico como extremo, que el protagonista de Las fantasías de Lila (2004), de Zaid Doueiri, experimenta mientras conduce su bicicleta llevando muy cerca de él a la mujer que subyuga su deseo. O la bicicleta como posibilidad de fuga de un entorno autoritario, como planea la protagonista de la cinta alemana Bárbara (2012), de Christian Petzold. Pero, más allá de la imaginación de los cineastas, queda claro que, en palabras del reformista inglés John Howard, “la bicicleta es un vehículo curioso. El pasajero es su motor”.
En 1965 Luud Schimmelpennink, diseñador industrial y activista de los provos (grupos radicales holandeses), puso en marcha el Plan de las Bicicletas Blancas: juntó bicis ajenas, las pintó de blanco y las puso a disposición de los vecinos de Amsterdam. En 1967 el grupo británico de psicodelia Tomorrow grababa ‘My white bycicle’ como homenaje, versionada con éxito en 1975 por Nazareth. Y ‘Blancas bicicletas’ (Global Rhythm, 2007) se titula el libro del estadounidense Joe Boyd, productor de grandes artistas británicos a finales de los 60 y primeros 70. También inglés era Max Miller, quien grabó en 1953 ‘Vamos a dar un paseo en tu bicicleta’ con evidente doble sentido. Y de 1967 es ‘Bike’, en el debut de Pink Floyd. Al otro lado del Atlántico la bici apenas da señales de vida en la cultura popular; allí reina la moto. Sí que ocurre en Francia con Yves Montand (‘La bicyclette’) y en Bélgica, donde dedican canciones al legendario Eddy Merckx.
No será hasta 1978 cuando el rock se fije de nuevo en las dos ruedas: Queen, el grupo de Freddy Mercury, nada aficionado a las bicis, publica ‘Bicycle race’, con un videoclip donde 65 mujeres desnudas dan vueltas en el Canódromo de Wimbledon; la empresa de alquiler, al conocer el uso de sus bicis, exigió a la banda que comprara nuevos sillines. La inspiración le vino a Mercury al ver pasar el pelotón del Tour de Francia en Montreux. Y al año siguiente llega, por fin, la contribución americana: los Beach Boys publican ‘It’s a beautiful day’, sobre un soleado día en Los Angeles donde la gente patina, corre o pedalea. En 1983 el grupo de Dusseldorf Kraftwerk publica ‘Tour de France’; dos de sus componentes, Florian Schneider y Ralf Hutter, son obsesivos aficionados al ciclismo. Por esa época, Riccardo Cocciante en Italia y Toquinho y Marcos Valle en Brasil dedican canciones a la bicicleta, como las japonesas Shonen Knife en ‘Cycling is fun’. Poco después, Morrisey y sus amigos recorren Manchester en bici en el vídeo de ‘Stop me if you think…’ de los Smiths.
Tras la escasa aportación de los 90 (el irlandés Luka Bloom con ‘The acoustic motorbike’ y poco más), el siglo XXI mejora la imagen: Red Hot Chili Peppers (‘Bicycle song’), Green Day con ‘Last of the American girls’, donde se cita la iniciativa La Masa Crítica (gran número de ciclistas urbanos moviéndose en bloque), Katie Melua (‘Nine million bicycles’, sobre las bicis de Pekín), o The Chemical Brothers, con ‘Theme from velodrome’, para los Juegos Olímpicos de Londres. 2017 será un buen año: el californiano Frank Ocean graba ‘Biking’, o cómo andar en bici es una metáfora de la vida misma, idea también presente en una canción de los mexicanos Café Tacuba, y los colombianos Carlos Vives y Shakira publican el hit mundial ‘La bicicleta’; al cantante le robaron la suya en Bogotá a los pocos días. En el indie estatal han pedaleado Manel, Vetusta Morla, Delafé o Antònia Font; curiosamente, y a pesar de la gran afición en Euskadi, apenas hay canciones al respecto: ‘Hip hop Junco’, de los erandiotarras Grotescos Personajes para Marino Lejarreta, y ‘Abraham Olano’, de Kaxiano, para el campeón del mundo en ruta. A Miguel Indurain solo le cantaron Los Tres Sudamericanos en 2013. Más recientemente, el dúo Neighbor, con la hernaniarra Maite Larburu y el estadounidense Josh Cheatman, publicaba ‘Bici’, describiendo sus paseos por Amsterdam, donde en cierta manera empezó todo esto.
Nooit Naar Nergens(Nunca a ninguna parte) – Yevgueni (2017)
La Bicicleta – Shakira y Carlos Vives (2017)
En el deporte
Ocho razones por las que montar en bici
1. Se adapta a tu horario.
No hace falta buscar un hueco especial en la agenda para pedalear: basta con incorporar la bicicleta en algunos de tus trayectos diarios, como ir al trabajo.
2. Es divertida yendo solo… o en compañía.
Rodar sólo es un placer. Hacerlo en compañía, un lujo. Todo ciclista sabe que ambas opciones son perfectamente compatibles y combinables, a diferencia de otros deportes para los que necesitas uno o varios compañeros.
3. Es accesible.
No necesitas ningún polideportivo ni instalación para practicar el ciclismo. Coge tu bicicleta, sal a la calle… ¡y a disfrutar!
4. Es progresiva.
La bicicleta nos permite marcar un ritmo de entrenamiento según nuestras propias capacidades. En base a nuestro esfuerzo, quemaremos más o menos calorías.
5. Es barata.
A pesar de que existen bicicletas tremendamente caras en el mercado, por muy poco dinero podemos obtener una más que digna. Cuesta pensar en algún otro deporte más barato que el ciclismo.
6. Es perfecta para los perezosos.
Cuando te mueves en bici es fácil que olvides que estás haciendo deporte: es lo que tiene que sea tan divertida. Eso la convierte en ideal para aquellos a los que les da pereza empezar a realizar alguna actividad cardiovascular.
7. Tiene poco impacto para tus articulaciones.
Frente a otras prácticas como el running, la bicicleta tiene mucho menos impacto en articulaciones como las rodillas, por lo que es una actividad especialmente recomendable para aquellos que sufran dolor en ellas.
8. Es ‘cool’.
Sí, puede que esta sea una razón frívola, pero todo suma. La bicicleta es para muchos un complemento más con el que expresar su personalidad y su manera de entender el deporte.
Según los expertos es una de las mejores actividades para quemar grasas y por tanto, para reducir el colesterol, una de las primeras causas de enfermedad cardiovascular.
Basta con salir una hora al día con la bicicleta para quemar alrededor de 500 kcal.
Reduce los niveles de estrés
Coger la bici, sobre todo, el fin de semana, para hacer una ruta por la montaña no es una actividad que exija una alta concentración y permite que puedas dedicar un tiempo solo para ti, lo cual aumenta la autoestima y nos hace sentir bien.
El estrés en pequeñas dosis es saludable, ya que nos mantiene alerta. Sin embargo, cuando se eleva y alarga en el tiempo, puede dar lugar a problemas serios de salud.
Fortalece las rodillas
Una de las articulaciones más complicadas y que más nos hacen sufrir son las rodillas. Pedalear es una manera de fortalecer su musculatura sin el impacto del peso de nuestro cuerpo.
Los especialistas incluyen dentro de los deportes que son beneficiosos para el funcionamiento de la rodilla la bicicleta y la elíptica. Recuerda llevar siempre el sillín elevado.
Tonifica las piernas
Eso sí. Hay que ser constantes. Si cogemos la bicicleta una vez cada tres meses y nos pegamos una sesión maratoniana, lo único que conseguiremos son unas dolorosas agujetas.
Si, por ejemplo, vas al trabajo cada día en bici o sales media hora por las tardes, comprobarás cómo cuádriceps e isquiotibiales van tomando forma.
Mejora tu sistema inmunológico
Tu sistema inmunológico también notará los beneficios. Así lo asegura un estudio realizado por la Universidad de Birmingham, en el que se afirma que el ciclismo puede ralentizar los efectos del envejecimiento y rejuvenecer el sistema inmunitario.
La clave está en el timo, el sistema linfoide primario especializado del sistema inmunitario. El timo produce células inmunes llamadas células T, cuya producción disminuye a partir de los 20 años. Sin embargo, los investigadores descubrieron que los timos de ciclistas mayores generaban tantas células T como las de los jóvenes.
Fortalece la espalda
Cuando montamos en bici, estimulamos pequeños músculos de las vértebras dorsales y fortalecemos la zona lumbar (lo que previene la aparición de hernias discales).
Asegúrate de mantener una posición correcta en tu bici en todo momento.
Reduce la celulitis
Montar en bici es uno de los ejercicios más eficaces para luchar contra la piel de naranja. El movimiento no sólo impide la acumulación de grasas al quemarlas para producir energía, también realiza una acción de masaje sobre la piel que moviliza el agua y toxinas activamente.
No dejes de acompañar el ejercicio con una alimentación adecuada, rica en frutas y verduras, y sobre todo, bebiendo al menos 2 litros de agua al día.
Protege el medio ambiente
Descartar el coche a favor de la bicicleta no solo beneficia tu salud, también la del planeta. La bici es el medio de transporte más ecológico que puedes utilizar en la ciudad.
Por cada 3 kilómetros en bici se ahorra 1 kilo de CO².
Según el Barómetro de la bicicleta en España, elaborado por la Red de Ciudades por la Bicicleta y la Dirección General de Tráfico y publicado a finales de 2017, un 48% de la población española es usuaria de la bicicleta. Sin embargo, no todos la utilizan con la misma intensidad. Solo el 7% de la población la usa a diario y 16% lo hace al menos una vez a la semana.
Unos porcentajes que, sin duda, podemos mejorar. En la galería que acabas de ver te damos 8 motivos para formar parte de ese porcentaje de la población que se sube a la bici al menos una vez a la semana.
Es cierto que practicar cualquier deporte es altamente recomendable para la salud, pero el ciclismo es especialmente efectivo para regular los niveles de estrés. En general todos los deportes enfocados al trabajo cardiovascular son interesantes para eliminar tensión, mal humor y pensamientos negativos. El esfuerzo físico moderado te ayudará a equilibrar tu nivel de bienestar y a sacarte de encima todo el mal rollo.
Ayuda a perder peso:
El ciclismo está dentro de los deportes que más calorías queman por lo que es perfecto para aquellas personas que necesiten o busquen perder peso. Adelgazar montando en bicicleta es algo más rápido y fácil que si buscas hacerlo con otros deportes dónde solo trabajas una parte concreta del cuerpo.
Que el ciclismo te pueda ayudar a perder peso no significa que tengas que obsesionarte. Más bien lo vería como una buena herramienta para regular y equilibrar el peso corporal.
Reduce el riesgo de enfermedades:
Varios estudios científicos revelan que practicar deporte ayuda a prevenir enfermedades. El ciclismo no es la excepción y dar pedales puede ayudarte a tener una mejor salud tanto a corto como a largo plazo. El deporte de las dos ruedas te ayudará especialmente a prevenir enfermedades de tipo cardiovascular.
Reduce el colesterol y genera endorfinas:
Los deportes junto a una buena dieta son fundamentales para mantener los niveles de colesterol bajo control. El ciclismo es una magnifica opción que además genera endorfinas que te ayudarán a tener un estado de ánimo más alegre y estable. Está comprobado que el deporte también es un excelente antidepresivo.
Refuerza y tonifica:
Aunque practicando ciclismo las piernas sean el grupo muscular que más protagonismo adquiere no podemos obviar que indirectamente también trabajas otras partes del cuerpo. En general montar en bicicleta te ayudará a reforzar toda la musculatura y a tonificar buena parte del organismo. Puedes aprovechar también para compaginar el ciclismo con otros deportes de diferente tipología.
Bienestar emocional:
Si practicas ciclismo no solo conseguirás evadirte durante unas horas, sino que además podrás disfrutar de bonitos y relajantes paisajes. Estar en contacto con la naturaleza tiene innumerables beneficios. Estarás más relajado y disfrutarás de los pequeños momentos. Tendrás la sensación de estar mejor contigo mismo y aunque te cueste algo empezar, una vez termines estarás más contento y satisfecho. La bicicleta te servirá para posponer los problemas al menos durante un buen rato.
Transporte sostenible:
Más allá del tema personal utilizar la bicicleta también será una ayuda para toda la sociedad. El ciclismo es un deporte y un medio de transporte totalmente sostenible así que de paso estarás haciendo un favor al ecosistema. Tomar consciencia social de este aspecto es fundamental para encontrar el camino correcto en términos de contaminación.
Conoce a gente y descubre nuevos espacios:
Aunque sea un deporte individual el deporte de la bicicleta también es ideal para sociabilizar. Encontrar una grupeta de tu nivel te puede resultar motivante y gratificante. Además, el ciclismo y la llegada de las bicicletas eléctricas están abriendo un nuevo horizonte para muchas personas que hasta hace bien poco era impensable que pudieran subir un puerto de montaña.
El ciclismo de paso es perfecto para conocer magníficos parajes y sitios naturales con un enorme encanto. Espacio que probablemente nunca habrías llegado a conocer de no ser por este sensacional deporte. Conoce a nueva gente y nuevos sitios.
Más fácil, rápido y agradecido que caminar o correr:
Muchos runners se pasan al ciclismo debido a que este es un deporte más agradecido en cuanto a las lesiones se refiere. El ciclismo no tiene ningún tipo de impacto y esto es altamente beneficioso para la musculatura y las articulaciones. Si padeces algún tipo de molestia el ciclismo, al igual que la natación, es perfecto para hacer actividad física sin poner en riesgo tu salud.
Al mismo tiempo no cabe ninguna duda de que como medio de transporte el ciclismo es mucho más rápido y efectivo. Llegarás a los sitios antes, con menos esfuerzo y podrás llegar más lejos con un medio de transporte totalmente sostenible.
Beneficios del ciclismo, un deporte completo para todas las edades
Mejora el tono muscular y el rendimiento de nuestro sistema cardiovascular
Uno de los beneficios del ciclismo más destacados es sin duda el gran efecto que tiene sobre nuestro sistema cardiovascular. Al mover rítmicamente las piernas, los músculos demandan mas oxígeno y, el corazón necesita bombear mas sangre para llevar mas oxígeno. De esta manera, el músculo del corazón gana en potencia y resistencia. Además, el ciclismo es bueno para los músculos ya que ayuda a esculpir, tonificar, y reafirmar los muslos, las pantorrillas, los glúteos y la región pélvica.
Ayuda a perder peso
A estas alturas no debería ser una sorpresa para nadie que la pérdida de peso sea uno de los grandes beneficios del ciclismo, pero vale la pena repetirlo. Los medios a menudo promueven rápidamente la idea de que la dieta es la única manera de perder grasa, pero la ciencia está demostrando lo contrario. Estudios recientes demuestran que la grasa visceral solo puede eliminarse si, además de una alimentación sana, se incluyen deportes de cardio como el ciclismo, que favorece la quema de grasas.
Despeja la mente y alivia el estrés
Otro de los beneficios del ciclismo es que tu humor mejora, tu autoestima sube y te blindas ante la ansiedad y la depresión. Pedalear aleja los problemas de tu mente, y al bajar puedes ver las cosas que te preocupan de otra forma y tu estado de ánimo mejora. Esto sucede porque cuando practicas ciclismo tu cerebro recibe una potente inyección de endorfinas y serotonina.
Aumenta la esperanza de vida y mejora las enfermedades articulares en la tercera edad
Se ha descubierto recientemente que los pacientes ancianos con dolor de rodilla y osteoartritis realmente mejoraron su condición cuando comenzaron a incluir paseos en bici en su rutina diaria, demostrando que los beneficios del ciclismo en particular y el deporte en general aumentan a medida que envejecemos, siempre que se practique con precaución. Además, otro estudio realizado entre ancianos que en su juventud practicaron el ciclismo con frecuencia demostró que dicha práctica aumentó su longevidad: En promedio, la esperanza de vida de los practicantes asiduos del ciclismo pasó a 81.5 años en comparación con los 73.5 años de la población general, lo que supone un aumento del 17 por ciento.
¿Qué necesitas para empezar a practicar ciclismo?
Además de tus piernas y tus ganas, para poder disfrutar de los beneficios del ciclismo y adentrarte con seguridad en la práctica de este deporte es necesario contar con un equipamiento adecuado. Podrás adquirirlo en establecimientos especializados como la Tienda Bikestocks, donde encontrarás todos los elementos que puedas necesitar. Aquí te nombramos algunos de los imprescindibles:
Una buena bicicleta
Dependiendo de si quieres moverte por montaña o por ciudad, el tipo de bicicleta variará, pero lo importante es que se adapte bien a tu cuerpo y te encuentres cómodo sobre ella.
Un casco
Casi tan importante como la propia bicicleta es un caso de calidad que te proteja toda la cabeza, incluyendo la zona de las cervicales. En caso de accidente, puede ser la diferencia entre un simple susto y un problema de salud serio.
Pantalones almohadillados
Aunque el sillín sea acolchado, si pretendes pasar largas horas sobre la bici unas mallas almohadilladas mejorarán la sensación de comodidad.
Camiseta de ciclismo
Ideal por si no quieres llevar mochila y prefieres guardar las cosas que necesitas en sus amplios bolsillos.
Guantes para ciclismo
Sus palmas acolchadas liberan la presión de tus nervios, lo cual reduce la posibilidad de que tus dedos se entumezcan
Gafas de sol
Para protegerte de la luz excesiva, del viento y la suciedad.
Recambios y bomba manual
Si te atreves a reparar tu bicicleta tú mismo, estará bien que cuentes con cámaras neumáticas de repuesto, una herramienta múltiple y una bomba manual para casos de pinchazos. Si no, en cualquier tienda o taller podrán ayudarte.
Los 109 años del ciclista más longevo del mundo: Robert Marchand
Una vida activa es uno de los secretos de la longevidad. Pero en el caso de Robert Marchand, parece haber algo más. Una genética prodigiosa, seguramente, pero también una estrecha relación con un vehículo que conocemos bien: la bicicleta. Porque pedalear alarga la vida, y Robert es el mejor ejemplo.
Marchand nació en Amiens (Francia) el 26 de noviembre de 1911. Efectivamente: este jueves cumplió la friolera de 109 años, buena parte de los cuales los ha pasado sobre una bicicleta. Y muchos de ellos, batiendo récords. Uno de los últimos tuvo lugar hace cuatro años, cuando tenía 105: Marchand consiguió el récord de la hora en su categoría después de completar 22,547 kilómetros en el velódromo de Saint-Quentin-en-Yvelines. De hecho, fue el responsable que “obligó” a la Unión Ciclista Internacional (UCI) a crear especialmente la categoría Másters de más de 100 años.
La pregunta que muchos se hacen al conocer el caso de Marchand es, efectivamente, dónde está su secreto. Él no esconde nada: “Toda mi vida hice deporte, he tomado mucha fruta y legumbres, no demasiado café, nada de cigarrillos, y poco alcohol”, ha explicado como factores clave de su envidiable estado físico. Marchand ha trabajado como camionero, jardinero, bombero y leñador, profesiones que, junto a su amor por la bicicleta, le han mantenido activo durante toda su vida. La psicóloga y profesora de universidad Veronique Billat, que le sigue desde que cumplió 100 años completa el misterio: “Su cuerpo es pequeño pero tiene un corazón que bombea tanta sangre por minuto como el de una persona más grande”.
Romuald Lepers, científico de la Universidad de Burgundy, Dijon, coincide en que Marchand tiene una función muscular y cardiorrespiratoria excepcional en comparación con otras personas de su edad. Además, su rendimiento deportivo ha disminuido menos que el promedio, que es de entre un 10 y un 15% por década. Sin embargo, en el caso del francés, esta disminución ha sido menor a un 8% por década en más de 60 años. Por todo esto, en 2016 Marchand fue galardonado con el título del “Mejor Atleta Centenario del Mundo”.
Ese mismo año, un estudio publicado en The Journal of Applied Physicology arrojó una serie de conclusiones sorprendentes. La primera: a los 105 años que contaba entonces, Robert estaba en mejor forma aeróbica que la mayoría de personas de 50 años. Los investigadores fueron más allá: en muchos aspectos, Robert parecía estar cada vez más en forma a medida que envejecía. La doctora Billat añade otra clave: “Robert muy optimista y sociable. Se trata de una persona con muchos amigos”. Un elemento, los lazos estrechos, que según numerosos contribuye de manera esencial a conservar la buena salud emocional.
A sus 109 años, Robert Marchand parece que ha sabido llevar bien el confinamiento y sigue activo, a pesar de la crisis del coronavirus. Confinado en su apartamento en los suburbios de París, Robert Marchand se mantuvo bien protegido del coronavirus, manteniendo contacto con el mundo exterior a través de un amigo que venía a traerle provisiones al mediodía. “No me preguntes cómo estoy”, se ríe el decano de los ciclistas, “no estoy bien, como siempre. Tengo la enfermedad de los 109 años y estoy harto de ella”.
El ciclismo es una modalidad deportiva, que cuenta con millones de practicantes y seguidores alrededor de todo el mundo, pero este deporte no siempre ha sido tal y como lo conocemos hoy en día. En CurioSfera-Historia.com, te contamos la historia yorigen del ciclismo y como ha sido su evolución.
Origen del ciclismo
Las primeras carreras ciclistas nacen muy pronto. Aún sin pedales, se celebran carreras con el velocípedo. Cuando se añaden los pedales a la inmensa rueda delantera, éstas se regularizan.
El 31 de mayo de 1868 se celebra la primera carrera de bicicletas documentada del mundo, en el parque Saint Claud de París (Francia), sobre una distancia corta de 1.200 metros en un suelo de grava destinado a las carreras de caballos.
Esta primera carrera ciclista de la historia, que consiste en dos pruebas, la gana el inglés James Moore (1849-1935), seguido de un tal Polocini.
El Touring Club de Francia ha colocado una placa en este parque dónde se puede leer: “El 31 de mayo de 1868, James Moore se convierte en el ganador de la primera carrera para velocípedos en Francia”.
En 1869, se celebra la primera carrera clásica entre París y Rouen, ganada, cómo no, por James Moore, que invirtió algo más de diez horas. De los cien participantes, cinco eran mujeres.
En 1876, un inglés llamado Dodds establece el primer récord de la hora en 25,6 kilómetros.
En 1885, el inglés Renold inventa la cadena, y la tracción se traslada a la rueda trasera. Aún antes de la existencia de los neumáticos, empiezan a celebrarse las primeras pruebas de resistenciaen bicicleta en el medio oeste de Estados Unidos.
A partir de 1886, las localidades de Saint Paul y Minneapolis celebran la Six-Day Bicicle Race, y después de la adición de los neumáticos a las ruedas la convoca también el Madison Square Garden de Nueva York.
La primera de estas pruebas, celebrada en 1886 en Saint Paul, la gana Albert Schoclt, que recorre unos 1.500 km en los seis días.
En 1890, Dunlop inventa los neumáticos con cámara y en cuánto se añaden a las bicis las distancias se multiplican; el propio Schock gana en el Madison de Nueva York en 1893 recorriendo en los mismos días más de 2.500 km.
En Europa, el público no aceptaría tamaña dureza y la primera prueba de seis días se disputa en Berlín en 1909, pero por parejas de relevos.
Después de que el ciclismo entrara en los Juegos Olímpicos con la prueba de Fondo en Carretera en 1896.
La primera carrera clásica moderna es la Burdeos-París, celebrada en 1891 y ganada por el inglés G. P. Mills.
Grandes carreras del ciclismo
Tres son las carreras ciclistas con más prestigio y reconocimiento mundial. Llamadas también carreras de tres semanas o de 21 días. Por orden de importancia son:
El Tour de Francia se celebra por primera vez en 1903 y lo gana el francés Maurice Garin (ver historia del Tour de Francia).
El Giro de Italia da comienzo en 1909 y lo gana el italiano Luigi Ganna.
La Vuelta a España, celebrada por primera vez en 1935, la gana el belga Gustaf Deloor.
El primer español en ganar un Tour de Francia fue Federico Martin Bahamontes, el “águila de Toledo”, vencedor en la edición de 1959.
Eran otros tiempos; un ciclista podía detenerse en lo alto de un collado, después de llegar varios minutos antes que los demás y tomarse un helado esperando al pelotón. No había tanto en juego. En la época de Indurain, ganador de cinco tours, entre 1991 y 1995, cada segundo cuenta.
Origen de las Mountain bike
Las primeras carreras de ciclo-cross, es decir, ciclismo campo a través, en el que se alternan el uso de la bicicleta y la carrera a pie con la bici a cuestas, empiezan a celebrarse con el siglo XX.
Y, el primer campeonato internacional se celebra en 1902, organizado por Daniel Gousseau y Géo Lefevre, que un año después organizaría el primer Tour de Francia.
A mediados de los años setenta, los fabricantes de bicicletas las empezaron a modificar para adaptarlas a las carreras campo a través. Entre los primeros diseñadores figuran Tom Ritchey, que creó una compañía llamada MountainBikes en 1978.
En 1981, y siguiendo su diseño, la marca americana Specialized empieza a producir bicicletas de montaña en serie.
El primer campeonato del mundo de bicicletas de montaña se celebra en Purgatory, Colorado, en 1990, y las series mundiales, que constan de nueve carreras en Europa y Estados Unidos, se empiezan a celebrar en 1991.
En 1996 se convierte en deporte olímpico en Atlanta.
El paraíso de los ciclistas se llama Holanda. Así lo han conseguido
Holanda es todo un paraíso para los ciclistas. Se calcula que hay más de 18 millones de bicicletas en el país, cuando la población actual es de 17 millones de habitantes. De hecho, la cultura de la bicicleta es tan importante en Holanda que incluso tiene su propia embajada, la Dutch Cycling Embassy.
Las calles del país no sólo están preparadas para disfrutar de un paseo en bici, sino que han sido diseñadas alrededor de esta experiencia. Los carriles bici son anchos, están bien pavimentados, disponen de sus propias señales y semáforos, e incluso ofrecen el espacio suficiente tanto para circular en paralelo como para poder llevar a cabo adelantamientos de forma segura.
En algunas ciudades, además, estos carriles están completamente separados del tráfico motorizado e incluso existen señales que otorgan preferencia total a las bicicletas, relegando a los vehículos de motor a simples invitados. Algo similar sucede en las rotondas: las bicis tienen preferencia.
Los parkings para bicicletas son alucinantes
Según estos datos, sólo en Amsterdam hay alrededor de 800.000 bicicletas y se estima que un 63% de sus habitantes usa este medio de transporte a diario. Por contra, el número de coches en la ciudad es de 263.000. De hecho, el tráfico en la ciudad queda repartido de esta forma:
Los desplazamientos en bicicleta suponen el 32%
El tráfico en coche se queda en un 22%
El transporte público representa el 16% del tráfico
Si hablamos del centro de la ciudad, el tráfico en bicicleta aumenta hasta el 48%
Los holandeses usan la bicicleta para ir a trabajar, para hacer la compra, para ir a estudiar, para llevar a los hijos al colegio, para dar un agradable paseo en pareja, para hacer deporte… Cualquier excusa es válida y sólo en Amsterdam ya hay 500Km de carriles bici con un montón de rutas al alcance de cualquiera. Y no, no hay bocinazos ni historias raras por parte de los que van en coche: todo el mundo tiene asumido que los ciclistas dominan la ciudad.
Con tanto ajetreo ciclístico, lo lógico es que las ciudades holandesas dispongan de grandes parkings para bicicletas. Un ejemplo de esto lo encontramos en la estación de tren de Delft, una ciudad a medio camino entre Rotterdam y La Haya.
¿Cómo llegó Holanda hasta aquí?
Antes de que tuviera lugar la Segunda Guerra Mundial, los habitantes de los Países Bajos usaban la bicicleta como principal medio de transporte. Era una forma de desplazarse respetable tanto para hombres como para mujeres, y el número de bicis era muy superior al de los coches.
El problema vino tras la guerra. Durante la década de los 50 y los 60 la venta de coches se disparó y el uso de la bicicleta fue disminuyendo de forma alarmante: cada año descendía en un 6% y se llegaron a derribar barrios enteros para darle espacio al tráfico motorizado. Con los coches, claro, el número de accidentes empezó a subir.
En el año 1971 se produjeron 3.300 muertes por accidentes de tráfico, entre ellas las de más de 400 niños. Una situación insostenible que derivó en movimientos sociales de protesta y que fue el origen de Stop de Kindermoord, un grupo activista que pretendía poner fin a lo que llamaban asesinato de niños y que fue de vital importancia.
Stop de Kindermoord creció rápidamente y se puso manos a la obra: llevó a cabo manifestaciones, ocupó puntos negros en los que se producían accidentes, y organizó días especiales en los que cerraba calles para que los niños pudieran jugar de forma segura. Con el tiempo, Stop de Kindermoord pasó a recibir subvenciones del gobierno, abrió su propio cuartel central en un local que anteriormente había sido una tienda, y empezó a generar ideas con las que mejorar los planes urbanísticos y aumentar la seguridad.
A la aparición de grupos como Stop de Kindermoord se acabó sumando la crisis del petróleo de 1973, lo cual fue aprovechado por el gobierno para dar un mensaje claro: había que adoptar un nuevo estilo de vida y no derrochar energía.
Y así, ya en la década de los 80 y después de que los políticos hubieran tenido tiempo de comprobar las ventajas del uso de las bicicletas, las ciudades empezaron a introducir una serie de cambios para hacerlas más amigables con este medio de transporte.
Estos cambios, que empezaron con cosas sencillas pero útiles como hacer que los carriles para las bicicletas estuvieran mejor señalados, acabaron creciendo y dando pie a que ciudades como Delft construyera redes enteras de rutas para ir en bici.
Las bicicletas se abren camino en Ciudad de México
En un semáforo de la avenida de los Insurgentes aguardan en bicicleta un panadero, un joven con gafas de pasta, un empleado de banca, un repartidor de comida y un afilador. En la esquina ameniza la espera un cantante ciego entonando a José José con un reproductor de CD colgado del cuello del que sale la melodía. El ecosistema urbano se detiene frente a un semáforo nuevo en la ciudad, una bicicleta iluminada en rojo. Hubo un tiempo en el que lanzarse con la bicicleta por Ciudad de México era tarea de valientes. Al tráfico infernal y agresivo se unían los 2.250 metros de altura en una de las urbes más contaminadas del mundo. Un simple paseo sería un reto pulmonar para el propio Fausto Coppi.
Pero desde que, hace más de un año, la pandemia aterrizó en la ciudad, algunas cosas cambiaron. Aunque la vieja Tenochtitlán sigue estando más cerca de los volcanes que del nivel del mar, el tráfico se redujo a niveles nunca vistos y, con él, también fue bajando la contaminación. En este intervalo, las autoridades construyeron una ciclovía en Insurgentes, la calle más larga de la ciudad y la única que cruza de norte a sur la megalópolis. Entonces, como el pasto seco sobre el que caen las primeras gotas tras el estiaje, comenzaron a florecer ciclistas de forma masiva. Mientras el tráfico rodado bajaba un 50%, la demanda de uso del sistema público Ecobici aumentó un 220%, según la Secretaría de Movilidad.
Los ciclistas que se detienen ante los semáforos en rojo coinciden en tres motivos: ahorro en combustible, miedo al contagio en transportes públicos y hacer el ejercicio que la pandemia no deja. En el aterrizaje en el carril bici, muchos descubrieron un lujo que no requiere inversión: la ciudad es plana. Se sitúa en el segundo altiplano más grande de América después de Bolivia.
En las últimas décadas, en el continente americano se han desarrollado proyectos urbanísticos como el Metrocable de Medellín, en Colombia, que une los barrios populares con la ciudad, o la rehabilitación de La Habana Vieja, en Cuba, que ayudaron para cambiar el rostro de un país. Pero hay otros aparentemente menores, como la inauguración de la biblioteca García Márquez en el centro de Bogotá o el arreglo del centro de San Salvador, que tienen la capacidad de activar otras fibras y servir de motor de cambio. Es el caso de los 54 kilómetros de la ciclovía de Insurgentes. El desafío, sin embargo, no es una cuestión de presupuesto, sino de cálculo político. En otros tiempos, un gesto así, asfixiar la principal arteria que comunica de punta a punta la ciudad pocas semanas antes de las elecciones intermedias del 6 de junio, hubiera supuesto un serio problema político por la agitación que provoca entre los automovilistas.
Durante mucho tiempo, a los locales les gustaba presumir de los récords de Ciudad de México: la más grande, la más poblada, la más contaminada, la que más gente mueve en el metro, la que más coches tiene. En el recuento de mitos se incluía a Insurgentes como la calle más larga del mundo argumentando que es parte de la carretera Panamericana que une de punta a punta el continente. Trampas aparte, con casi 30 kilómetros, Insurgentes suele aparecer en las clasificaciones como la cuarta calle más larga del mundo después de Yonge Street de Toronto (56 kilómetros), la avenida de Rivadavia de Buenos Aires (35) y la de Roskildevej de Copenhague (31).
A su paso por el centro de la capital mexicana, Insurgentes es una frenética arteria con cuatro carriles de ida y cuatro de vuelta. Símbolo de la modernidad que se quería mostrar al mundo durante los Juegos Olímpicos de 1968, recorrerla es cruzar parte del cerebro financiero del país. Una avenida jalonada de grandes edificios de oficinas y emblemas culturales que comienza en los Indios Verdes esculpidos por Alejandro Casarín y que recuerdan el México prehispánico. Sigue por el Monumento a la Revolución ordenado por Porfirio Díaz y pasa por las colonias Juárez, Roma o Condesa. Insurgentes bordea el parque Hundido y el Polyforum Siqueiros y su impresionante fachada, pintada por el famoso muralista. La avenida termina en la Ciudad Universitaria y desde la misma se puede apreciar el trabajo del arquitecto Mario Pani y los murales de Diego Rivera y Juan O’Gorman. Concentración de vida, cultura y economía.
Hace 16 años todo empezó a cambiar. En 2005, cuando el actual presidente de México, López Obrador, que por entonces era alcalde de la ciudad, inauguró el Metrobús, un sistema de transporte que recorría Insurgentes reemplazando las viejas camionetas que competían por el pasaje en vehículos enanos y malolientes por impecables autobuses Volvo, con conductores profesionales y paradas definidas. Fue una revolución. Aquello provocó protestas, pitadas y airados reclamos de los automovilistas hasta que se confirmó lo obvio: el Metrobús mueve 10 veces más personas por minuto que el tráfico de coches. El pasado 27 de marzo llegó el golpe definitivo: la alcaldesa de la ciudad, Claudia Sheinbaum, anunció que se haría definitiva la ciclovía que inicialmente se construyó de forma temporal durante la pandemia, lo que completa un circuito de casi 300 kilómetros de ciclovías. Sin excesivo ruido, la calle más larga de la ciudad quedó reducida a dos carriles de vehículos que se asfixian a vuelta de rueda entre bicis y el Metrobús.
A pocas cuadras de ahí, en la calle de Coahuila, Alberto Pérez, Toto, no para en su taller de bicicletas. Sentado en una caja mientras engrasa una cadena, describe un fenómeno del que se siente protagonista. “Hay un bum por la bicicleta y mucha gente que tenía sus bicicletas arrumbadas y llenas de polvo las trae para ponerlas a punto”. Toto forma parte de una industria nacional que vivió años de esplendor en la década de los sesenta y setenta y que ahora resurge en pequeños talleres. “Se ha disparado la demanda, y el perfil también ha cambiado. Ahora la gente conoce los nombres, las piezas, los recambios que requiere, o me piden que les enseñe”, explica mientras ajusta unas zapatas en su taller Rueda Libre. “En la colonia Roma, hace un par de años había 4 talleres y ahora hay 16”, añade.
Según Bernardo Baranda, director del Instituto de Política y Desarrollo, una organización privada dedicada al estudio de la movilidad, la importancia de intervenir Insurgentes radica en su carácter “emblemático”. Según Baranda, ante cualquier cambio se produce siempre la misma reacción: primero incredulidad, luego cuestionan la decisión, después las críticas y finalmente terminan adaptándose. “El tráfico se comporta como el gas, no como el agua, y se adapta a otras vías para fluir”, dice. Según sus datos, desde el inicio de la pandemia en Insurgentes aumentó un 40% el número de ciclistas diarios al pasar de unos 1.800 a más de 3.000. Otro ejemplo es la avenida de la Reforma, la elegante arteria que discurre frente al castillo de Chapultepec y las embajadas de Estados Unidos o Japón, entre otras, que pasó de contabilizar 120 ciclistas al día en 2008 a más de 5.000 este año.
Hasta 1930 la capital de México era una cuidad de poco más de un millón de habitantes con avenidas y parques bien diseñados donde la bici era habitual. La llegada en 1952 del fabricante italiano Giacinto Benotto, fundador de una de las marcas más vendidas del país, impulsó una industria nacional que vivió su época dorada. De aquel tiempo es Bimex, una de las fábricas de bicicletas más antiguas del país, adquirida por Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo, en 1986.
Con la llegada “de la modernidad y el progreso social”, como dice el candidato del PRI en la película La ley de Herodes, en los años sesenta el coche irrumpió con fuerza. A los Juegos Olímpicos se unió el bum petrolero, la bonanza económica y el famoso “administrar la abundancia” del presidente López Portillo, que dieron paso a una capital volcada en las infraestructuras que levantó sofisticados puentes, ejes viales y anillos de circunvalación para prepararse ante la masiva llegada del vehículo.
El coche se impuso como símbolo de estatus social y, poco a poco, fue orillando “a la bicicleta, que quedó para los jodidos”, dice Paco Santamaría, un usuario que diariamente iba de Polanco a San José Insurgentes en coche, pero decidió venderlo para reducir gastos después de tener que cerrar sus oficinas debido a la pandemia. “Durante mucho tiempo se utilizó la expresión ‘pueblo de bicicletero’ en referencia a los municipios subdesarrollados en contraste con la modernidad de la capital”, señala Santamaría. “Pero a mi edad, esas cosas ya no me afectan”, añade.
En el extremo norte de Insurgentes, la estación de Buenavista es un símbolo de eficacia que integra tren de cercanías, autobús y bicicleta. A la vieja estación del norte de la ciudad llegan cada día decenas de trenes del extrarradio. Desde la periferia de cemento, antenas y tinacos llegan miles como Alejandro Almaraz, de 42 años.
Almaraz vive en Tultepec, un municipio a 40 kilómetros de Ciudad de México, y gracias al biciestacionamiento puede tener dos bicicletas. Una que le lleva de su casa a la estación de Tultepec y otra con la que se mueve por la capital hacia su trabajo en una agencia de publicidad. Su objetivo es claro: reducir gastos. “Ha subido mucho el transporte, pero gracias a la bicicleta logro ahorrar casi 10 pesos todos los días. Al principio me guardaba el dinero del pasaje, y con ese dinero, un año después, pude ahorrar para comprar las bicicletas que tengo ahora”, dice. “Si hiciera en carro ese trayecto, tardaría dos horas y gastaría 200 pesos (unos 8 euros) de gasolina; sin embargo, de esta forma tardo una hora y 10 minutos y gasto unos 37 pesos (1,50 euros)”, explica apoyado en su modesta bicicleta.
Cuando se reúnen los alcaldes de las principales ciudades del mundo, la alcaldesa de Ciudad de México, Sheinbaum, siempre dice que la megalópolis pospandémica será más participativa, más humana, con mejores sistemas de salud y enfocada a la movilidad. El resurgimiento de la bicicleta ha logrado unir esos cuatro conceptos en un objeto con dos siglos de vida.
En la calle de San Pablo, la calle del Centro Histórico donde se concentra el gremio de las dos ruedas, Valeria Sánchez, dueña de la tienda Bicla Bike, admite que la pandemia ha sido como la lotería para el sector. “El 2 de abril obligaron a cerrar todos los negocios, pero llegaba gente a cualquier hora a la tienda o nos llamaban y la demanda crecía y crecía, así que empezamos a vender bicicletas a puerta cerrada”, dice sobre la nueva edad de oro. Antes de la pandemia vendía 10 bicicletas diarias y ahora vende entre 15 y 20. “Ya no es un lujo, es una necesidad”, resume.
Con manchas de aceite hasta las cejas, Rolando Morales ajusta desde el suelo un cambio de marchas recién comprado. Morales ha improvisado en plena calle un taller en el que emplea a su cuñado, a un amigo y a su esposa, que coloca sin descanso radios en las ruedas. Incluso un hombre en silla de ruedas hace fila esperando su turno. “Yo era mecánico eléctrico, pero el carro ya no jala, no tengo clientes; en cambio, mire aquí qué bien me va”, dice señalando a la media docena de clientes que aguardan pacientemente. Poco a poco, Ciudad de México sale de la unidad de cuidados intensivos después de un año que permitió descubrir que para recuperar a un enfermo hay terapias con caballos, con delfines y con bicicletas.
Una de las principales causas de muerte en el mundo son los accidentes de tránsito. Según datos de la Organización Mundial de la Salud al año mueren en el mundo cerca de 1 millón 200 mil personas a causa de accidentes de tránsito. Esto representa la principal causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. En gran medida esto se debe a que las ciudades han dado prioridad al auto. Peatones y ciclistas son vulnerables y se encuentran totalmente desprotegidos por la falta de infraestructura y políticas que propicien condiciones seguras para circular por la ciudad. En los últimos meses hemos visto un aumento en los atropellamientos y agresiones a ciclistas. Simplemente en la Ciudad de México se tiene reporte de 22 ciclistas muertos; mientas que en Guadalajara, los registros de Bicicleta Blanca indican que van 27 ciclistas muertos en lo que va del año. ¿Qué podemos hacer como ciudadanos para promover una ciudad biciamigable y evitar más muertes que son totalmente prevenibles?
La realidad de muchas de nuestras ciudades
Muchas de nuestras autoridades no usan la bicicleta, por lo tanto no entienden las necesidades de quienes nos movemos en bicicleta.
La inversión en temas de movilidad no motorizada es mínima. Según datos del Diagnóstico de Inversiones en Movilidad en las Zonas Metropolitanas de México elaborado por ITDP México, en el 2014 se invirtió el 83% de los recursos federales destinados a movilidad urbana en ampliaciones y mantenimiento a infraestructura para el coche. Por otro lado únicamente el 1% se destino a movilidad no motorizada.
La infraestructura ciclista es deficiente, peligrosa, fuera de norma y con poca interconexión.
Existe una enorme carencia en políticas y reglamentación que ayude a crear un ambiente seguro para peatones y ciclistas. Además de que no siempre se hace valer la ley.
No existen campañas de información y difusión en temas de educación vial. No sabemos manejar, no sabemos andar en bici, no sabemos caminar. ¡No existe una cultura vial!
5 maneras en las que tú y yo podemos generar una ciudad biciamigable
1. Siendo ciudadanas y ciudadanos participativos
Hay que informarnos e involucrarnos en las decisiones que se toman comenzando desde nuestro barrio. Una manera efectiva de lograr un cambio en la ciudad es iniciando desde nuestra calle. Hay que ser reflexivos y propositivos ante la problemática de nuestra comunidad. Hay que exigir a nuestras autoridades que hagan su trabajo.
2. Formando comunidad
Bien lo dice el dicho: “la unión hace la fuerza”. La participación ciudadana es creada por los mismos ciudadanos a través de la organización y la unión para amplificar su voz. ¡Todos tenemos algo que aportar! Busca alguna agrupación en tu comunidad que trabaje en temas de movilidad y participa con ellos.
3. Siendo ciudadanas y ciudadanos preparados
Si eres urbanista, arquitecto, ingeniero prepárate y aplica tus conocimientos para generar la ciudad que realmente quieres. No sólo los profesionistas en temas de movilidad pueden participar. Todos podemos investigar los casos de éxito que se han dado en otras ciudades del mundo como Holanda, Portland, Londres y sacarle jugo a nuestras habilidades para aplicar lo aprendido en nuestro propio entorno.
4. Generando propuestas
Para acercarnos más a la ciudad que queremos no basta con quejarnos. Parte fundamental de la transformación debe ser la formulación de propuestas viables desde la ciudadanía y para la ciudadanía. Nadie mejor que nosotros conocemos las problemáticas, las necesidades y las posibles soluciones.
5. Creando conciencia
Siempre que te subas a la bici piensa que eres un embajador de la bicicleta. Una manera de generar conciencia es a través del ejemplo. Muévete en bici de manera responsable, respeta los sentidos de las calles, no pedalees sobre las banquetas. Comparte con tus amigos, familiares y colegas la importancia de medios de transporte alternativos al auto. Aprovecha las redes sociales para atraer atención hacia la problemática e incluye enlaces en los que tus contactos puedan informarse más sobre el problema y posibles soluciones.
5 maneras en las que tú y yo podemos generar una ciudad biciamigable
1. Siendo ciudadanas y ciudadanos participativos
Hay que informarnos e involucrarnos en las decisiones que se toman comenzando desde nuestro barrio. Una manera efectiva de lograr un cambio en la ciudad es iniciando desde nuestra calle. Hay que ser reflexivos y propositivos ante la problemática de nuestra comunidad. Hay que exigir a nuestras autoridades que hagan su trabajo.
2. Formando comunidad
Bien lo dice el dicho: “la unión hace la fuerza”. La participación ciudadana es creada por los mismos ciudadanos a través de la organización y la unión para amplificar su voz. ¡Todos tenemos algo que aportar! Busca alguna agrupación en tu comunidad que trabaje en temas de movilidad y participa con ellos.
3. Siendo ciudadanas y ciudadanos preparados
Si eres urbanista, arquitecto, ingeniero prepárate y aplica tus conocimientos para generar la ciudad que realmente quieres. No sólo los profesionistas en temas de movilidad pueden participar. Todos podemos investigar los casos de éxito que se han dado en otras ciudades del mundo como Holanda, Portland, Londres y sacarle jugo a nuestras habilidades para aplicar lo aprendido en nuestro propio entorno.
4. Generando propuestas
Para acercarnos más a la ciudad que queremos no basta con quejarnos. Parte fundamental de la transformación debe ser la formulación de propuestas viables desde la ciudadanía y para la ciudadanía. Nadie mejor que nosotros conocemos las problemáticas, las necesidades y las posibles soluciones.
5. Creando conciencia
Siempre que te subas a la bici piensa que eres un embajador de la bicicleta. Una manera de generar conciencia es a través del ejemplo. Muévete en bici de manera responsable, respeta los sentidos de las calles, no pedalees sobre las banquetas. Comparte con tus amigos, familiares y colegas la importancia de medios de transporte alternativos al auto. Aprovecha las redes sociales para atraer atención hacia la problemática e incluye enlaces en los que tus contactos puedan informarse más sobre el problema y posibles soluciones.
Aunque no lo creas las calles de los Países Bajos también fueron peligrosas para el ciclista. En 1971 se registraron 3,300 muertes en ese país, en donde 400 fueron menores de edad. Protestas por las numerosas muertes aunado a una crisis petrolera propiciaron que el gobierno impulsara políticas que incentivaron el uso de la bici y otros medios de transporte. Pero, en gran medida fue la organización y participación de la ciudadanía la que logro el cambio. El resultado fue que para el 2010 el numero de menores muertos en accidentes de tránsito disminuyo de 400 a 14.
¡A nosotros nos toca trabajar por una ciudad más humana y todos, sin excepción, tenemos mucho que aportar! ¿Estás listo?
El Día Mundial de la Bicicleta, se celebra el 3 de junio de cada año, gracias a un decreto de la ONU, proclamado en el año 2018. El objetivo esencial de conmemorar esta fecha es darle más protagonismo a un medio de transporte como es la bicicleta y que el mismo pueda servir para paliar un poco la crisis del mundo actual debido a la contaminación y al cambio climático que está experimentando el planeta.
El uso de la bicicleta para vivir en un planeta más sostenible
En el pasado, la bicicleta representó un importante medio de transporte, sin embargo, en el mundo moderno, se ha transformado en una necesidad. No cabe duda, que, en estos tiempos, gracias a los avances tecnológicos, existen vehículos innovadores, súper equipados, pero que se han convertido en una verdadera amenaza para la vida en el planeta, ya que expulsan agentes altamente contaminantes.
Todo lo contrario a las tradicionales bicicletas, un sencillo, práctico y ecológico económico medio de transporte que puede traer beneficios para la salud y ayudar a disminuir los elevados índices de contaminación que afectan a La Tierra.
Así mismo, la bicicleta, se puede transformar en un excelente medio para la práctica del deporte ya que su impacto sobre el medio ambiente es 100% natural, a diferencia del que producen otros vehículos como los coches, las motocicletas o los microbuses o autobuses. En pocas palabras, un medio totalmente sostenible para los seres humanos.
Las competiciones ciclistas más importantes del mundo
Sin duda, hablar de bicicletas nos hace pensar en las competiciones de ciclismo a nivel internacional. Aunque la celebración de este día trata de universalizar la bici como medio de transporte en las ciudades para la mayor cantidad de gente posible, lo cierto es que muchos de nosotros hemos disfrutado de ver el Giro de Italia, o el Tour Francia, y ello nos ha animado a coger la bici. Los ciclistas profesionales nos han inspirado y nos han hecho ver que la bici es un medio de transporte con el que de pueden acortar muchas distancias.
Si hablamos de competiciones de ciclismo a nivel internacional, hay tres que cada año gozan de la aceptación de miles de personas en todo el mundo. La primera de ellas, es el Tour de Francia, un torneo que dura tres semanas, llenas de total adrenalina tanto para los competidores como para la afición. En ella participan ciclistas de todo el mundo.
Las otras dos competiciones de mayor relevancia son el Giro de Italia y la Vuelta a España. A estas le siguen otros torneos que también tienen bastante prestigio como es el campeonato del mundo, que sólo duran un día y que cada año es celebrado en una ciudad distinta del globo. Finalmente están las competiciones clásicas de primavera, como la llamada Milán- San Remo o la Paris-Roubaix.
El mejor ciclista de la historia
En toda la historia del ciclismo han existido grandes competidores del ciclismo, pero sin lugar a dudas, el que ha marcado un antes y un después en este apasionante deporte, ha sido el mundialmente conocido ciclista belga llamado Eddy Merckx.
Este deportista rompió todos los récords, ya que obtuvo la victoria en las tres competiciones más importantes del ciclismo mundial como la Vuelta a España, el Giro de Italia y el Tour de Francia. Hazaña que consiguió en distintas temporadas.
Así mismo, logró ganar varios campeonatos mundiales de ciclismo en ruta como el Heerlen en Holanda, Mendrisio en Suiza y el Montreal en Canadá.
¿Cómo celebrar este día?
Para celebrar este día sólo bastará que realices un poco de ejercicio físico usando para ello tu bicicleta. Quizás hace rato que la tenías guardada sin darle el debido uso. Aprovecha entonces para hacer un poco de deporte o simplemente darte un paseo al aire libre y disfrutar del placer del contacto con la naturaleza.
Por qué el ‘Día de la Bicicleta’ ya no se celebra el 19 de abril: un químico, las drogas y la ONU tienen la respuesta
Las bicicletas cada vez son más importantes en el ámbito de la movilidad urbana. Son un sistema de transporte limpio, cómodo y rápido. Y también una forma exigente pero divertida de hacer deporte. Es decir, la bici tiene cualidades e importancia de sobra para que tenga su celebración internacional, es decir, un Día Internacional. Esa efeméride, antes de 2018, era todos los 19 de abril, sin embargo, el pasado año la ONU decidió que el día Internacional de la Bicicleta se celebrase el 3 de Junio. ¿Por qué? Pues el motivo por el que se había escogido el 19 de abril no era el más adecuado.
El Día Internacional de la Bicicleta comenzó a celebrarse el 19 de abril a raíz de una experiencia mística de Albert Hofmann, el químico suizo que fue el primero en sintetizar, ingerir y experimentar con los efectos del LSD. Corría el año 1943 y Hofmann estaba experimentando con esta sustancia desde su laboratorio y decidió tomar una pequeña cantidad. Al comienzo, no notó nada, pero en su trayecto de vuelta a casa -en bicicleta- el químico comenzó a experimentar los efectos del ácido lisérgico.
Este lúdico viaje en bicicleta de Albert Hofmann es solo una parte del motivo por el que el Día Internacional de la Bicicleta comenzó a celebrarse el 19 de abril. Porque la razón que provocó la celebración fue la acción de Thomas B. Roberts, un profesor de la Universidad del Norte de Illinois que en 1985 celebró con sus alumnos un día de la bicicleta, conmemorado el espirituoso viaje del Hofmann. Con el paso del tiempo y con la ayuda de Internet se internacionalizó el día.
La ONU establece el Día Internacional de la Bicicleta el 3 de junio
Hasta el año pasado, la ONU no intervino en la celebración del Día Internacional de la Bicicleta. Lo hizo en la 82ª sesión plenaria de la Asamblea General del 12 de abril de 2018, cuando se estableció como Día Mundial de la Bicicleta el 3 de junio.
La ONU explica que la bicicleta es un medio de transporte sostenible, sencillo, asequible, fiable, limpio y ecológico que contribuye a la gestión ambiental y beneficia la salud; que la bici puede servir como instrumento para el desarrollo, no solo como medio de transporte, sino también al facilitar el acceso a la educación, la atención de la salud y el deporte; que la relación entre la bicicleta y su usuario fomenta la creatividad y la participación social; asimismo, permite al ciclista conocer de primera mano el entorno local; y que es un símbolo del transporte sostenible y transmite un mensaje positivo para fomentar el consumo y la producción sostenibles; además, repercute beneficiosamente en el clima.
Practicar actividades deportivas de intensidad moderada, como caminar, montar en bicicleta o hacer deporte, tiene grandes beneficios para la salud. El deporte no tiene edad. Los beneficios son mayores que los posibles daños. Realizar cualquier tipo de actividad física es mejor que nada. Mantenerse activo a lo largo del día ayuda a mantener y alcanzar los niveles de actividad recomendados.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), ofrecer una infraestructura segura para las actividades físicas, como cambiar o andar en bicicleta, es el camino para alcanzar una mayor equidad en materia de salud. Para los sectores urbanos más pobres, que no pueden permitirse vehículos propios, ir a pie o en bici se puede convertir en su medio de transporte. Al mismo tiempo pueden reducir el riesgo de contraer enfermedades cardíacas, accidentes cerebrovasculares, ciertos tipos de cáncer, diabetes e incluso la muerte. La mejora del transporte activo (caminar, montar en bicicleta o usar el transporte público) no es por tanto solo una cuestión de salud, puede suponer una mayor equidad y eficacia en cuanto a los costes tambien.
Satisfacer las necesidades de estos ciclistas y peatones sigue siendo, por tanto, crucial para solucionar los problemas de movilidad de las ciudades, para mitigar el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero debido al crecimiento de la población y para mejorar la calidad del aire y la seguridad vial.
Ciclismo y desarrollo sostenible
El Día Mundial de la Bicicleta llama la atención sobre los beneficios de usar la bicicleta, un medio de transporte simple, asequible, limpio y ambientalmente sostenible. La bicicleta contribuye a un aire más limpio y menos congestión y hace que la educación, la atención de la salud y otros servicios sociales sean más accesibles para las poblaciones más vulnerables.Un sistema de transporte sostenible que promueva el crecimiento económico, reduzca las desigualdades y refuerce la lucha contra el cambio climático es fundamental para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Antecedentes
Reconociendo la singularidad, la longevidad y la versatilidad de la bicicleta, que lleva en uso dos siglos, y que constituye un medio de transporte sostenible, sencillo, asequible, fiable, limpio y ecológico que contribuye a la gestión ambiental y beneficia la salud, la Asamblea General decidió declarar el 3 de junio como Día Mundial de la bicicleta.
Alienta a los interesados a poner de relieve y promover el uso de la bicicleta como medio para fomentar el desarrollo sostenible, reforzar la educación de los niños y los jóvenes, incluida la educación física, promover la salud, prevenir las enfermedades, fomentar la tolerancia, el entendimiento y el respeto y facilitar la inclusión social y la cultura de paz.
La Asamblea General valora positivamente la organización de marchas de bicicletas para fortalecer la salud física y mental y el bienestar, y desarrollar, así, una cultura de la bicicleta en la sociedad.
Mensaje del Secretario General para 2021
La bicicleta es sinónimo de libertad y también de diversión. Es buena para la salud, tanto física como mental, y también para nuestro planeta, el único que tenemos. Es popular y práctica, nos ayuda a hacer ejercicio y nos lleva no solo a la escuela, las tiendas y el trabajo, sino también a un futuro más sostenible.
El Día Mundial de la Bicicleta celebra esta gran versatilidad y destaca la importancia del transporte no motorizado para lograr los Objetivos de Desarrollo Sostenible y luchar contra el cambio climático.
Se calcula que hay 1.000 millones de bicicletas en el mundo, casi tantas como automóviles. Las usan todas las generaciones, desde los niños pequeños hasta las personas de edad; una vez aprendes a andar en bicicleta, nunca te olvidas.
Ya antes de la pandemia de COVID-19 eran un modo de transporte crítico, y los programas de bicicletas compartidas, en los que estas se pueden utilizar de manera gratuita o asequible para hacer trayectos cortos, eran cada vez más comunes.
La crisis ha modificado las necesidades de transporte y las conductas conexas y ha llevado a muchas ciudades a repensar sus sistemas de transporte y a dar a la bicicleta un papel crucial como alternativa económica y no contaminante.
Esta mayor apuesta por la bicicleta debe acompañarse de más esfuerzos por mejorar la seguridad vial e integrar la bicicleta en la planificación y el diseño del transporte sostenible. Para ello es fundamental invertir en la infraestructura urbana, también en carriles protegidos y otras medidas para promover la seguridad y contrarrestar la hegemonía de la que disfruta el automóvil desde hace tiempo. Con miras a la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre el Transporte Sostenible, que se celebrará en octubre en Beijing, comprometámonos a fomentar el ciclismo y a mejorar la experiencia de montar en bicicleta.
En este Día Mundial de la Bicicleta, mi mensaje para todas y todos los ciclistas del mundo, ya utilicen la bicicleta para hacer deporte, ejercicio o recados, es este: ¡sigan pedaleando!
DÍA MUNDIAL DE LA BICICLETA: RAZONES PARA CELEBRAR EL 3 DE JUNIO
Una persona se despierta todavía en la oscuridad de su habitación. Es lunes por la mañana y hoy empieza su semana laboral. Una ducha rápida para terminar de desperezarse, un desayuno fugaz. Llaves, cartera, móvil. Ya está lista para enfrentarse al día. Sale de casa y al llegar al portal se acerca a una bicicleta, encadenada todavía, para liberarla y abrirse paso a través de las calles de la ciudad.
¿De qué ciudad? De cualquiera. La silueta de nuestro protagonista, hombre o mujer, puede recortar la Torre Eiffel en París, la Casa Rosada en Buenos Aires, el Templo del Cielo en Pekín o la Catedral de Amberes. Puede que vaya abrigado para combatir el viento que sopla en su cara o puede que vaya con ropa de verano y a un ritmo apaciguado porque el sol ya empieza a calentar. De cualquier manera, esta persona forma parte de una comunidad de mil millones de miembros que, con este sencillo ritual, están contribuyendo a salvar el Planeta de un modo que tal vez ni ellos se imaginan.
Por ellos y para todos se celebra el Día Mundial de la Bicicleta, una fecha que la ONU ha marcado en el calendario el día 3 de junio.
Día Mundial de la Bicicleta, día para el transporte sostenible
En 2018, la Asamblea de Naciones Unidas declaró el 3 de junio como el día Mundial de la Bicicleta, una fecha enmarcada en el Calendario de la sostenibilidad para subrayar la importancia de este medio de transporte por su contribución en el cuidado de la salud de los ciudadanos y la del planeta.
Con la celebración del Día de la Bicicleta, la ONU anima a los países miembros a promover el uso de la bicicleta para fomentar el desarrollo sostenible, promover el ejercicio físico, prevenir enfermedades relacionadas con la contaminación o con el sedentarismo y convertirse en una alternativa viable a medios de transporte contaminantes. Para ello, es preciso desarrollar infraestructuras y planes de seguridad vial que permitan circular por las ciudades de una forma sergura a este medio limpio, sostenible, económico y saludable.
Más de 100 millones de bicis El uso de las dos ruedas es la gran alternativa al congestionado tránsito de las ciudades a lo largo y ancho del globo. ¿Sabías que cada año se venden más de 100 millones de bicicletas en todo el mundo? Es una cifra que cuadriplica los datos de la década de los 70, lo que revela que cada vez hay mayor preocupación por cuidar el planeta.
Cada pedalada que da un ciclista en alguna parte del mundo supone una bocanada de aire para el planeta. Cada metro recorrido sin más ayuda que los pulmones significa un coche menos emitiendo CO₂ a la atmósfera. Cada kilómetro de carril bici que se levanta es una barrera de movilidad que cae.
La bicicleta se queda Bicicletas eléctricas, servicios de bicis públicas, las rutas cicloturistas… Ser sano y respetuoso con el medioambiente es parte de nuestra responsabilidad como ciudadanos. La libertad, rapidez y sensación de bienestar que nos da este medio de locomoción es incomparable a ningún otro, y ya sea para ir a trabajar o como actividad de recreo, la bicicleta está presente en el modo de vida de cientos de millones de personas.
Una bici puede cambiar el mundo y aquí tienes la explicación
¿Hasta qué punto puede una bicicleta cambiar el mundo? ¿Qué función tiene este medio de transporte de dos ruedas más allá de la práctica deportiva? Si no se te ocurre nada pero te ha entrado la curiosidad, sigue leyendo. La realidad es que pocas herramientas tienen un poder transformador tan grande.
El poder transformador de la bicicleta
El mundo occidental ha evolucionado de tal forma en el último siglo que hemos llegado a normalizar muchas cosas que, hace no tanto, eran auténticos lujos. Una bici en nuestro día a día puede ser una alternativa más de transporte –comprometida con el medio ambiente– un divertimento para los más fanáticos y un deporte para los que solo quieran un método para mantenerse en buena forma.
Ahora trata de ponerte en el lugar de un joven estudiante de un país en vías de desarrollo. Él tiene que andar 2 horas todos los días bajo un sol abrasador para llegar a la escuela. ¿Cómo cambiaría su vida una bicicleta? Pues, además de hacerle ganar mucho tiempo, le permitiría llegar a clase más fresco, aprovechando así mejor su educación.
¿Y qué pasa con una doctora de ese mismo país, que deba recorrer los trayectos entre paciente y paciente a pie? Esa profesional de la medicina, con una simple bicicleta, podrá atender a 4 veces más personas cada día.
Por último, ¿qué pasa con un empresario cualquiera? Solo con una bici, tendrá la posibilidad de transportar cargas mucho más pesadas en mucho menos tiempo. De la noche a la mañana, su negocio será capaz de facturar mucho más cada jornada y sus condiciones de vida mejorarán exponencialmente.
Son solo tres ejemplos que permiten ver el poder real de una bicicleta. Tres de ellas, las de los tres casos citados, cambiarían drásticamente decenas de vidas.
World Bycicle Relief, un mundo mejor a través del ciclismo
Todo eso lo pensaron hace años los promotores de la iniciativa World Bicycle Relief. Fue concretamente en el año 2005 cuando pusieron la primera piedra de un proyecto que ya ha repartido la increíble cifra de 371.628 bicicletas en todo el mundo. Cientos de miles de vidas cambiadas.
La bicicleta Buffalo
Las bicis repartidas por World Bicycle Relief son llamadas Buffaloy han sido específicamente diseñadas para ser resistentes, duraderas, eficientes y poder transportar pesos muy elevados. La bici completa pesa 24 kilogramos y puede transportar más de 100. La estabilidad y la capacidad de transitar por caminos rurales, no asfaltados y en difíciles condiciones, son las otras prioridades de sus creadores.
William Shakespeare was a renowned English poet, playwright, and actor born in 1564 in Stratford-upon-Avon. His birthday is most commonly celebrated on 23 April (see When was Shakespeare born), which is also believed to be the date he died in 1616.
Shakespeare was a prolific writer during the Elizabethan and Jacobean ages of British theatre (sometimes called the English Renaissance or the Early Modern Period). Shakespeare’s plays are perhaps his most enduring legacy, but they are not all he wrote. Shakespeare’s poems also remain popular to this day.
Shakespeare’s Family Life
Records survive relating to William Shakespeare’s family that offer an understanding of the context of Shakespeare’s early life and the lives of his family members. John Shakespeare married Mary Arden, and together they had eight children. John and Mary lost two daughters as infants, so William became their eldest child. John Shakespeare worked as a glove-maker, but he also became an important figure in the town of Stratford by fulfilling civic positions. His elevated status meant that he was even more likely to have sent his children, including William, to the local grammar school.
William Shakespeare would have lived with his family in their house on Henley Street until he turned eighteen. When he was eighteen, Shakespeare married Anne Hathaway, who was twenty-six. It was a rushed marriage because Anne was already pregnant at the time of the ceremony. Together they had three children. Their first daughter, Susanna, was born six months after the wedding and was later followed by twins Hamnet and Judith. Hamnet died when he was just 11 years old.
Shakespeare in London
Shakespeare’s career jump-started in London, but when did he go there? We know Shakespeare’s twins were baptised in 1585, and that by 1592 his reputation was established in London, but the intervening years are considered a mystery. Scholars generally refer to these years as ‘The Lost Years’.
During his time in London, Shakespeare’s first printed works were published. They were two long poems, ‘Venus and Adonis’ (1593) and ‘The Rape of Lucrece’ (1594). He also became a founding member of The Lord Chamberlain’s Men, a company of actors. Shakespeare was the company’s regular dramatist, producing on average two plays a year, for almost twenty years.
He remained with the company for the rest of his career, during which time it evolved into The King’s Men under the patronage of King James I (from 1603). During his time in the company Shakespeare wrote many of his most famous tragedies, such as King Lear and Macbeth, as well as great romances, like The Winter’s Tale and The Tempest.
Shakespeare’s Works
Altogether Shakespeare’s works include 38 plays, 2 narrative poems, 154 sonnets, and a variety of other poems. No original manuscripts of Shakespeare’s plays are known to exist today. It is actually thanks to a group of actors from Shakespeare’s company that we have about half of the plays at all. They collected them for publication after Shakespeare died, preserving the plays. These writings were brought together in what is known as the First Folio (‘Folio’ refers to the size of the paper used). It contained 36 of his plays, but none of his poetry.
Shakespeare’s legacy is as rich and diverse as his work; his plays have spawned countless adaptations across multiple genres and cultures. His plays have had an enduring presence on stage and film. His writings have been compiled in various iterations of The Complete Works of William Shakespeare, which include all of his plays, sonnets, and other poems. William Shakespeare continues to be one of the most important literary figures of the English language.
New Place; a home in Stratford-upon-Avon
Shakespeare’s success in the London theatres made him considerably wealthy, and by 1597 he was able to purchase New Place,the largest house in the borough of Stratford-upon-Avon. Although his professional career was spent in London, he maintained close links with his native town.
Recent archaeological evidence discovered on the site of Shakespeare’s New Place shows that Shakespeare was only ever an intermittent lodger in London. This suggests he divided his time between Stratford and London (a two or three-day commute). In his later years, he may have spent more time in Stratford-upon-Avon than scholars previously thought.
Since William Shakespeare lived more than 400 years ago, and many records from that time are lost or never existed in the first place, we don’t know everything about his life. For example, we know that he was baptized in Stratford-upon-Avon, 100 miles northwest of London, on April 26, 1564. But we don’t know his exact birthdate, which must have been a few days earlier.
We do know that Shakespeare’s life revolved around two locations: Stratford and London. He grew up, had a family, and bought property in Stratford, but he worked in London, the center of English theater. As an actor, a playwright, and a partner in a leading acting company, he became both prosperous and well-known. Even without knowing everything about his life, fans of Shakespeare have imagined and reimagined him according to their own tastes, just as we see with the 19th-century family scene at the top of this page.
Primary sources: Shakespeare Documented Visit Shakespeare Documented to see primary-source materials documenting Shakespeare’s life. This online resource of items from the Folger and other institutions brings together all known manuscript and print references to Shakespeare and his works, as well as additional references to his family, in his lifetime and shortly thereafter.
William Shakespeare was probably born on about April 23, 1564, the date that is traditionally given for his birth. He was John and Mary Shakespeare’s oldest surviving child; their first two children, both girls, did not live beyond infancy. Growing up as the big brother of the family, William had three younger brothers, Gilbert, Richard, and Edmund, and two younger sisters: Anne, who died at seven, and Joan.
Their father, John Shakespeare, was a leatherworker who specialized in the soft white leather used for gloves and similar items. A prosperous businessman, he married Mary Arden, of the prominent Arden family. John rose through local offices in Stratford, becoming an alderman and eventually, when William was five, the town bailiff—much like a mayor. Not long after that, however, John Shakespeare stepped back from public life; we don’t know why.
Shakespeare, as the son of a leading Stratford citizen, almost certainly attended Stratford’s grammar school. Like all such schools, its curriculum consisted of an intense emphasis on the Latin classics, including memorization, writing, and acting classic Latin plays. Shakespeare most likely attended until about age 15.
A few years after he left school, in late 1582, William Shakespeare married Anne Hathaway. She was already expecting their first-born child, Susanna, which was a fairly common situation at the time. When they married, Anne was 26 and William was 18. Anne grew up just outside Stratford in the village of Shottery. After marrying, she spent the rest of her life in Stratford.
In early 1585, the couple had twins, Judith and Hamnet, completing the family. In the years ahead, Anne and the children lived in Stratford while Shakespeare worked in London, although we don’t know when he moved there. Some later observers have suggested that this separation, and the couple’s relatively few children, were signs of a strained marriage, but we do not know that, either. Someone pursuing a theater career had no choice but to work in London, and many branches of the Shakespeares had small families.
Shakespeare’s only son, Hamnet, died in 1596 at the age of 11. His older daughter Susanna later married a well-to-do Stratford doctor, John Hall. Their daughter Elizabeth, Shakespeare’s first grandchild, was born in 1608. In 1616, just months before his death, Shakespeare’s daughter Judith married Thomas Quiney, a Stratford vintner. The family subsequently died out, leaving no direct descendants of Shakespeare.
For several years after Judith and Hamnet’s arrival in 1585, nothing is known for certain of Shakespeare’s activities: how he earned a living, when he moved from Stratford, or how he got his start in the theater.
Following this gap in the record, the first definite mention of Shakespeare is in 1592 as an established London actor and playwright, mocked by a contemporary as a «Shake-scene.» The same writer alludes to one of Shakespeare’s earliest history plays, Henry VI, Part 3, which must already have been performed. The next year, in 1593, Shakespeare published a long poem, Venus and Adonis. The first quarto editions of his early plays appeared in 1594. For more than two decades, Shakespeare had multiple roles in the London theater as an actor, playwright, and, in time, a business partner in a major acting company, the Lord Chamberlain’s Men (renamed the King’s Men in 1603). Over the years, he became steadily more famous in the London theater world; his name, which was not even listed on the first quartos of his plays, became a regular feature—clearly a selling point—on later title pages.
Shakespeare prospered financially from his partnership in the Lord Chamberlain’s Men (later the King’s Men), as well as from his writing and acting. He invested much of his wealth in real-estate purchases in Stratford and bought the second-largest house in town, New Place, in 1597.
Among the last plays that Shakespeare worked on was The Two Noble Kinsmen, which he wrote with a frequent collaborator, John Fletcher, most likely in 1613. He died on April 23, 1616—the traditional date of his birthday, though his precise birthdate is unknown. We also do not know the cause of his death. His brother-in-law had died a week earlier, which could imply infectious disease, but Shakespeare’s health may have had a longer decline.
The memorial bust of Shakespeare at Holy Trinity Church in Stratford is considered one of two authentic likenesses, because it was approved by people who knew him. (The bust in the Folger’s Paster Reading Room, shown at left, is a copy of this statue.) The other such likeness is the engraving by Martin Droeshout in the 1623 First Folio edition of Shakespeare’s plays, produced seven years after his death by his friends and colleagues from the King’s Men.
Two households, both alike in dignity, In fair Verona, where we lay our scene, From ancient grudge break to new mutiny, Where civil blood makes civil hands unclean. From forth the fatal loins of these two foes A pair of star-cross’d lovers take their life; Whose misadventured piteous overthrows Do with their death bury their parents’ strife. The fearful passage of their death-mark’d love, And the continuance of their parents’ rage, Which, but their children’s end, nought could remove, Is now the two hours’ traffic of our stage; The which if you with patient ears attend, What here shall miss, our toil shall strive to mend.
SCENE I.Verona. A public place.
Enter SAMPSON and GREGORY, of the house of Capulet, armed with swords and bucklers
(…)
Romeo and Juliet Summary
An age-old vendetta between two powerful families erupts into bloodshed. A group of masked Montagues risk further conflict by gatecrashing a Capulet party. A young lovesick Romeo Montague falls instantly in love with Juliet Capulet, who is due to marry her father’s choice, the County Paris. With the help of Juliet’s nurse, the women arrange for the couple to marry the next day, but Romeo’s attempt to halt a street fight leads to the death of Juliet’s own cousin, Tybalt, for which Romeo is banished. In a desperate attempt to be reunited with Romeo, Juliet follows the Friar’s plot and fakes her own death. The message fails to reach Romeo, and believing Juliet dead, he takes his life in her tomb. Juliet wakes to find Romeo’s corpse beside her and kills herself. The grieving family agree to end their feud.
Act I
Romeo and Juliet begins as the Chorus introduces two feuding families of Verona: the Capulets and the Montagues. On a hot summer’s day, the young men of each faction fight until the Prince of Verona intercedes and threatens to banish them. Soon after, the head of the Capulet family plans a feast. His goal is to introduce his daughter Juliet to a Count named Paris who seeks to marry Juliet.
Montague’s son Romeo and his friends (Benvolio and Mercutio) hear of the party and resolve to go in disguise. Romeo hopes to see his beloved Rosaline at the party. Instead, while there, he meets Juliet and falls instantly in love with her. Juliet’s cousin Tybalt recognises the Montague boys and forces them to leave just as Romeo and Juliet discover one another.
Act II
Romeo lingers near the Capulet house to talk with Juliet when she appears in her window. The pair declare their love for one another and intend to marry the next day. With the help of Juliet’s Nurse, the lovers arrange to marry when Juliet goes for confession at the cell of Friar Laurence. There, they are secretly married (talk about a short engagement).
Act III
Following the secret marriage, Juliet’s cousin Tybalt sends a challenge to Romeo. Romeo refuses to fight, which angers his friend Mercutio who then fights with Tybalt. Mercutio is accidentally killed as Romeo intervenes to stop the fight. In anger, Romeo pursues Tybalt, kills him, and is banished by the Prince.
Juliet is anxious when Romeo is late to meet her and learns of the brawl, Tybalt’s death, and Romeo’s banishment. Friar Laurence arranges for Romeo to spend the night with Juliet before he leaves for Mantua. Meanwhile, the Capulet family grieves for Tybalt, so Lord Capulet moves Juliet’s marriage to Paris to the next day. Juliet’s parents are angry when Juliet doesn’t want to marry Paris, but they don’t know about her secret marriage to Romeo.
Act IV
Friar Laurence helps Juliet by providing a sleeping draught that will make her seem dead. When the wedding party arrives to greet Juliet the next day, they believe she is dead. The Friar sends a messenger to warn Romeo of Juliet’s plan and bids him to come to the Capulet family monument to rescue his sleeping wife.
Act V
The vital message to Romeo doesn’t arrive in time because the plague is in town (so the messenger cannot leave Verona). Hearing from his servant that Juliet is dead, Romeo buys poison from an Apothecary in Mantua. He returns to Verona and goes to the tomb where he surprises and kills the mourning Paris. Romeo takes his poison and dies, while Juliet awakens from her drugged coma. She learns what has happened from Friar Laurence, but she refuses to leave the tomb and stabs herself. The Friar returns with the Prince, the Capulets, and Romeo’s lately widowed father. The deaths of their children lead the families to make peace, and they promise to erect a monument in Romeo and Juliet’s memory.
Romeo and Juliet is a tragedy written by William Shakespeare between 1591-1595, and it remains one of his most popular and frequently performed plays. The romance between Romeo and Juliet has become the foundation for many derivative romantic works and established the title characters as the best known of any young lovers in literature. Shakespeare borrowed from other famous tales written earlier in the sixteenth century but expanded upon the plot and characters to create his own version of the famous story.
The play is set in Verona, Italy, and begins with a scuffle between members the rival families Montague and Capulet. The two families are sworn enemies. The beginning scuffle is between servants of those two houses, and shows that the ill will and animosity of the families runs through the families from the primary members of the family down to their servants.
Capulet, the head of the house of Capulet, has begun receiving interested suitors for his young daughter Juliet. Though her father asks Count Paris, a kinsman of Prince Escalus of Verona, to wait two years for their betrothal, he invites him to attend a Capulet ball. Juliet’s mother and nurse try to convince Juliet that a match with Paris would be a good one.
On the Montague side of the family, young Romeo, Montague’s son, is explaining his recent depression to cousin Benvolio. Romeo feels heartbroken from his unreturned affection towards a Capulet niece named Rosaline. Despite the danger of sneaking into a Capulet ball, Romeo attends, hoping to woo Rosaline. Instead he sees Juliet and falls in love with her instead. When Juliet’s cousin Tybalt finds out Romeo has been at the ball, he has murderous intentions. Juliet’s father discourages the violence, not wanting blood spilt at his home.
After their initial meeting, Juliet secretly professes her love for Romeo who is listening at the bottom of her balcony. As he makes his presence known to her, they imagine their futures together and agree to be married the next day by the Friar Laurence. The Friar hopes their union may reconcile the two feuding families.
Tybalt, still enraged, seeks out Romeo and challenges him to a duel, but Romeo declines the fight, believing Tybalt should be his new kinsman. Romeo’s friend Mercutio takes on the duel on Romeo’s behalf and is mortally wounded. Romeo is wracked with guilt and grief and finally confronts and kills Tybalt. Though Montague argues on his son’s behalf, the Prince exiles Romeo from Verona under penalty of death. Romeo hides in Juliet’s chamber for the night where the consummate their marriage.
Capulet attempts to marry Juliet to Paris and is dismayed when she refuses. Her pleas to her mother to delay the marriage fall upon deaf ears. Going again to the Friar Laurence for help, she obtains a potion that will make her appear to be in a deathlike coma. The Friar tells Juliet he will send a messenger to inform Romeo and that after she is laid in the family crypt she can run away with Romeo.
The message is tragically not relayed to Romeo and he hears instead of her death from his servant. He buys his own poison and goes to her body, running into Paris at the crypt. In the ensuing battle Romeo kills Paris and then drinks the poison to end his own life.
When Juliet awakens to find her lover dead beside her, she ends her own life by stabbing herself with a dagger. The two rival families meet at the tomb to find the lovers and Paris all death. In their grief they are finally guided towards reconciliation by the Friar Laurence.
12 Facts About William Shakespeare’s Romeo and Juliet
It’s safe to say that there are few people on Earth who don’t know the story of Romeo and Juliet. William Shakespeare‘s tragic story of two star-crossed lovers has been adapted hundreds—if not thousands—of times over the years, and not always exactly in the Bard’s own words. There have been musical versions, opera renditions, and more than 100 film and TV versions of the play. While George Cukor’s 1936 film, Franco Zeffirelli’s 1968 movie, and Baz Luhrmann’s modern (for 1996) adaptation are some of the best known big-screen interpretations of the rivalry between the Montagues and the Capulets, West Side Story is yet another take on the tale. What is it about this 16th-century play that has had such a lasting impression on readers and audiences? Read on to find out more about William Shakespeare’s Romeo and Juliet.
1. William Shakespeare wasn’t the first person to write about the Montagues and the Capulets.
The Montagues and the Capulets—the two families at the center of the family rivalry that makes Romeo and Juliet’s love an impossible predicament—were kicking around long before William Shakespeare got a hold of them. In “Divine Comedy,” the epic poem that took Dante more than 10 years to complete, he makes the following reference:
«Come and see, you who are negligent, / Montagues and Capulets, Monaldi and Filippeschi: / One lot already grieving, the other in fear. / Come, you who are cruel, come and see the distress / Of your noble families, and cleanse their rottenness.»
Dante’s “Divine Comedy” was written more than 250 years before Shakespeare was even born.
2. Romeo and Juliet is based on an Arthur Brooke poem.
Cribbing ideas from other writers was a totally normal thing to do back in Shakespeare’s time, so it’s hardly surprising that the story of Romeo and Juliet isn’t exactly an original one. The Bard based his star-crossed lovers on the main characters in Arthur Brooke’s 1562 poem “The Tragicall Historye of Romeus and Juliet.”
Much like Shakespeare’s tale, Brooke’s poem is set in Verona, Italy. According to the British Library, “Brooke’s poem describes the ‘deadly’ feud between two wealthy, noble families—Capulet and Montague. Against this backdrop of ‘blacke hate,’ he tells the ‘unhappy’ tale of a beautiful youth, Romeus Montague, whose heart is entrapped by the wise and graceful Juliet Capulet.”
3. It wasn’t always called Romeo and Juliet.
When it was first published, Romeo and Juliet went by a much more descriptive—and much longer—title : The Most Excellent and Lamentable Tragedy of Romeo and Juliet.
4. The first publication of Romeo and Juliet is thought to be an unauthorized version of the play.
Romeo and Juliet was originally published in 1597, in the First Quarto. But Shakespeare scholars have long argued that this version of the play was not only incomplete, but unauthorized. The 1599 version, published in the Second Quarto, is the version of Romeo and Juliet we all know and love today.
5. The ending of Romeo and Juliet was hardly a surprise.
Romeo and Juliet kicks off with a prologue that tells the reader exactly where the play is going:
Two households, both alike in dignity,
In fair Verona, where we lay our scene,
From ancient grudge break to new mutiny,
Where civil blood makes civil hands unclean.
From forth the fatal loins of these two foes
A pair of star-cross’d lovers take their life;
Whose misadventur’d piteous overthrows
Doth with their death bury their parents’ strife.
The fearful passage of their death-mark’d love,
And the continuance of their parents’ rage,
Which, but their children’s end, nought could remove,
Is now the two hours’ traffic of our stage;
The which if you with patient ears attend,
What here shall miss, our toil shall strive to mend.
So much for suspense! What the prologue does do, however, is set the stage for the actors to fill in the details of the very broad strokes of the play’s first lines.
6. Juliet is just 13 years old.
We know that Romeo and Juliet are a young couple in love—but it’s easy to miss just how young Juliet is. In Act I, Scene III, Lady Capulet says that Juliet is “not [yet] fourteen.” She is actually just about two weeks shy of her 14th birthday. Romeo’s exact age is never given.
7. The couple’s courtship was indeed a whirlwind.
Talk about a whirlwind romance! Given that we know Juliet is just 13 years old, her impetuousness might seem more understandable. But from the time they meet to the time they marry, Romeo and Juliet have known each other less than 24 hours.
8. There is no balcony in Romeo and Juliet’s “balcony scene.”
One of Romeo and Juliet’s most iconic moments is what has become known as “The Balcony Scene,” which occurs in Act II, Scene 2. There’s just one problem: The word balcony is never mentioned in Shakespeare’s play. There’s a good reason for that, too: according to Merriam-Webster, the earliest known usage of the term, originally spelled balcone, didn’t occur until 1618—more than 20 years after Shakespeare wrote Romeo and Juliet. According to the play, the scene takes place at Capulet’s Orchard when “Juliet appears above at a window.”
9. It wasn’t until 1662 that a woman played the role of Juliet.
As anyone who has seen Shakespeare in Loveknows, back in the Bard’s days and up until 1660, all stage roles were performed by men. But in 1662, actress Mary Saunderson stepped onto the stage as Juliet; she is believed to be the first woman to play the iconic role.
10. One writer dared to give Romeo and Juliet a happy ending.
Irish poet and lyricist Nahum Tate, who became England’s poet laureate in 1692, had a penchant for messing around with Shakespeare’s words. In addition to rewriting Shakespeare’s King Lear as 1681’s The History of King Lear—in which he tacked on a happy ending to the tragedy (Cordelia married Edgar)—he did the same with Romeo and Juliet. Unlike his version of King Lear, which became quite popular, his alternate ending for Romeo and Juliet didn’t seem to stick.
11. One theater director eliminated Rosaline from the play altogether.
When we first meet Romeo, it is not Juliet but another woman, Rosaline, upon whom the young lothario has set his sights. But then he meets Juliet and all bets are off. When staging his own version of Romeo and Juliet in 1748, actor/playwright David Garrick opted to lose the Rosaline character altogether as he believed it lessened the impact of Romeo’s love for Juliet and made him seem too “fickle.”
12. Romeo has become shorthand for a male lover.
Romeo and Juliet has had a lasting effect on the English language, including its popularization of words like ladybirdand phrases like wild goose chase. But Romeo, too, has his own dictionary entry: in addition to being defined as “the hero of Shakespeare’s Romeo and Juliet who dies for love of Juliet” by Merriam-Webster, Romeo has also come to mean “a male lover.”
A Summary and Analysis of William Shakespeare’s Romeo and Juliet
Although it was first performed in the 1590s, the first documented performance of Romeo and Juliet is from 1662. The diarist Samuel Pepys was in the audience, and recorded that he ‘saw “Romeo and Juliet,” the first time it was ever acted; but it is a play of itself the worst that ever I heard in my life, and the worst acted that ever I saw these people do.’
Despite Pepys’ dislike, the play is one of Shakespeare’s best-loved and most famous, and the story of Romeo and Juliet is well known. However, the play has become so embedded in the popular psyche that Shakespeare’s considerably more complex play has been reduced to a few key aspects: ‘star-cross’d lovers’, a teenage love story, and the suicide of the two protagonists. In the summary and analysis that follow, we realise that Romeo and Juliet is much more than a tragic love story.
Romeo and Juliet: brief summary
After the Prologue has set the scene – we have two feuding households, Montagues and Capulets, in the city-state of Verona; and young Romeo is a Montague while Juliet, with whom Romeo is destined to fall in love, is from the Capulet family, sworn enemies of the Montagues – the play proper begins with servants of the two feuding households taunting each other in the street.
When Benvolio, a member of house Montague, arrives and clashes with Tybalt of house Capulet, a scuffle breaks out, and it is only when Capulet himself and his wife, Lady Capulet, appear that the fighting stops. Old Montague and his wife then show up, and the Prince of Verona, Escalus, arrives and chastises the people for fighting. Everyone leaves except Old Montague, his wife, and Benvolio, Montague’s nephew. Benvolio tells them that Romeo has locked himself away, but he doesn’t know why.
Romeo appears and Benvolio asks his cousin what is wrong, and Romeo starts speaking in paradoxes, a sure sign that he’s in love. He claims he loves Rosaline, but will not return any man’s love. A servant appears with a note, and Romeo and Benvolio learn that the Capulets are holding a masked ball. Benvolio tells Romeo he should attend, even though he is a Montague, as he will find more beautiful women than Rosaline to fall in love with. Meanwhile, Lady Capulet asks her daughter Juliet whether she has given any thought to marriage, and tells Juliet that a man named Paris would make an excellent husband for her.
Romeo about a fairy named Queen Mab who enters young men’s minds as they dream, and makes them dream of love and romance. At the masked ball, Romeo spies Juliet and instantly falls in love with her; she also falls for him.
They kiss, but then Tybalt, Juliet’s kinsman, spots Romeo and recognising him as a Montague, plans to confront him. Old Capulet tells him not to do so, and Tybalt reluctantly agrees. When Juliet enquires after who Romeo is, she is distraught to learn that he is a Montague and thus a member of the family that is her family’s sworn enemies.
Romeo breaks into the gardens of Juliet’s parents’ house and speaks to her at her bedroom window. The two of them pledge their love for each other, and arrange to be secretly married the following night. Romeo goes to see a churchman, Friar Laurence, who agrees to marry Romeo and Juliet.
After the wedding, the feud between the two families becomes violent again: Tybalt kills Mercutio in a fight, and Romeo kills Tybalt in retaliation. The Prince banishes Romeo from Verona for his crime.
Juliet is told by her father that she will marry Paris, so Juliet goes to seek Friar Laurence’s help in getting out of it. He tells her to take a sleeping potion which will make her appear to be dead for two nights; she will be laid to rest in the family vault, and Romeo (who will be informed of the plan) can secretly come to her there.
However, although that part of the plan goes fine, the message to Romeo doesn’t arrive; instead, he hears that Juliet has actually died. He secretly visits her at the family vault, but his grieving is interrupted by the arrival of Paris, who is there to lay flowers. The two of them fight, and Romeo kills him. Convinced that Juliet is really dead, Romeo drinks poison in order to join Juliet in death. Juliet wakes from her slumber induced by the sleeping draught to find Romeo dead at her side. She stabs herself.
The play ends with Friar Laurence telling the story to the two feuding families. The Prince tells them to put their rivalry behind them and live in peace.
Romeo and Juliet: analysis
How should we analyse Romeo and Juliet, one of Shakespeare’s most famous and frequently studied, performed, and adapted plays? Is Romeo and Juliet the great love story that it’s often interpreted as, and what does it say about the play – if it is a celebration of young love – that it ends with the deaths of both romantic leads?
It’s worth bearing in mind that Romeo and Juliet do not kill themselves specifically because they are forbidden to be together, but rather because a chain of events (of which their families’ ongoing feud with each other is but one) and a message that never arrives lead to a misunderstanding which results in their suicides.
Romeo and Juliet is often read as both a tragedy and a great celebration of romantic love, but it clearly throws out some difficult questions about the nature of love, questions which are rendered even more pressing when we consider the headlong nature of the play’s action and the fact that Romeo and Juliet meet, marry, and die all within the space of a few days. Below, we offer some notes towards an analysis of this classic Shakespeare play and explore some of the play’s most salient themes.
It’s worth starting with a consideration of just what Shakespeare did with his source material. Interestingly, two families known as the Montagues and Capulets appear to have actually existed in medieval Italy: the first reference to ‘Montagues and Capulets’ is, curiously, in the poetry of Dante (1265-1321), not Shakespeare.
In Dante’s early fourteenth-century epic poem, the Divine Comedy, he makes reference to two warring Italian families: ‘Come and see, you who are negligent, / Montagues and Capulets, Monaldi and Filippeschi / One lot already grieving, the other in fear’ (Purgatorio, canto VI). Precisely why the families are in a feud with one another is never revealed in Shakespeare’s play, so we are encouraged to take this at face value.
The play’s most famous line references the feud between the two families, which means Romeo and Juliet cannot be together. And the line, when we stop and consider it, is more than a little baffling. The line is spoken by Juliet: ‘Romeo, Romeo, wherefore art thou Romeo?’ Of course, ‘wherefore’ doesn’t mean ‘where’ – it means ‘why’.
But that doesn’t exactly clear up the whys and the wherefores. The question still doesn’t appear to make any sense: Romeo’s problem isn’t his first name, but his family name, Montague. Surely, since she fancies him, Juliet is quite pleased with ‘Romeo’ as he is – it’s his family that are the problem. Solutions have been proposed to this conundrum, but none is completely satisfying.
There are a number of notable things Shakespeare did with his source material. The Italian story ‘Mariotto and Gianozza’, printed in 1476, contained many of the plot elements of Shakespeare’s Romeo and Juliet. Shakespeare’s source for the play’s story was Arthur Brooke’s The Tragical History of Romeus and Juliet (1562), an English verse translation of this Italian tale.
The moral of Brooke’s tale is that young love ends in disaster for their elders, and is best reined in; Shakespeare changed that. In Romeo and Juliet, the headlong passion and excitement of young love is celebrated, even though confusion leads to the deaths of the young lovers. But through their deaths, and the example their love set for their parents, the two families vow to be reconciled to each other.
Shakespeare also makes Juliet a thirteen-year-old girl in his play, which is odd for a number of reasons. We know that Romeo and Juliet is about young love – the ‘pair of star-cross’d lovers’, who belong to rival families in Verona – but what is odd about Shakespeare’s play is how young he makes Juliet. In Brooke’s verse rendition of the story, Juliet is sixteen. But when Shakespeare dramatised the story, he made Juliet several years younger, with Romeo’s age unspecified. As Lady Capulet reveals, Juliet is ‘not [yet] fourteen’, and this point is made to us several times, as if Shakespeare wishes to draw attention to it and make sure we don’t forget it.
This makes sense in so far as Juliet represents young love, but what makes it unsettling – particularly for modern audiences – is the fact that this makes Juliet a girl of thirteen when she enjoys her night of wedded bliss with Romeo. As John Sutherland puts it in his (and Cedric Watts’) engaging Oxford World’s Classics: Henry V, War Criminal?: and Other Shakespeare Puzzles, ‘In a contemporary court of law [Romeo] would receive a longer sentence for what he does to Juliet than for what he does to Tybalt.’
There appears to be no satisfactory answer to this question, but one possible explanation lies in one of the play’s recurring themes: bawdiness and sexual familiarity. Perhaps surprisingly given the youthfulness of its tragic heroine, Romeo and Juliet is shot through with bawdy jokes, double entendres, and allusions to sex, made by a number of the characters.
These references to physical love serve to make Juliet’s innocence, and subsequent passionate romance with Romeo, even more noticeable: the journey both Romeo and Juliet undertake is one from innocence (Romeo pointlessly and naively pursuing Rosaline; Juliet unversed in the ways of love) to experience.
In the last analysis, Romeo and Juliet is a classic depiction of forbidden love, but it is also far more sexually aware, more ‘adult’, than many people realise.
A lovestruck Romeo sang the streets a serenade Laying everybody low with a love song that he made Finds a streetlight, steps out of the shade Says something like, «You and me, babe, how about it?»
Juliet says, «Hey, it’s Romeo, you nearly gave me a heart attack» He’s underneath the window, she’s singing, «Hey, la, my boyfriend’s back You shouldn’t come around here singing up at people like that Anyway, what you gonna do about it?»
«Juliet, the dice was loaded from the start And I bet, and you exploded into my heart And I forget, I forget the movie song When you gonna realize it was just that the time was wrong, Juliet?»
Come up on different streets, they both were streets of shame Both dirty, both mean, yes, and the dream was just the same And I dreamed your dream for you and now your dream is real How can you look at me as if I was just another one of your deals?
When you can fall for chains of silver you can fall for chains of gold You can fall for pretty strangers and the promises they hold You promised me everything, you promised me thick and thin, yeah Now you just say «Oh, Romeo, yeah, you know I used to have a scene with him»
«Juliet, when we made love, you used to cry You said ‘I love you like the stars above, I’ll love you ‘til I die’ There’s a place for us, you know the movie song When you gonna realize it was just that the time was wrong, Juliet?
«I can’t do the talks like they talk on the TV And I can’t do a love song like the way it’s meant to be I can’t do everything but I’ll do anything for you I can’t do anything except be in love with you
And all I do is miss you and the way we used to be All I do is keep the beat, the bad company All I do is kiss you through the bars of a rhyme Julie, I’d do the stars with you any time
«Juliet, when we made love you used to cry You said ‘I love you like the stars above, I’ll love you ‘til I die’ There’s a place for us you know the movie song When you gonna realize it was just that the time was wrong, Juliet?»
And a lovestruck Romeo, he sang the streets a serenade Laying everybody low with a love song that he made Find a convenient streetlight, steps out of the shade He says something like, «You and me, babe, how about it?»