Francisco Ibáñez, maestro del humor
Corrían los primeros días del año 1958 cuando vieron la luz, en las páginas de la revista Pulgarcito, dos estrambóticos personajes: un detective con un atuendo a lo Sherlock Holmes y su ayudante, un hombre larguirucho vestido de negro. Eran la versión primitiva de Mortadelo y Filemón, dos de los más queridos personajes del humor español a lo largo de más de 60 años.
Su creador, Francisco Ibáñez, llevaba ya unos años dedicándose al tebeo; palabra castiza que él afirma preferir en lugar de “cómic” y que remite a la longeva revista española TBO. Nacido el 15 de marzo de 1936 en Barcelona, desde pequeño fue un amante de las historietas y a los once años ya publicó algunas para la revista infantil Chicos. En 1952 empezó a compaginar su trabajo como botones en el Banco Español de Crédito con la publicación de historietas para diversas revistas y suplementos de periódicos barceloneses.
Tal fue su éxito que al cabo de pocos años ya ganaba más con sus publicaciones que con su trabajo en el banco, por lo que se volcó completamente en el dibujo. Aunque en sus primeros tiempos Ibáñez trabajó para diversas revistas, en 1958 empezó a dibujar en exclusiva para la editorial Bruguera, una prolífica relación que duraría casi 30 años y que terminaría en un agrio divorcio cuando en 1985 la casa se quedó con los derechos de publicación de sus personajes.
La gran familia de Ibáñez
Antes de su partida, sin embargo, daría vida en las revistas de esta editorial a sus personajes más famosos: el cegato Rompetechos, el botones Sacarino -inspirado en su propia experiencia en esta profesión y en el cómic belga Spirou-, los “chapuzas” Pepe Gotera y Otilio, los habitantes del loco bloque de pisos situado en el número 13 de la Rue del Percebe y, por supuesto, los que se convirtieron en sus “hijos” más famosos: Mortadelo y Filemón.
Fue en las páginas de la revista Pulgarcito cuando aparecieron por primera vez, aunque por aquel entonces se trataba de historietas cortas y los personajes aún no estaban del todo definidos. Pero a partir de 1969, con la publicación del álbum El sulfato atómico, las historias se hicieron más largas y los protagonistas adquirieron su característico aspecto y personalidad: Mortadelo torpe, despistado y un as de los disfraces; su “jefe” Filemón, más prudente pero víctima de las desgracias ocasionadas por la torpeza del primero; y un estrambótico elenco de secundarios como el Super -superintendente de la T.I.A., una agencia de inteligencia-, que siempre les envía a las misiones más impensables, o el loco profesor Bacterio, cuyos inventos siempre traen problemas.
Mortadelo y Filemón es de lejos la creación más exitosa de Ibáñez, a la que todavía se dedica en la actualidad, tras recuperar sus derechos en 1988 gracias a un acuerdo con Ediciones B, heredera de los títulos de Bruguera. Un éxito que no solo hay que atribuir a su humor y personajes, sino también a la capacidad de su autor por sacar temas de los eventos de la actualidad española y mundial. A lo largo de sus 63 años de vida Mortadelo y Filemón han participado en los mundiales de fútbol, en las Olimpíadas, en la Guerra Fría y en el nacimiento de la Unión Europea, entre otras aventuras; y políticos, artistas, personajes históricos e incluso el propio autor han sido parodiados en sus páginas.
A día de hoy, los torpes agentes secretos de la T.I.A. suman más de 200 aventuras y siguen con la misma vitalidad que en sus inicios, a pesar de todas las desdichas por las que han pasado. Su fama ha tendido a eclipsar al resto de la familia Ibáñez, aunque sus historias han seguido reeditándose a lo largo de los años. Mención especial merece 13, Rue del Percebe por su original concepto, que nos invita a cotillear en la intimidad de los vecinos de un bloque de pisos.
A punto de cumplir 85 años y con más de 100 millones de álbumes vendidos, Francisco Ibáñez se ha convertido en uno de los historietistas españoles más prolíficos y reconocidos. Ha obtenido diversos reconocimientos, como la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes en 2001, y su nombre ha sido propuesto como candidato al Premio Princesa de Asturias en las categorías de Artes o de Letras. A lo largo de casi 70 años de carrera profesional, ha sido tan prolífico como cualquier escritor y sus historias pueden considerarse a menudo un espejo de las bondades y miserias de la sociedad española: un espejo satírico y con un humor gamberro que no pasa de moda, pues como dice el autor, la vida sin humor “sencillamente no sería vida”.
Fuente: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/francisco-ibanez-maestro-humor_16188
Ibáñez, el rey del tebeo
El padre de Mortadelo y Filemón ha dibujado unas 50.000 páginas de esta pareja de cómic que ha marcado a varias generaciones de españoles. Su obra es también una especie de crónica de un país teñida de ficción y realidad a partes iguales. Hoy sigue empuñando el rotulador, asegura, porque siente el cariño de la gente. Visitamos en su guarida a un veterano mago del humor.
Francisco Ibáñez lleva 56 de sus 78 años dando vida a Mortadelo y Filemón, de los que calcula que habrá dibujado unas 50.000 páginas. Así que cuando uno pulsa el timbre y espera a que le abran la puerta en este bloque corriente y moliente de un barrio corriente y moliente de Barcelona, no puede pensar en otras cosas que las relacionadas con el estajanovismo, la producción en cadena y las laboriosas hormigas. Lo primero que ve el visitante son unas gafas; detrás de ellas, un señor simpático, socarrón y vehemente, y detrás de él, estanterías reventadas de tebeos. Ah, y la mesa. La mesa de dibujo. La mesa de dibujo inclinada, junto a la ventana, poblada de plumillas, lápices, bolígrafos, trozos de papel y –aunque no se vean– mundos extraños y pobres diablos protagonistas de cosas que somos todos: la emoción, la tristeza, la impotencia, el dolor y el fulgor, gama/disparate.
Por ahí pululan, por este saloncito años setenta donde pasa sus tardes Francisco Ibáñez, los disfraces de Mortadelo y los mamporros de Filemón. Mortadelo, trasunto en viñetas de la vertiente picaresca de la vida, cruce de caminos entre el Quijote, el Lazarillo y el expolicía Torrente. Filemón, retrato matemático, cruel, de cierto españolito de cuando entonces, que sigue siendo el de ahora, animoso, resignado, victimista y con mala uva. Mortadelo y Filemón, agencia de información, paridos por la mano de Ibáñez en 1958 en el número 1.394 de la revista Pulgarcito, historieta hecha leyenda o, como tituló Antoni Guiral de forma certera su fantástico libro sobre la escuela Bruguera (1945-1963), Cuando los cómics se llamaban tebeos.
Francisco Ibáñez sigue ahí, asomado a la mesa, al dulce potro de tortura, dando a la imprenta páginas y más páginas y álbumes y más álbumes, el último de ellos Mortadelo y Filemón contra Jimmy el cachondo, versión papel de la película del mismo título dirigida por Javier Fesser y recientemente estrenada con el éxito de público que se le auguraba (la tercera, tras La gran historia de Mortadelo y Filemón, del propio Fesser, y Mortadelo y Filemón: misión, salvar la tierra, de Miguel Bardem). ¿Por qué seguir después de 56 años?
–¿Es que, si lo dejara, se aburriría?
–Pues… sí, desde luego a este paso parece que voy a acabar yo antes que los personajes, ¿no? No sé, hay momentos que ya… no sé, uno está cansado, y dices, ¿y para qué?, pero claro, entonces vuelves a ver que la cosa le gusta a la gente y entonces sigues.
Se llama la irresistible inercia del éxito popular, o quién sabe, la irresistible inercia a secas.
Bien lo sabe el padre de Mortadelo, y de Pepe Gotera, y del botones Sacarino, y de 13, Rue del Percebe, y sobre todo de Rompetechos –“mi favorito”, deja caer Ibáñez sin vacilar–, exponente supremo del eterno tebeo español, ese fenómeno de masas que balbucea a mediados de los cincuenta en cabeceras como La Risa o Paseo Infantil, que eclosiona y estalla en los primeros sesenta de la mano de los hermanos Francisco y Pantaleón Bruguera (el uno, republicano; el otro, franquista, ambos empresarios de corte paternalista y absolutamente seguros de lo que perseguían: edificar un imperio y aplastar a la competencia en el sector del tebeo) y que desemboca en el mismísimo hoy: Barcelona, 2014, Ibáñez dibujando, a punto de cumplir 79 años, a Jimmy el Cachondo, el profesor Bacterio, el Súper, Ofelia y nuestros inefables agentes secretos de la T.I.A.
En tiempos no ya de perenne metamorfosis sino de progresiva derrota de lo tangencial y lo analógico a manos de lo virtual y lo digital, bien puede decirse que nada o prácticamente nada ha cambiado para Francisco Ibáñez Talavera (Barcelona, 1936). Sus lapiceros, sus hojas de papel, sus tintas, su imaginación… Nada ha sido fácil en una vida dedicada a construir mundos imaginarios a golpe de viñeta: “Ahí sigo, igual que siempre, bueno, igual no, porque con el paso del tiempo… Mira, en la profesión mía, hacer cinco páginas a la semana es lo normal. Hacer 10 es una heroicidad. Hacer 15 ya es increíble. Y yo durante muchos años hice 20 páginas a la semana. De día, de noche, fines de semana, sin vacaciones, nada, nada, a dibujar todo el rato. La verdad es que en aquellos tiempos la editorial Bruguera nos tenía bastante esclavizados. Era sencillo: querían producir y producir, y producir masivamente, y así reventaban el mercado, reventaban la competencia, que no podía seguir aquel ritmo”.
Ha evitado, hasta donde ha sido posible, figurar en primera línea de fuego en la promoción de la película de Javier Fesser, “se lo ha tenido que comer casi todo el Fesser, el pobre”, comenta no sin que una risilla asome en sus ojos de niño grande. Mortadelo y Filemón, agencia de información (a los que en un principio iba a llamar Mister Cloro y Mister Yesca, agencia detectivesca, o Lentejo y Fideíno, detectives finos) son importantes, pero aún lo es más la familia y la salud. Alerta roja. Y así son hoy las mañanas de Ibáñez: “Por la mañana salgo un rato a pasear, por prescripción facultativa más que nada, porque me dijo el médico que estaba jodidillo y que eso de quedarme quieto todo el día en casa que no podía ser. Así que me puse con el deporte. Me apunté a una piscina de esas de barrio y oye, me hacía 40 piscinas, pero era aburridísimo. El caso es que cuando ya me creía un Mark Spitz, un día, en la calle de al lado, vi cómo una chiquita se hacía cuatro largos en el tiempo en que yo me hacía uno. Me desanimé y lo dejé. Y ahora salgo a caminar, tres cuartos de hora más o menos, y bien”.
Sin tontos registros de nostalgia, pero con mucho respeto y mucho cariño hacia una época y los nombres y apellidos que la habitaron (sus compañeros en Bruguera, Escobar, Peñarroya, Cifré, Vázquez, Raf…), aquel antiguo empleado del Banco Español de Crédito reconvertido en dibujante de chistes para gran cabreo y preocupación de su padre recuerda la vida de entonces. “A las ocho o nueve de la mañana ya me llamaban los de la editorial: ‘¡Ibáñez! ¿Cómo van esas páginas?’. Y cuando las tenía acabadas, pues nada, me metía la carpeta debajo del brazo y me acercaba a entregarlas, un poco como la modista que va a entregar el vestido que ha hecho durante la semana; me pagaban el trabajo de la semana anterior y listos. A veces aprovechaba para comer o tomar algo con algún otro compañero del trabajo que estuviera por allí y luego, hala, vuelta a casa, a volver a sentarte en el taburete y a seguir dibujando”.
–Es increíble el ritmo que llevó durante aquellos años sesenta y setenta, y es increíble que siga trabajando con esa intensidad. ¿No se sintió Francisco Ibáñez explotado, algo así como una vaca lechera a la que le exprimen las ubres sin descanso, o como la gallina de los huevos de oro a la que no se deja descansar?
–En Bruguera así fue, claramente, pero nunca me quejé, nunca dije que me estaban explotando, yo seguía allí sencillamente porque quería. Eso sí, Bruguera siempre se negó a que los autores tuviéramos los derechos de nuestros personajes, se negó en redondo. Los dueños pusieron cláusulas en los contratos que decían que aquellos personajes eran “herramientas de trabajo en poder de la editorial, que pagaba por ello a sus autores”. O sea, que nosotros no teníamos derecho absolutamente a nada. Te decían: “Oiga, Ibáñez, aquí se trata de producir, ¿eh?, y si no lo hace usted, pues lo hará otro, ya sabe”.
Era un tiempo en el que centenares de miles de niños españoles acometían, sin saberlo, su primera iniciación a la lectura desde las páginas de aquellas revistillas que costaban cinco pesetas, que se llamaban Tio Vivo, DDT, Pulgarcito o Din Dan, y que alcanzaban tiradas de 350.000 ejemplares… semanales. Luego vendrían Mortadelo Especial, Mortadelo Gigante, Súper Mortadelo…, había que estrujar a la gallina de los huevos de oro. Otros personajes de autores rivales, como Zipi y Zape, Anacleto, agente secreto, Las hermanas Gilda, Carpanta o Sir Tim O’Theo también triunfaban…, pero la comparación con Mortadelo y Filemón era inviable. Una era, definitivamente, ida. “Todo eso acabó, los tebeos han desaparecido. Hubo un tiempo en el que en los quioscos veías decenas de colecciones. En la historieta realista estaban El Capitán Relámpago, El Capitán Tormenta, El Capitán Trueno… ¡Cada fenómeno atmosférico tenía su propio capitán en forma de tebeo! Y en la cosa cómica, el Pulgarcito, el DDT, el Tio Vivo, el Din Dan, había una cantidad tremenda de títulos y personajes. Hoy no hay nada. Ha desaparecido todo. Sólo han quedado las revistas esas, ¿cómo les llaman? Románticas. De autores de tebeos sólo quedamos Jan, que hace el Superlópez, y yo. Pero de mi época, sólo yo, claro, no queda nadie, coño. Me he quedado solo. Es un poco triste”.
–Bueno, yo no diría que es el último superviviente de los tebeos clásicos; usted es más que eso, es el último superviviente de toda una época y de toda una forma de cultura popular. Usted hizo reír al franquismo, al antifranquismo, al tardofranquismo, al posfranquismo, a la Transición, a la democracia…
–¡Je, je, je! Sí, es un poco así, sí. Y la verdad es que guardo buenos recuerdos de aquellos primeros años, a pesar del franquismo; coño, hoy mucha gente dice: “Qué horror, qué mal está todo”. Pero yo les diría: “Joder, pues menos mal que no tuvisteis que vivir el franquismo, que aquello sí que…”. Pero da igual derecha que izquierda, yo he hecho reír igual a todos. Y también les he metido en las historietas, pero con cuidado, ¿eh?, sin intención de molestar.
–Y además, siempre tocando temas de actualidad. En ese sentido, ha sido usted en cierto modo un poco periodista, ¿no?
–Pues sí, pero estoy pensando que voy a dejar este sistema. Es que en un periódico, pum, pasa algo hoy y mañana ya sale publicado. Pero aquí no, a mí hacer un álbum me cuesta dos meses, entre que lo dibujas, lo entintas, lo mandas a imprimir, etcétera. Así que cuando eso sale a la calle, aquel suceso del que he hablado a lo mejor ya no interesa porque mientras tanto han ocurrido 28.000 cosas más. O directamente el personaje en cuestión se ha ido de este mundo. Una vez hice un álbum que, parodiando lo de El señor de los anillos, se tituló El señor de los ladrillos. El protagonista era un señor muy gordo que vivía en Andalucía y que tenía un equipo de fútbol y un caballo que se llamaba Imperioso…, y cuando estaba en las últimas páginas una mañana veo en el periódico que se ha muerto. ¡Hostia, que se ha muerto! Y ya no lo saqué, claro.
A punto de los 79 años –los cumplirá en marzo–, “a lo que uno aspira es a no molestar demasiado a los demás”, sostiene Francisco Ibáñez, que se esfuerza en quitar hierro a la cosa y en no salirse de madre con respecto a la trascendencia a su obra: “El trabajo mío nunca ha sido de crítica social, económica o política; nada de eso, para eso ya están los que hacen los chistes de los periódicos, que por cierto lo hacen magníficamente, aunque poco a poco también esa tradición va desapareciendo. Yo he hecho y hago historietas. Y les gustan. Los chisteros de la prensa hacen a la gente reflexionar sobre la realidad. Yo les hago evadirse de la realidad”.
Mucho más guionista que dibujante según su propia apreciación de sí mismo, hay algo que le llama la atención: la endémica escasez de buenos contadores de historias en un país que, asegura, en teoría está especialmente dotado para ello. “Hoy ya no hay buenos guionistas. Y me choca, coño, vivimos en un país de gente graciosa, tú vas a una reunión y siempre hay el típico tío con una memoria prodigiosa que te cuenta 48 chistes con una gracia que te despatarras de risa, pero yo no sé qué pasa que luego a la gente le das un lápiz y le pones delante de un papel y ¡pssssst! Y es una cosa general, yo creo que en el cine y en la televisión también pasa esto. Y en la literatura. Hay gente con un estilo literario tremendo…, pero un coñazo. Yo creo que Harold Bloom exagera cuando dice que desde Beckett no hay nada nuevo…, pero es verdad que yo ahora mismo no encuentro nada que me interese demasiado”. Y prosigue en su reivindicación a ultranza de los contadores de historias: “Yo nunca he sido un buen dibujante, ¿eh?, a veces me dicen: ‘Mira, Ibáñez, el dibujante’; y no, a lo sumo Ibáñez, el historietista. Hay gente que sí, que hace viñetas que podían colgarse en el Museo del Prado, o en el Louvre, o en la National Gallery, a mí se me cae la baba viendo lo que hacen. No es mi caso. Pero en cambio, a mí se me han dado siempre bien los guiones, contar historias. Y eso es muy dificilillo, ¿eh? Lo más importante en una historieta es el guion, es lo que atrapa al público. Tú puedes dibujar una página bestial, imponente, barroca, magnífica, pero si el guion no engancha, eso no funcionará. Lo que pasa es que después de 60 años… los temas se agotan. Antes cogías un lápiz y un bloc, te inventabas cuatro sketches y cuatro gags, los ligabas y tenías la historia. Ahora te pones delante del papel en blanco y te preguntas: ‘¿Y qué pongo?”.
Cuando toque corneta la evidencia del paso del tiempo y la llegada del descanso, a Ibáñez le quedarán sus criaturas, lo inventado, lo plasmado en papel y lápiz, tantas mañanas, tantas tardes y tantas noches a bordo del tablero de dibujo. Y más cosas, pero sobre todo una: sus lectores, los de antes y los de ahora, los de siempre, incluidos esos padres que compran tebeos a sus nenes para leerlos ellos. Recuerdos, homenajes al público: “Cuando empecé a hacer sesiones de firma de libros casi todos los que venían eran niños; ahora eso ha cambiado mucho, yo me atrevería a decir casi que vienen más adultos que niños, qué curioso, ¿verdad? Vienen médicos, abogados, arquitectos… y me cuentan cómo, algunos días de esos de nubarrones en la cabeza, se meten por la noche en la cama y cogen un albumito de los míos y acaban el día felices. Yo a veces pienso que a Mortadelo y Filemón los deberían vender en las farmacias, en tubitos, como somníferos”.
Se ve caer ya la tarde frente a la ventana de Francisco Ibáñez, por donde muere la Gran Vía y por donde Barcelona enciende sus luces. Debajo de su casa hay un bar de los de siempre y con lo de siempre, Los Porrillos, se llama, que ya es llamarse. Allí se acodará Ibáñez junto a Mortadelo y junto a Filemón Pi, el putilla y el eterno perdedor. A tomar algo y a preguntarse cosas. Cosas como por qué los vejestorios (o jovenzuelos) gerifaltes de la alta cultura nunca pudieron con los tebeos. “Ha habido siempre un desprecio total hacia los tebeos por parte de la alta cultura; yo me acuerdo de una vez que mi editor me hizo ir al Café Gijón a un encuentro de los autores más vendidos. Yo le dije: ‘No me jodas, ¿qué pinto yo en el Gijón, tú sabes qué autores estarán allí?’. Y bueno, bah, al final fui. Y todavía me acuerdo de ver cómo pasó delante de mí aquel autor de teatro, Buero Vallejo, y me miró como diciendo: ‘Pero ¿qué hace este desgraciao aquí?’. ¡Qué caras ponían al verme!”.
Pero oigan: que le quiten lo bailao, que levante el dedo el que haya vendido en este país más libros que Francisco Ibáñez. Que levante el dedo el que haya propiciado más nuevos lectores que él. Que se levante y se reivindique quien crea que ha llegado a más corazones que Mortadelo.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2015/01/15/eps/1421344370_348305.html
Mortadelo y Filemón, espejo de España
Parte I. Su historia
Es probable que cuando Francisco Ibáñez llegó en 1958 a la Editorial Bruguera con sus ilustraciones bajo el brazo ya no tuviera pelo. El asunto de la calvicie siempre ha estado muy presente en la obra del maestro, tanto en sus personajes como en las recurrentes caricaturas de sí mismo con las que se parodia en algunas de sus historias. De modo que, desde siempre, así lo recuerdan (recordamos) sus seguidores: calvo como una pelota de playa. Contaba solo con 22 años cuando llamó a la puerta de la editorial, pero en el imaginario de sus fans, Ibáñez ya era entonces calvo. Sin duda.
Traía el dibujante un proyecto que consistía en tiras cómicas en blanco y negro de dos detectives bastante torpes. No tenía claro el nombre, así que Ibáñez le comentó al editor que barajaba tres posibilidades: ‘Mr. Cloro y Mr. Yesca, agencia detectivesca’; ‘Ocarino y Pernales, agentes especiales’ y ‘Lentejo y Fideíno, detectives finos’. Al editor le gustaron las historias en una proporción inversa a los nombres, así que decidió inventar unos nuevos: Mortadelo y Filemón, agencia de información.
Nacían así, sin demasiada fanfarria, dos personajes que ya son historia moderna de España. No es una exageración. O sí, pero no importa.
Las primeras andanzas de Mortadelo y Filemón, agencia de información fueron publicadas en la revista infantil Pulgarcito, de Editorial Bruguera. En concreto –dato para fans-, la primera aventura de la historia de Mortadelo y Filemón se publicó el 20 de enero de 1958, en el número 1.394 de Pulgarcito. Su éxito, desde ese momento, fue progresivo y durante los diez años que duró la publicación, las ventas de la revista no dejaron de aumentar.
En aquella década Mortadelo y Filemón eran dos detectives que se encargaban de casos bastante nimios. Para muchos, en esta primera época, la historieta era una parodia de Sherlock Holmes y el doctor Watson, cuyas aventuras estaban muy de moda por entonces. Mortadelo era el único empleado de la agencia, inocente e ingenuo, y Filemón era el jefe, sin sentido del humor y con fijación en reñir a Mortadelo.
Las historias siempre terminaban con una torpeza de manual de Mortadelo y el enfado de Filemón, que a veces se traducía en una persecución para agredirle. En realidad, Filemón lleva agrediendo a Mortadelo más de cincuenta años y pese a ello este último sigue aceptando este tipo de abusos sin quejarse.
En aquella época Mortadelo vestía traje negro con levita (levita que se mantiene hasta la actualidad), con un bombín en la cabeza y un paraguas del que, originariamente, sacaba los disfraces. Filemón –desde el minuto uno, el jefe– usaba un sombrero de fieltro, chaqueta roja y pipa. Estos portes son una de las primeras muestras de genialidad de Ibáñez, ya que nadie vestía así en la España de 1958. El universo particular y único de Mortadelo y Filemón acababa de nacer y ya era reconocible, sobre todo sus detalles de fondo que siguen vigentes hasta hoy: un perro fumando, una araña mareada o un ratón borracho. Cosas en las que ninguno de los personajes repara nunca, porque forma parte de la normalidad de su mundo.
Mortadelo se disfraza desde la segunda historieta, un recurso que se antojará fundamental en las cientos de historias posteriores de los personajes. Se cuenta –aunque nunca fue confirmado por el autor– que la idea de que Mortadelo se disfrazase fue de Manuel Vázquez Gallego, historietista contemporáneo de Ibáñez y amigo del autor. Los disfraces del personaje se van perfeccionando y ganando en complejidad y llegan a alcanzar su culmen cuando Mortadelo se disfraza de universo en El disfraz, cosa falaz (1995).
En realidad, ¿qué hay después del disfraz de universo? ¿Del disfraz de todo, de toda la materia y no materia? Es más, ¿dónde quedaba el universo real, la realidad material una vez Mortadelo se ha disfrazado de ella? ¿Es un universo-disfraz paralelo o abarca en sí mismo la realidad haciendo que sea una suerte de metadisfraz que contiene todo lo demás? Sea como sea, todo un logro por parte de Mortadelo.
Tres años después de su primera publicación, los personajes pierden los sombreros. El dibujo se estiliza y en 1966 adquieren, prácticamente, su aspecto actual. Filemón (del que se conoce el apellido: Filemón Pi) se despoja de su americana y su nariz disminuye. No así la de Mortadelo, que se mantiene poderosa y actúa como soporte a sus extrañas gafas: unas gafas con unas patillas de unos 15 centímetros hacia afuera, de modo que las lentes quedan notablemente separadas del rostro, algo absurdo, inútil, pero que Mortadelo nunca se detiene a pensar ni se plantea arreglar.
En 1969 el éxito es tan meridiano, que Editorial Bruguera decide crear Gran Pulgarcito, una revista más grande y amplia donde las historias cortas de Mortadelo y Filemón se convierten en aventuras largas. La primera historia extensa es el inolvidable El sulfato atómico.
Cuenta con un dibujo detallado y un trazo cuidado que Ibáñez nunca volvería a usar con tanto esmero (si acaso en Valor y… ¡al toro!, en 1970, pero no al mismo nivel). En esta historia la existencia y realidad de Mortadelo y Filemón cambian: ya no son dos detectives en una agencia cutre, ahora son, por primera vez, agentes especiales de la T.I.A. (Agencia de Investigación Aeroterráquea), al servicio del superintendente Vicente (conocido como el Súper) y con el apoyo logístico del profesor Bacterio, un reputado y desastroso científico que dejó calvo crónico a Mortadelo con un crecepelo infalible.
La aventura narra la misión de los dos agentes en Tirania, una república militarizada que –se supone– está en Centroeuropa y cuyo dictador, el general Bruteztrausen, tiene como ambición nada menos que dominar el mundo. Para lograrlo, el general se sirve del sulfato atómico, un invento del profesor Bacterio que, se suponía, iba a servir para eliminar plagas de las cosechas, pero cuyo efecto verdadero (los inventos del profesor Bacterio siempre producen resultados inversos a los pretendidos) es el de agrandar a los insectos hasta el tamaño de un elefante. El Súper, indignado porque Bacterio se haya dejado robar el potingue, envía a Mortadelo y Filemón a recuperarlo. El final, claro, no se debe contar.
A El Sulfato atómico le van a seguir otros clásicos irrenunciables para fans, como Contra el gang del Chicharrón, Safari Callejero (ambas también de 1969); la mencionada Valor y… ¡al toro! y E’ (1970) o Chapeau el ‘esmirriau’, La caja de los diez cerrojos, Magín el mago y ¡A la caza del cuadro! en 1971. Casi todos ellos tienen una estructura similar, con una serie de capítulos cíclicos en los que van resolviendo la misión para al final dar al traste con todo, algo que desencadena la ira del Súper.
Llama la atención la descomunal envergadura de las misiones que les encargan a dos agentes evidentemente torpes (destronar a un dictador, enfrentarse a la mafia italiana, recorrer el mundo en busca de diez llaves escondidas….) y cómo estos se prestan a ejecutarlas sin ningún tipo de garantía para su integridad. Pero en esto ahondaremos enseguida.
El éxito de las aventuras publicadas es tal, que la Editorial Bruguera decide crear en 1970 la revista Mortadelo y en 1971 arranca la colección Olé, tebeos de tapa blanda en el que se editan individualmente cada una de las historietas largas. Los lomos verdes de esta colección y sus portadas ya forman parte de la historia de cualquier treintañero que se precie.
En 1978 hace aparición otro clásico de la Transición: el Súper Humor, tomos de tapa dura en los que se editan dos o tres aventuras largas y que obligaban a pagar el alto peaje de leer a Zipi y Zape si se quería disfrutar de Mortadelo y Filemón.
Cuando arranca la década de los 80, los personajes de Ibáñez saborean la plenitud de su éxito. Incluso trascienden fronteras y se instalan en otros países europeos y latinoamericanos. Mort and Phil en Reino Unido, Paling and Ko en Holanda, Mortadelo e Salaminho en Brasil, Zriki Svargla & Sule Globus en Yugoslavia… y Clever & Smart en Alemania. El país germano fue el más receptivo de todos y el éxito de Mortadelo y Filemón allí fue –y es– casi tan grande como lo ha sido en España. De hecho, Ibáñez publicó en 1981 En Alemania, una aventura dedicada al país en la que los dos agentes recorren la geografía germana en una colección de parodias y estereotipos memorable: en Renania, Ibáñez retrata a los vecinos como unos austeros enfermizos.
El colmo es que Mortadelo y Filemón deben infiltrarse en el club del ahorro donde el tipo que les recibe les dice que solo lee las noches que hay relámpagos y moja el pan en la sombra del huevo frito. “Y solo soy conserje, oiga”. Los miembros del club se leen la mano porque no tienen libros, se sientan en el aire y al preguntarles a Mortadelo y Filemón si quieren tomar algo, se refieren a tomar el aire o tomar la tensión. Por cierto, en este álbum –aquel año– fueron censurados los chistes sobre el Muro de Berlín, al que Mortadelo y Filemón se acercaban por error y eran acribillados a balazos, bombas y granadas al grito de «¡Contraatacan los aliados desembarcados en Normandía!».
La idílica carrera de Ibáñez tropezó en 1985 cuando, tras un enfrentamiento con la Editorial Bruguera, pierde los derechos de sus personajes. El juicio duraría tres años durante los cuales Bruguera encargaría a otros dibujantes seguir realizando aventuras mortadelianas. Así, durante esa época, aparecen historias apócrifas, como A la caza del Chotta o La médium Paquita.
Sin saber exactamente lo que estaba pasando, somos muchos los niños de aquella época a los que algo nos olía mal, muy mal, en aquellas historias de trazo raro y humor desviado. El maestro regresó con sus derechos en 1988 y firmó un nuevo contrato con Ediciones B, del Grupo Zeta, con quien sigue ligado en la actualidad.
En esta nueva etapa Mortadelo y Filemón comienzan a vivir situaciones relacionadas con la actualidad. Sus historias ya no son atemporales y en lugares ficticios: ahora se desarrollan en lugares reales y con personajes que existen de verdad. En este resurgir se publican aventuras como El atasco de influencias, El nuevo cate o Dinosaurios. Para no pocos lectores, estos títulos suponen los últimos grandes clásicos mortadelianos.
En los 90 el estilo de trazo cambia, desaparecen las revistas y ya no existen historias que no estén pegadas a la actualidad. ¡Llegó el euro!, E’ o El carné al punto son la última hornada de historias que perdieron, en opinión de algunos, cierta parte de la esencia que caracterizaba a Mortadelo y Filemón. ¿En qué consiste o consistía esa esencia? Hablemos de ellos. Hablemos del universo paralelo en el que viven Mortadelo y Filemón.
Parte II. Su universo
Lo primero que hay que preguntarse es por qué Mortadelo y Filemón se prestan a llevar la vida que llevan. Dedican su vida a ser agentes encargados de realizar misiones de altísimo riesgo, en la mayoría de ellas se juegan la vida y atraviesan situaciones límite: reciben balazos, granadas, palizas, son atropellados, perseguidos, apresados y torturados. A cambio, reciben un miserable sueldo. Mortadelo y Filemón son pobres. Pobres de solemnidad. Visten siempre igual, compran camisas de quince pesetas y llevan agujeros en los calcetines. No tienen coche. Tampoco tienen casa: viven en una pensión. No siempre comen tres veces al día.
Con todo y con eso, se juegan la vida con encargos inhumanos propios de un boina verde. Por si fuera poco no tienen preparación: no saben pelear, no saben idiomas ni tienen ninguna habilidad especial más allá de la picaresca callejera que enseguida pasaremos a analizar. Y con eso y con todo se les exige lo máximo. Pero se les exige a golpes. Su jefe, el superintendente Vicente, les trata con despotismo. Él es millonario, tiene deportivos de lujo, casa de campo, fuma habanos y colecciona arte moderno. Y los trata a patadas. Les obliga a llevar a cabo sus misiones a la fuerza, apuntándoles con una escopeta o sometiéndoles a torturas (frotar su vientre con un erizo o hacerles ver varias horas seguidas El precio justo).
Mortadelo y Filemón, normalmente, se niegan e incluso huyen a la carrera tras escuchar las órdenes de su superior. Este no les abre un expediente o les echa por el desplante, simplemente encarga que los persigan y los traigan de vuelta. La relación laboral entre Mortadelo y Filemón y el Súper consiste en que este último les obliga a arriesgar su vida a la fuerza, sin recompensa económica y con medios precarios (jamás les proporciona un medio –como mucho les da unas suelas–, siempre tienen que desplazarse como polizones o en autobús de bajísima calidad) y estos terminan siempre aceptando.
Además, si la misión sale mal, el Súper intenta darles una paliza. Todo es esquizofrénico. En ningún momento Mortadelo o Filemón se paran y se plantean lo absurdo de su existencia. No tienen por qué aguantar golpes, miseria y sufrimiento a cambio de nada. Pero lo hacen. Ese es su universo. Su genial, hilarante y tremebundo universo.
La relación entre Mortadelo y Filemón también es asombrosa. Para empezar, se tratan de usted. Llevan décadas trabajando juntos, pero se tratan de usted. Hasta cuando se insultan: «Es usted un pollino» o se amenazan: «Le voy a agujerear el colodrillo». Nunca pierden las formas. En realidad, todo el mundo se trata de usted en el universo mortadeliano. Aunque se eleve la voz y el enfado, el usted se mantiene: «Oiga, eso usted a mí no me lo dice en la calle». Lo del trato de usted es de las pocas cosas que podemos contar de la vida privada de Mortadelo y Filemón.
Aunque en 1998 Ibáñez publicó Su vida privada, un álbum en el que se desvelan algunos detalles desconocidos hasta ese momento, la vida personal de ambos personajes es borrosa, a pesar de conocerlos desde hace más de cincuenta años. Sabemos que la familia de Mortadelo es de pueblo y la de Filemón urbanita. De hecho, en otro giro inexplicable, Filemón tiene relación con la alta sociedad: conoce a condes, duques y burgueses y sabe comportarse en sociedad. Eso, a pesar de que vive de una forma miserable sin que nadie de su entorno le eche un capote.
En 1971 Ibáñez había publicado La historia de Mortadelo y Filemón, pero de nuevo el retrato no es suficiente como para descubrir nada especial. Ese es parte de su encanto: que no está muy claro de dónde salen ni a dónde van estos personajes.
Su lugar de trabajo también es absurdo. ¿Qué es la TIA? ¿Una organización dependiente de qué? Sus agentes son torpes y miserablemente remunerados, pero en cambio la TIA recibe encargos directos del gobierno que les hacen tratar directamente con políticos extranjeros, mercenarios, ejércitos, mafias y supervisar eventos deportivos de primer orden. También les encargan misiones de escolta y hasta de sicarios. Más aún: existen organizaciones enemigas como la ABUELA o la SOBRINA, agencias con sede, perfecta organización y economía que viven –se supone– al margen de la ley. ¿De dónde salen estos entramados? ¿Cómo se financian?
Son respuestas que nunca obtendremos y son preguntas que los personajes jamás se plantean.
La dinámica de sus misiones es reconocible: Mortadelo arguye un plan, Filemón le escucha con emoción, lo ejecutan, fracasa y Filemón sufre terribles accidentes. Acto seguido, Filemón intenta dar una paliza a Mortadelo como represalia. Minutos después, Mortadelo vuelve a proponer otro plan y Filemón lo vuelve a aceptar. Nada ocurre después de las agresiones. Ni del Súper ni entre ellos.
Se dan puñetazos, se arrojan cosas, se tiran por la ventana y se dan todo tipo de golpes espantosos sin que haya absolutamente ningún tipo de rencor, enfado o recordatorio posterior. Golpearse forma parte de su comunicación no verbal normal.
La corrección política no existe: Ibáñez hace chistes con gays, obesas, negros, terroristas árabes, usureros judíos… nadie se libra. Ofelia, la secretaria de la TIA, es una mujer gorda, obsesionada con su imagen, pero esclava de su glotonería y que busca desesperadamente un novio. Un candidato recurrente es Mortadelo, por el que siente un amor-odio polarizado al límite. Mortadelo siempre la humilla. En una ocasión le ofrece un regalo. «Señorita Ofelia, le traigo un pajarito que es su viva imagen». Ofelia desconfía: «Um, ahí llega ese mendrugo calvo», pero enseguida cae rendida. «¿Sí?». «¿Una linda palomita blanca? ¿Un ave del paraíso?», pregunta emocionada. «No, una cotorra mollejuda del Afganistán». Y entonces Ofelia, ofendida, le lanza una plancha.
El universo al que pertenecen Mortadelo y Filemón es la España cañí llevada al extremo. La España todavía vigente de trampas, engaños, ignorancia, golferío y corrupción. Los deportistas españoles siempre ofrecen torrentes de excusas; en las fiestas de alta alcurnia, los invitados de la burguesía devoran caviar a dos manos y rajan sin piedad unos de otros. En El transformador metabólico (1979), la condesa se tropieza accidentalmente y acaba con el plato de caviar en la boca mientras cae con violencia hacia adelante. Dos señores de chaqué que contemplan la escena comentan: «Sí que trae hambre, la andoba».
La calidad de los productos nacionales es nefasta: las camisas son de trapo, el tabaco es Celtas sin filtro, los coches se estropean… Hay robos de gasolina, atracos, mecheros de contrabando de Andorra, inseguridad alarmante en las calles, cacos de manual y quinquis de toda la vida.
Para combatirlos está la policía que, por alguna razón, en la aventuras de Mortadelo y Filemón, van uniformados como bobbys ingleses y son llamados «gendarmes», a pesar de ser españoles. Es un misterio. Su comportamiento, en cambio, tiene poco de británico: la mayoría de policías aceptan sobornos, multan para hacer caja (mientras salivan y su nariz se torna aguileña) y recurren a la violencia a la mínima.
Los políticos, claro, no se libran. Son representados como torpes, vagos y extremadamente corruptos. Siempre llegan tarde a las cumbres mundiales, se quedan dormidos o meten la pata, como cuando el ministro debe anunciar que Barcelona es la sede elegida para los Juegos Olímpicos de 1992, pero se le traspapelan los documentos mientras se le caen las gafas y grita «¡Valdepera!».
En esta España de caricatura también se utiliza lo nacional para parodiar el atraso que vivía (y al fin y al cabo vive) España con respecto a otros países de su entorno. De ahí algunos importantes asuntos políticos que giran en el eje Washington-Berlín-Cuenca o reputados periódicos que lee el Súper como puede ser el Lugo Herald Tribune. Este atraso alcanza su culmen cuando Ibáñez traslada a sus agentes a un pueblo. Los pueblos de la España profunda son un escenario recurrente en las aventuras de Mortadelo y Filemón y en ellos la bruticie se muestra en plenitud. De hecho, el nombre de estas villas ya define a sus vecinos.
En Villacascajo de los Bestiajos, por ejemplo, los vecinos son una suerte de trogloditas que comparten cama con un caballo o agitan la vaca antes de ordeñarla para obtener mantequilla. La mejor caricatura al subdesarrollo rural aparece en Lo que el viento se dejó (1981), donde nada más entrar en el pueblo, Mortadelo y Filemón ven a un vecino haciendo grava a cabezazos contra las rocas.
El lenguaje también es único. Mortadelo, Filemón y todo el elenco de personajes que les rodean usan palabras que muchos de los lectores (muchos de nosotros) no habíamos oído antes ni en realidad hemos vuelto a escuchar. «Andoba, merluzo, rayos y centellas. Sapristi, corcho, sopla». La lista de vocablos que solo se usan en el universo mortadeliano es amplísima y su influencia en toda una generación, innegable.
Lo mismo pasa con los apodos de los villanos, ya sea Mike ‘El Trinchabueyes’ o Johny ‘Aplastayunques’, y los apellidos. Los apellidos mortadelianos son claves en la obra. Todos tienen que ver con la vida del que lo posee, aunque esta se haya definido con posterioridad, Así, el director de una importante compañía de tabacos se apellida Nicotínez, el inspector de Hacienda es Buítrez y dueño de la tienda de cactus se llama Agujeto Pinchúdez. Los agentes también responden a sus características a partir del apellido. El señor Numeríllez es el contable, Remúlez es el agente más fuerte y el agente Carbúrez es el encargado de mecánica. A veces se usa con ironía: Patricio Ardíllez es un agente anciano que no se sostiene en pie sin bastón.
Además de las palabras, las expresiones de Ibáñez vuelven a recurrir a la España profunda. Son constantes y los personajes no dejan de hacer alusiones a ese escenario de la España caricaturizada. A Mortadelo y Filemón les está succionando una turbina mientras tratan de huir y Mortadelo se queja: «¡Rayos! Esto chupa más que Hacienda!». Hay ejemplos a patadas: «Aquí dice que fumar da más disgusto que el RCD Espanyol», «es más débil que la cartera de un pensionista»… Nadie se libra.
Todas estas características van envueltas en un humor propio de Ibáñez y perfectamente identificable: el humor del tremendismo y la exageración. El humor de las caídas y golpes espantosos, de la torre de control diciendo al avión que no se puede aterrizar a ochocientos kilómetros por hora. En síntesis, el humor del llamado ‘fenómeno de la siguiente imagen’. Esto es, el personaje dice algo que prevé o cree que puede ocurrir y la siguiente imagen le muestra en la situación contraria llevada al extremo más bestia. «Saldré a dar una vuelta, que hace sol», dice Filemón sonriente en El huerto siniestro (1988). Y la siguiente viñeta muestra a Filemón bajo una inaudita tormenta de rayos y granizo.
La ‘siguiente imagen’ es un humor creado en España por Ibáñez y que ha influido mucho, muchísimo, en humoristas posteriores de todo ámbito. El señor que sale a la ventana a dar de comer a las palomas «porque es algo que me relaja, la tranquilidad de las palomas, su susurro, y viene muy bien para mi enfermedad grave de corazón». Y acto seguido un buitre loco sobre el que se aferra Filemón cae graznando desesperado sobre su ventana. Ibáñez siempre juega con las palabras y la exageración llevada al límite. Si un personaje busca un rato de silencio, le pasará un avión por encima. Si quiere cazar mariposas, será embestido por un rinoceronte.
Francisco Ibáñez siempre ha repetido que Mortadelo y Filemón no tienen mensaje. Que nada se esconde detrás de sus aventuras y que la intención única de sus historietas es hacer reír y olvidarse de todo lo demás.
La realidad es que, sea la intención del autor o no, las aventuras de Mortadelo y Filemón suponen uno de los retratos más esquizofrénicos e irreverentes que se ha hecho de la España postransición, evidentemente exagerado, pero que encierra una gran dosis de verdad.
Detrás de la caricatura llevada al límite, de las condiciones esclavistas de trabajo, de los políticos torpes y corruptos, los trapicheos de calle y el cutrerío generalizado, detrás de todo eso se encuentra un espejo en el que España refleja sus miserias y que todos reconocemos: reformas laborales, escándalos de corrupción, mafias y delincuentes asentados en España y un muy mejorable funcionamiento de las Administraciones. Una imagen de la que Ibáñez elige reírse. Tal vez sea ese el secreto de Mortadelo y Filemón: una forma de reírnos de nosotros mismos. Algo que, como todos sabemos, es infalible en el humor.
Fuente: https://www.yorokobu.es/mortadelo-y-filemon/
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